Hace unos días estaba escuchando una tertulia radiofónica sobre los tristes acontecimientos de Costa de Marfil, donde, como todo el mundo sabe, ha estallado una guerra civil entre los partidarios de los dos candidatos que optaban a la Presidencia del país en las elecciones del pasado mes de noviembre, Laurent Gbagbo y Alassane Ouattara. En un momento dado, uno de los intervinientes aseguró de manera rotunda que Ouattara había sido el ganador de dichos comicios sin que nadie discutiera esta afirmación. De hecho, esta es la versión imperante de los hechos: Ouattara ha ganado y el presidente Gbagbo no acepta los resultados.
Sin embargo, esta no es la realidad. Si nos molestáramos en bucear un poquito en los hechos, enseguida nos daríamos cuenta de que el Tribunal Constitucional de Costa de Marfil, que a mí por lo menos me inspira tanto respeto como el español, el sueco o el polaco, dio como ganador a Gbagbo tras revisar el enorme fraude electoral cometido por los partidarios de Ouattara en el norte del país, del que, por cierto, también dieron cuenta varias misiones de observación africanas desplegadas durante los comicios. Un fraude que incluyó que, por ejemplo, en algunas ciudades y pueblos votara el triple de personas de la cifra de inscritos.
Pero eso da igual. Toda la comunidad internacional se ha lanzado a dar su apoyo a Ouattara, a quien llaman presidente electo porque la ONU así lo certifica. La ONU, ese gobierno del mundo que en realidad es el anacrónico gobierno de unos pocos (cinco, los que tienen derecho de veto) sobre el resto de los países; la ONU, que emite resoluciones que Marruecos o Israel no cumplen y no pasa nada, pero que otros incumplen y se desatan los infiernos. Pero claro, en Costa de Marfil se trata de africanos y su Tribunal Constitucional es corrupto y sus misiones de observación no cuentan, porque sí, porque esto de la Justicia y la Democracia es cosa de blancos.
Pero sigamos con la tertulia radiofónica. En otro momento, uno de los que allí estaban dijo, sin problema ninguno, que Francia es la «metrópoli» (no dijo la ex metrópoli, sino la metrópoli) y que Francia debía intervenir con contundencia. Nadie le corrigió, ni le dijo nada a este señor y eso que aquí está el meollo de la cuestión, el nudo gordiano del asunto. Del tiempo de las metrópolis hace más de cincuenta años y seguimos pensando los europeos que África debe ser tutelada, dirigida, que los africanos no son capaces de llevar las riendas de sus asuntos. Y al tertuliano también habría que decirle que, frente a lo que piensa, Francia sí interviene. Lo hizo antes de esta guerra, apoyando claramente a Ouattara (amigo personal de Sarkozy) y convenciendo a todos de que Ouattara era el candidato a apoyar, y lo está haciendo ahora mismo, pues los soldados franceses intervienen a favor de Ouattara en las calles de Abidjan. Soldados franceses metidos en una guerra civil africana defendiendo a uno de los dos bandos, por cierto, sin ningún mandato de Naciones Unidas. Si eso no es una injerencia neocolonial, que me lo expliquen.
Y, finalmente, vuelvo a la tertulia, otra persona (o la misma, ya no me acuerdo muy bien) dijo que en Costa de Marfil hay muchas «tribus» y que ya se sabe que los africanos resuelven sus conflictos a machetazos. Vaya, vaya. Ya tenemos el equipo completo. En primer lugar, la infantilidad de los africanos, incapaces de aclararse en el galimatías de la democracia del que solo Europa y Estados Unidos tiene las claves; en segundo lugar, la nostalgia de las colonias, un tiempo de estabilidad en el que las metrópolis garantizaban la paz de la negritud; y, finalmente, el carácter violento de estos africanos que se matan entre ellos a la mínima, «como en Ruanda», cito textualmente. Da igual que en Ruanda, como quedó de sobra demostrado, fueran los franceses quienes contribuyeron a incendiar el país. La imagen que nos quedó es la de los africanos salvajes que cortan los brazos de sus enemigos. Ni una pizca de autocrítica, ni un gramo de ver la viga en nuestro ojo.
¿De verdad nadie se está preguntando, en este momento, por qué Francia tiene tanto interés en que Gbagbo pierda esta guerra? ¿Todos piensan que se trata de una simple cuestión de legalidad? Si fuera así, ¿qué hay de Uganda, de la República Centroafricana, de Benín, países todos ellos que acaban de celebrar elecciones y en los que la oposición ha denunciado fraude electoral? ¿Por qué todos nos sumamos al coro de derrocar a Gbagbo y no decimos nada de Museveni, de Bozizé, de Boni Yayi? Peor aún, los dictadores de Gambia, de Guinea Ecuatorial o de Angola pueden hacer y deshacer a su antojo. Allí no nos indignamos, allí no intervenimos, pero en Costa de Marfil sí.
En este momento, los rebeldes y los leales a Gbagbo se están matando entre sí. Y lo que es peor, cometen todo tipo de atrocidades contra civiles inocentes. A la comunidad internacional habría que interrogarle si no habrán puesto el combustible para que ardiera esta llama, si dando alas a los rebeldes que ya sembraron el caos y la violencia en este país hace diez años no estarán siendo la mano que está detrás de la mano que coge el fusil.
La cuestión no es que los tertulianos piensen así, el problema es que la mayoría de los europeos pensamos así. Si el problema de Costa de Marfil, con toda su enorme complejidad, lo reducimos a una simple cuestión de un presidente que no se quiere ir y que ha provocado una guerra, basando nuestro discurso en un pilar falso y en ideas incrustadas a fuego en nuestro ADN, como la de que los africanos son como niños chicos y violentos que no pueden resolver sus problemas por sí solos, entonces no hemos avanzado nada en cien años porque este continente sigue estando, a nuestros ojos, sumido en el corazón de las tinieblas, que diría Joseph Conrad.
Original en Guinguinbali