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Inicio > REVISTA > Cultura > Cuentos y relatos africanos > ![]() ![]() Puncel Reparaz, María Nace en Madrid y se educa en un colegio de religiosas de la Compañía de maría. Es la mayor de siete hermanos y empieza muy pronto a inventar cuentos para sus hermanos y hermanas pequeños. Al dejar el colegio estudia francés e inglés en la Escuela Central de Idiomas en madrid. Ha trabajado en Editorial Santillana como editora en el departamento de libros infantiles y juveniles. Ha escrito más de 80 libros y traducido alrrededor de los 200. Ha escrito guiones de TV para programas infantiles y colabora en las revistas misionales GESTO y SUPEGESTO . Algunos de sus libros más conocidos: "Operación pata de oso", premio lazarillo 1971 "Abuelita Opalina" . SM,1981 Un duende a rayas", SM, 1982 "Barquichuelo de papel, Bruño, 1996 El tejedor y el cazador, Traducción del francés: María Puncel
25/05/2012 - Os cuento esta historia para mostraros que el hombre puede comportarse peor que un gato salvaje cuando quiere conseguir lo que él considera su derecho. Enseguida os la cuento, pero dejadme primero, echarme unos tragos de este excelente vino de palma que los reyes apreciarían, si pudieran probarlo. Había un cazador que tenía un estupendo perro de caza. No uno de esos perros cuyo dueño dice que es muy bueno porque está deseando venderlo, sino un buen perro de verdad que enriquecería a su amo más de lo que la alfarera enriquece a su marido. Era un perro que tenía un olfato especial para ventear la caza y que tenía una extraordinaria capacidad para perseguirla, acosarla y ponerla al alcance del cazador, que no tenía más que tensar su arco, apuntar a su presa. ¡Drííí...ííí! hacía la flecha al salir disparada y luego, como un latigazo ¡clac!, se clavaba en el antílope o el búfalo. Y ya no había más que aguardar a que el veneno hiciera su labor, lo que no tardaba nada en ocurrir; después había que descuartizar al animal y venderlo por piezas, fresco o acecinado en tasajo, según el gusto del comprador. El jefe le tenía gran aprecio a su cazador, porque recibía su parte de cada animal, y cuando el cazador es como el de nuestra historia, el jefe está gordo. El jefe le apreciaba, pero como todo aquello que sobresale o destaca, provoca la envidia, muchos en el poblado odiaban al cazador a causa de su buen perro. Un día en que el perro, por casualidad, entró en la choza del tejedor, éste descolgó un pedacito de carne que colgaba de una viga y por pura maldad, lo colocó en el suelo ante el perro de caza. No se confía la custodia de un costillar a un perro, ni hay ninguna necesidad de pedirle que le hinque el diente. El perro del cazador, por supuesto, se lanzó sobre la carne del tejedor. Pero en cuanto el tejedor le vio entretenido en masticarla, salió de su choza gritando como si estuvieran matando a su hijo mayor:
Cuando las gentes oyeron que sólo se trataba de un perro acudieron sin tardanza. Agarraron al perro y lo arrastraron hasta la choza de su amo, como si hubiera cometido un gran crimen.
Pero como vio que el tejedor no aceptaba la oferta, añadió:
¿Qué se podía responder a esto? La gente, turbulenta, estuvo de acuerdo en que sería justo que se devolviera al tejedor lo que le había sido sustraído. El cazador, ante tanta maldad, estaba abrumado. Y los hombres no se movían, el tejedor tenía sujeto al perro y reclamaba su carne. El cazador entonces suplicó:
Y después de haber dicho esto el tejedor se retiró a su choza con el perro. Le abrió el vientre, y no dudó, con el pretexto de recuperar un trozo de carne, de privar al cazador de su buen perro. Las gentes, indiferentes y cobardes, habían respaldado este malvado y estúpido asesinato. * * * * Después de este desgraciado incidente, pasaron los meses y el corazón del tejedor lo olvidó todo. Cuando se encontraba con el cazador le decía:
Y el cazador le respondía:
Y seguía su camino sin decir nada más. La historia de su perro le pesaba siempre en el corazón. El cazador tenía entre su prole una hija y cuando le llegó la edad de casarse, un vecino del poblado la pidió en matrimonio. Él tenía dinero, la muchacha le amaba y el trato se hizo con toda facilidad. El hombre entregó la dote al padre de la muchacha y se retiró. El cazador le había dicho:
Y el cazador se dispuso a cumplir con su deber y a preparar todo lo que se precisaba lo mejor que pudo. Toda la casa estaba ocupada: unas cosían, con la madre, otras limpiaban las jarras, los cubiertos, la vajilla, los cacharros de la cocina. Las hermanas pequeñas de la novia enfilaban perlas para hacerle un collar. Pero mientras las hermanas pequeñas ensartaban perlas, apareció la hija del tejedor, que llevaba, apoyado en la cadera, a su hermano pequeño, un niño que todavía no andaba. Ella lo dejó en el suelo, se sentó a su lado y se puso a juguetear con las perlas de una mano a otra. El pequeño atrapó una, se la llevó a la boca y ¡se la tragó!
Rápidamente su hermana mayor intentó recuperarla. Le metió los dedos en la boca.
Pero fuera porque ella fue torpe o porque el pequeño hiciera un brusco movimiento de defensa, el caso es que la perla se le deslizó garganta abajo.
Nada sirvió de nada, cuantas más cosas le hacían, más gritaba el niño y más imposible era recuperar la perla. Cuando el cazador volvió, le contaron la historia de la perla. Inmediatamente recordó cómo se había comportado el tejedor con él en un caso parecido.
El tejedor protestó con todas sus fuerzas:
Pero delante de todos, su propia hija declaró:
¿Qué podía hacer ante este testimonio. El padre tuvo que aceptarlo. Entonces el cazador tomó la palabra:
Parecía que no había nada que hacer: había que ceder. Tomaron al niño y le hicieron toda clase de pruebas para intentar que vomitase, le purgaron para tratar de recuperar la perla por otro camino, ¡nada! El cazador insistió en exigir su perla:
El tejedor no sabía qué decir. Estaba destrozado de angustia, porque sabía muy bien qué era lo que el cazador podría exigirle y él amaba tiernamente a su hijito. Un niño ¿no es tan precioso a los ojos de su padre como los prometedores brotes verdes que la lluvia hace surgir en los campos resecos?
El tejedor lanzó un lamento y se puso a llorar. El esclavo del cazador cogió al niño. El cazador dijo:
Pero entonces el cazador tuvo piedad de él.
Y nuestro cazador, generoso, se retiró sin querer aceptar nada a cambio de la perla perdida. La noticia de esta historia se extendió pronto por toda la aldea. Y llegó a oídos del jefe. Los ancianos se reunieron y llamaron al consejo a aquel buen hombre, para que tomase parte en sus deliberaciones a partir de aquel momento. Y desde entonces se instituyó esta costumbre entre nosotros: que cuando un hombre pierda y destruya el bien de otro, el dueño del bien perdido no puede exigir al desgraciado perdedor o al involuntario destructor más de siete veces el valor de la cosa. * * * * Es importante, que los que cuenten esta historia, recuerden esta costumbre a sus oyentes. Y yo siempre añado esta máxima: trata a tu vecino como te gustaría que te tratasen a ti. Y me gustaría ver que mis oyentes manifiestan estar de acuerdo con mis palabras. (Tomado del libro "Ce que content les Noirs", pág.94) Texto original: Olivier de Bouveignes
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