El tejedor y el cazador, Traducción del francés: María Puncel

25/05/2012 | Cuentos y relatos africanos

Os cuento esta historia para mostraros que el hombre puede comportarse peor que un gato salvaje cuando quiere conseguir lo que él considera su derecho.

Enseguida os la cuento, pero dejadme primero, echarme unos tragos de este excelente vino de palma que los reyes apreciarían, si pudieran probarlo.

Había un cazador que tenía un estupendo perro de caza. No uno de esos perros cuyo dueño dice que es muy bueno porque está deseando venderlo, sino un buen perro de verdad que enriquecería a su amo más de lo que la alfarera enriquece a su marido.

Era un perro que tenía un olfato especial para ventear la caza y que tenía una extraordinaria capacidad para perseguirla, acosarla y ponerla al alcance del cazador, que no tenía más que tensar su arco, apuntar a su presa.

¡Drííí…ííí! hacía la flecha al salir disparada y luego, como un latigazo ¡clac!, se clavaba en el antílope o el búfalo.

Y ya no había más que aguardar a que el veneno hiciera su labor, lo que no tardaba nada en ocurrir; después había que descuartizar al animal y venderlo por piezas, fresco o acecinado en tasajo, según el gusto del comprador.

El jefe le tenía gran aprecio a su cazador, porque recibía su parte de cada animal, y cuando el cazador es como el de nuestra historia, el jefe está gordo.

El jefe le apreciaba, pero como todo aquello que sobresale o destaca, provoca la envidia, muchos en el poblado odiaban al cazador a causa de su buen perro.

Un día en que el perro, por casualidad, entró en la choza del tejedor, éste descolgó un pedacito de carne que colgaba de una viga y por pura maldad, lo colocó en el suelo ante el perro de caza.

No se confía la custodia de un costillar a un perro, ni hay ninguna necesidad de pedirle que le hinque el diente.

El perro del cazador, por supuesto, se lanzó sobre la carne del tejedor.

Pero en cuanto el tejedor le vio entretenido en masticarla, salió de su choza gritando como si estuvieran matando a su hijo mayor:

-¡Socorro, ayuda, venid en mi auxilio…! ¡El perro del cazador me ha robado la carne!

Cuando las gentes oyeron que sólo se trataba de un perro acudieron sin tardanza.

Agarraron al perro y lo arrastraron hasta la choza de su amo, como si hubiera cometido un gran crimen.

-¡Soltadlo! -dijo el cazador-. Yo iré mañana de caza y le devolveré al tejedor su trozo de carne.

Pero como vio que el tejedor no aceptaba la oferta, añadió:

-Le daré dos trozos, tres, cuatro… un antílope entero.

-No -dijo el otro-, no quiero ni tres ni cuatro pedazos, ni tampoco un antílope entero. Lo que yo quiero es mi pedazo de carne.

-No puede ser, tú has dicho que mi perro se lo ha comido.

-Eso es, y quiero que le abran al perro la tripa para que yo pueda recuperar mi pedazo de carne. ¡Tengo hambre y no quiero comer nada más que «mi carne»!

¿Qué se podía responder a esto?

La gente, turbulenta, estuvo de acuerdo en que sería justo que se devolviera al tejedor lo que le había sido sustraído.

El cazador, ante tanta maldad, estaba abrumado.

Y los hombres no se movían, el tejedor tenía sujeto al perro y reclamaba su carne.

El cazador entonces suplicó:

-Querido tejedor, acepta estas dos cabras, estas gallinas, entra en mi casa y elije lo que más te guste, pero, por favor, no me mates a ese buen perro.

-Tengo derecho a recuperar mi carne, así que sólo aceptaré mi carne.

-Pero tú sabes que ese perro es más valioso para mí que para ti tus telares de tejedor. ¿Vas a arruinar la vida de un hombre por un pedazo de carne?

-¿Y te parece bien a ti estar ahí diciendo tonterías perdiendo el tiempo sin devolverme mi carne?

-Bueno, pues puesto que te empeñas, vayamos a ver al jefe; él te hará justicia.

-No quiero la justicia del jefe, quiero la mía, y si tú quieres la guerra, reúne a los de tu clan, porque yo no soltaré a este perro hasta haber recuperado mi carne.

Y después de haber dicho esto el tejedor se retiró a su choza con el perro.

Le abrió el vientre, y no dudó, con el pretexto de recuperar un trozo de carne, de privar al cazador de su buen perro.

Las gentes, indiferentes y cobardes, habían respaldado este malvado y estúpido asesinato.

* * * *

Después de este desgraciado incidente, pasaron los meses y el corazón del tejedor lo olvidó todo.

Cuando se encontraba con el cazador le decía:

-Hola amigo, para mí eres como un hermano.

Y el cazador le respondía:

– La verdad es que me adulas, pero no quiero creerte.

Y seguía su camino sin decir nada más. La historia de su perro le pesaba siempre en el corazón.

El cazador tenía entre su prole una hija y cuando le llegó la edad de casarse, un vecino del poblado la pidió en matrimonio.

Él tenía dinero, la muchacha le amaba y el trato se hizo con toda facilidad.

El hombre entregó la dote al padre de la muchacha y se retiró.

El cazador le había dicho:

-Ve, yerno mío, dentro de unos días te enviaremos a tu mujer con todo su ajuar y parte de nuestros bienes para que podáis vivir en paz y alegría.

Y el cazador se dispuso a cumplir con su deber y a preparar todo lo que se precisaba lo mejor que pudo.

Toda la casa estaba ocupada: unas cosían, con la madre, otras limpiaban las jarras, los cubiertos, la vajilla, los cacharros de la cocina. Las hermanas pequeñas de la novia enfilaban perlas para hacerle un collar.

Pero mientras las hermanas pequeñas ensartaban perlas, apareció la hija del tejedor, que llevaba, apoyado en la cadera, a su hermano pequeño, un niño que todavía no andaba.

Ella lo dejó en el suelo, se sentó a su lado y se puso a juguetear con las perlas de una mano a otra. El pequeño atrapó una, se la llevó a la boca y ¡se la tragó!

-¡Huy! -gritaron las niñas al mismo tiempo- ¡Se la ha metido en la boca!

Rápidamente su hermana mayor intentó recuperarla. Le metió los dedos en la boca.

-Ya la tengo -dijo-, ya la tengo, la toco.

Pero fuera porque ella fue torpe o porque el pequeño hiciera un brusco movimiento de defensa, el caso es que la perla se le deslizó garganta abajo.

-¡Dale unos golpecitos en la espalda, para que la devuelva!

Nada sirvió de nada, cuantas más cosas le hacían, más gritaba el niño y más imposible era recuperar la perla.

Cuando el cazador volvió, le contaron la historia de la perla. Inmediatamente recordó cómo se había comportado el tejedor con él en un caso parecido.

-He aquí -pensó-, como se demuestra la verdad del proverbio que dice: El tiempo te dará la razón. Y temió.

El tejedor protestó con todas sus fuerzas:

-¡No puede ser cierto! -decía- ¡Mi hijo no ha podido tragarse una perla!

Pero delante de todos, su propia hija declaró:

-Yo estaba con él, lo vi. Se la tragó.

¿Qué podía hacer ante este testimonio. El padre tuvo que aceptarlo.

Entonces el cazador tomó la palabra:

-Date prisa en devolverme mi perla. Ya sabes que mi hija debe unirse a su marido esta misma tarde.

-¡Te devolveré diez!

-No quiero que me devuelvas diez, quiero una sola, la misma a la que tengo derecho, la mía.

-¡Ven a mi casa y elige entre mis bienes aquello que te agrade!

-Yo te hice la misma propuesta cuando mi perro se comió tu carne. Entonces te pareció justo no aceptar mi propuesta de indemnización. ¿De qué te quejas? Yo no hago más que aplicar ahora las reglas de juego que tú me hiciste seguir entonces.

Parecía que no había nada que hacer: había que ceder.

Tomaron al niño y le hicieron toda clase de pruebas para intentar que vomitase, le purgaron para tratar de recuperar la perla por otro camino, ¡nada!

El cazador insistió en exigir su perla:

-¿Es que te quieres burlar de mí? Quiero mi perla. Mi hija está a punto de irse con su marido.

El tejedor no sabía qué decir. Estaba destrozado de angustia, porque sabía muy bien qué era lo que el cazador podría exigirle y él amaba tiernamente a su hijito.

Un niño ¿no es tan precioso a los ojos de su padre como los prometedores brotes verdes que la lluvia hace surgir en los campos resecos?

-Bueno, ¿te decidirás de una vez? ¿No has adoptado tú el mismo proceder cuando se trataba de mi perro?

-¿Y qué es lo que quieres?

-Quiero llevarme al niño para abrirle el vientre.

El tejedor lanzó un lamento y se puso a llorar.

El esclavo del cazador cogió al niño. El cazador dijo:

-Tú mismo le condenaste el día que condenaste a mi perro…

-Cierto, el que hace mal lo olvida antes que el que recibió el maltrato…

Pero entonces el cazador tuvo piedad de él.

-Tu vecino no quiere tratarte como tú le trataste a él -dijo al cabo de unos momentos-.Llama a mi esclavo y te devolveré a tu hijo. Cuídale bien, edúcale mejor de lo que tú estás educado y que esta aventura te haga ser, de ahora en adelante, mejor para tu prójimo.

Y nuestro cazador, generoso, se retiró sin querer aceptar nada a cambio de la perla perdida.

La noticia de esta historia se extendió pronto por toda la aldea. Y llegó a oídos del jefe. Los ancianos se reunieron y llamaron al consejo a aquel buen hombre, para que tomase parte en sus deliberaciones a partir de aquel momento.

Y desde entonces se instituyó esta costumbre entre nosotros: que cuando un hombre pierda y destruya el bien de otro, el dueño del bien perdido no puede exigir al desgraciado perdedor o al involuntario destructor más de siete veces el valor de la cosa.

* * * *

Es importante, que los que cuenten esta historia, recuerden esta costumbre a sus oyentes.

Y yo siempre añado esta máxima: trata a tu vecino como te gustaría que te tratasen a ti.

Y me gustaría ver que mis oyentes manifiestan estar de acuerdo con mis palabras.

(Tomado del libro «Ce que content les Noirs», pág.94)

Texto original: Olivier de Bouveignes

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