Un cierto día, el león se sintió mal. Todo había empezado con la pérdida de pelo y el mal se propagó, la melena se le caía a mechones y hasta se le desprendían los soberbios pelos que formaban el pompón de su cola. Tosía y tiritaba. El rey de la selva se encontraba “realmente” mal.
Convocó a su guarida a todos los animales y todos, como fieles y obedientes súbditos, acudieron a su llamada.
Cuando, hasta los más pequeños de todos los animales estuvieron reunidos, y se cerraron las puertas de la residencia real: un manojo de hierbas atravesado en el sendero; el león le preguntó a la liebre:
-¿Están todos aquí ya?
-Yo no veo que haya ausentes –respondió astutamente la liebre para no comprometer a un cierto antílope, que era amigo suyo.
Pero la gineta, que odia al chacal desde hace años, acusó:
-¡El chacal no ha venido!
Y era cierto, el mala cabeza del chacal, tan distraído como siempre que había alguna ceremonia oficial, se había quedado en casa preguntándose qué tarea podría habérsele olvidado aquel día.
Al fin, recordó: ¡una convocatoria del león!
– ¡Aprisa! mi traje y mis condecoraciones, -le gritó a su mujer, pero ya era tarde.
Sí, demasiado tarde, porque el león furioso al no ver al chacal, había despachado mensajeros en todas direcciones en busca del rebelde con la orden de traerlo por las buenas o por las malas, si era necesario.
Los servidores del rey le obedecieron al pie de la letra; consideraron que el chacal no parecía entregarse por las buenas, y se emplearon a fondo en su detención, de forma que, cuando llegó a presencia de la corte y del rey, el prisionero, sus ropas y sus condecoraciones presentaban un aspecto lastimoso.
Porque a fin de mostrar su lealtad a la corona, y los animales se parecen en esto mucho a los hombres, se habían divertido en grande sacudiendo de firme al pobre rebelde.
Por fin, el chacal fue conducido a la puerta de palacio.
La liebre le esperaba allí, llena de ansiedad.
-Ha sido la gineta, la que te ha traicionado –le susurró a la oreja-. Ten mucho cuidado y abre bien tus orejas a lo que ella puede todavía insinuarle al rey; te juegas la vida.
Pero si un chacal espabilado vale por dos; ¿qué no valdrá un chacal espabilado aconsejado por una liebre?
-¿Por qué no has venido a mi convocatoria? –rugió el león.
El chacal intentó hablar, pero el león no le dejó:
-¡Silencio, gusano, fango, estiércol! ¡Pretendes ignorar que tu rey está enfermo y desobedeces mis órdenes! Escandalizas el reino, tú, tú … te digo que lo escandalizas. ¿Qué me respondes a esto?
-Señor-dijo el chacal-, perdonadme el haber sido la causa involuntaria de vuestra real cólera, pero, en verdad, estaba tan afectado por vuestra enfermedad, que es porque me entregué a la búsqueda de un remedio lo que ha sido la causa de mi retraso.
-¿Un remedio, eh? ¿Y, por lo menos, lo has encontrado? Tendrás que mostrármelo para que yo te crea.
-Sí lo he encontrado, Señor, y por ello estoy agradecido a todos los astros del cielo.
-¿Y cuál es el remedio?
-Me apena profundamente por mi amiga la gineta –suspiró el chacal, fingiendo que se limpiaba con la pata una lágrima imaginaria de sus astutos ojos-, pero no hay más que un remedio real, absolutamente soberano y específico para vuestro mal, y es la pata de gineta.
Inmediatamente, el león ordenó que le cortasen una pata a la gineta. Ella protestó asegurando que su pata no tenía nada de remedio soberano ni infalible: se la cortaron de todos modos. El chacal extrajo la médula de la pata, y con este ungüento improvisado frotó el cuerpo del rey.
-Y ahora-dijo -, dieta y reposo. Y nada de carnes; sobre todo, nada de carnes durante varios días. Os va la vida en ello, Señor; todo el mundo sabe que la pata de gineta y las carnes juntas forman un veneno mortal.
El chacal esperaba con esto poder disponer de unos cuantos días de respiro para poner tierra por medio entre las fronteras del reino y su propia persona. En el entretanto, el rey le expresó su más sincero agradecimiento y se despidió de todos los animales, no sin antes citar el ejemplo de lealtad de su “bien amado” chacal.
El chacal se retiró con las manos vacías, pero encantado de haber salvado la piel.
De camino, se detuvo en el cruce en el que la gineta tenía que desviarse hacia la derecha:
-Oye, oye -le dijo burlonamente cuando la vio avanzar cojeando penosamente-, pusiste en peligro mi vida hace un rato, al acusarme de infidelidad ante el rey. ¿Qué te hubiera parecido si yo me hubiese vengado diciendo a su majestad que el mejor remedio era tu malvado cerebro o tu perverso corazón? Acuérdate de esta lección y llévasela sobre tus tres patas a tus hermanos y hermanas para que ellos aprendan a guardar su lengua de hacer mal al prójimo: seguro que ellos opinarán que he sido muy generoso contigo.
El cuento no dice si el león se curó, pero la dieta nunca le ha hecho mal a nadie; probadla si alguna vez sufrís de tiña, y ya me diréis cómo os ha ido.
(Tomado del libro “Ce que content les noirs”, pág.169)
Texto original: Olivier de Bouveignes.