Echarse a caminar…
Círculos. Orbitamos atrapados en existencias de mayor o menor radio. Los más desgraciados viven en un punto; no tienen movimiento. Murieron pero ellos aún no lo saben. Después están los que andan y orbitan en discos más o menos excéntricos pero por jovianos que sean sus radios, siempre acaban volviendo sobre sus pasos. Todos somos cometas atrapados por la gravedad de la rutina. Habrá entonces que caminar…
Namibia es un país culturalmente exógeno; alemán y muy raro. Demasiado. Una acuarela de Hänsel und Gretel en el desierto llena de alemanes viejos en sandalias y calcetines rojos; algunos de ellos descendientes directos del Káiser. Allí, disfrutando de incendiarias puestas de sol y celebrando el cumple de un tal Adolf Hitler, también murieron de placida vejez los últimos nazis. Y aunque siempre lo sospeché, me lo confesó una anciana anticuaria de Lüderitz en tricot estampado de gatos y desgastados botines de ante color arena de la Schutztruppe que muy digna me dijo que, nadie que se acostase más tarde de las siete era de fiar. Con lo callejero que yo soy.
Cuando los alemanes llegaron en 1885 debieron quedar desolados; ante ellos se abría la enormidad de un salón de arena y roca donde el viento esculpe los abdominales en piedra de la soledad que todo lo engorda. Namibia estaba casi deshabitada ergo es una tierra adoptada por el hombre. Arrugada, la faz más vieja del planeta no cesa de parir piedras, es el paraíso del geólogo. ¿Cómo puede ser el vacío tan denso? También, cuando [yo] vestía pantalones de pana y peto, lo que hoy es Namibia era un mero espacio en blanco en aquel atlas con artritis del Reader´s Digest – en el que yo vivía refugiado – con las siglas S.W.A: Africa del Sudoeste. Y es que ni nombre tuvo hasta 1992; quizás por eso esta tierra diluye el ego y en sus instantes quedas atrapado ya para siempre; es pues un medicamento genérico para el alma. Sus lugares, con frecuencia simplemente señalan un punto kilométrico en una vasta planicie inalcanzable a la vista; no tienen nombre y eso viene le bien al conductor para recordarle lo insignificante de su dimensión material. Con fama de ser refugio de huidos y de los que no ser encontrados deseaban, te puedes tropezar con historias bastantes difíciles de metabolizar. Es muy posible que Namibia sea mi círculo en una recta.
Un alba secuestrada en nieblas y supurando rocíos que son los lloros de una noche incompleta, Frans se levantó de su roído camastro de madera que preñado de humedad era una pensión de termitas con reuma. Hizo café que no acabó, se calzó sus carcomidas botas de piel de foca ocre de El Cabo y se embutió en un tres cuartos en forro de borrego y guantes. Con andares de cosmonauta, ensilló cinco mulas atiborradas de provisiones y se echó a caminar hacia el norte hasta que atravesó el muro de la neblina y esta se lo tragó. Ni cerró la puerta de su casa. Y ahora que lo pienso, Namibia puede ser muy Marte y no sólo por la retorcida plasticidad de sus ocres y rojos en dunas si no por los marcianos que allí viven. Como llegó Frans al Africa del Sudoeste Alemana da igual; supongo que a bordo de un vapor de casco negro de la Woermann-Linie siendo un chiquillo arrancado del peor empedrado portuario de Hamburgo y de la mano de sus padres; debiendo acontecer esto allá por 1911.
El deseo convierte al hombre en adicto a los sentidos y sólo entonces se percata que aún no habiendo iniciado el camino ya es rehén de su senda. Ahí estriba la sumisión de lo tangible a los grilletes de la mente. El año pasado en una mula Volkswagen con el maletero lleno de galletas, cervezas y latas de carne seca, quise emular los pasos de Frans pero me quedé enterrado en Möwe Bay; casi quinientos kilómetros al norte de Swakopmund. Localidad costera – esta última – que me genera ansiedad describir pues hay que verla, sentirla y entonces saber que te vas a morir sin entenderla. Allí, las frías y húmedas mañanas apenas logran desnudarse de su cerrado en niebla albornoz cuando ya a las cuatro de la tarde el día claudicó bajo el tímido sol austral
Arquitectura germana sacada de una tartaleta de colorines; escudos de águilas imperiales en cada esquina y panaderías que huelen apfelstrudel. Y gélidas nieblas costeras que se tragan la localidad durante días de la que sólo escapa la aguja gótica de una iglesia luterana. Frans y sus mulas caminaron mucho más al norte de Möwe y sólo el diablo sabe si acabó tomando café más allá de la frontera en lo que hoy es Tombwa, Porto Alexandra para los portugueses en aquel tiempo, otro medio millar de kilómetros hacia el norte. ¿Por qué lo hizo?
La costa de Namibia es una playa en decapado infinito que seduce a los marineros y en arena los ahoga. Trufada de bajíos y envenada en vigorosas corrientes siempre erectas, no es teatro para malos navegantes y buena fe de ello dan los costillares oxidados que en sus solitarias radas recuerdan el porqué de su a la par terrible nombre y peor reputación: Costa Esqueletos.
Entre Lüderitz y Swakopmund, el filo de esa navaja naranja que es el desierto del Namib se cita con el gélido atlántico y en neblinas vaporea el ardor de una tierra arada por el sol. Más de cuatrocientos kilómetros de nada donde casonas abandonadas por mineros barbudos que enloquecieron buscando diamantes, dan fe que la codicia humana es la más viva herencia del diablo en la tierra de dios. Mástiles que velan cuando la marea se baja los pantis y algún engendro mecánico que el hombre blanco usó para buscar aún más brillantes. Portadas de un disco de Pink Floyd te recuerdan que el sueño del mundano siempre es efímero y ya nace con fecha de cierre; también puede que el silencio sólo lo rasgue algún chacal enamorado del plenilunio. Y muy al norte, en las playas, la naturaleza premia al osado con estampas de leones marinos y de cuatro patas también; y hasta elefantes. ¿Ilusiones?; has tragado tanta soledad y tanta planicie de color marciano que no sabes si lo que ves es cierto o enloqueciste…Imagino lo que debió ver Frans cuando Costa Esqueletos aún ni un triste poste de madera tenía.
Lo bueno de Namibia es que te estas callado mucho tiempo; no hay nadie…En Möwe apenas hay una cabaña de tablones, huesos de ballenas y un cartel de madera arañado por el viento que te lleva a una carretera que acaba difuminada en dunas mostaza. De Frans, les diré que fue de los pocos ya no hombres blancos si no simplemente hombres, que han terminado a pie Costa Esqueletos y que no sé tiene muy claro si regresó o continúo caminando en su círculo…
CENTRO DE ESTUDIOS AFRICANOS DE LA ULL
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