El kabuluku, el elefante y el cocodrilo, traducido por María Puncel

28/11/2011 | Cuentos y relatos africanos

La astucia, dicen en África, vale más que la fuerza. Para probarlo existen numerosos, testimonios. He aquí uno más que le ocurrió a kabuluku, el antílope.

Iba el kabuluku retozando por el borde del río. Era la estación seca. El grácil y ligero kabuluku mordisqueaba a derecha e izquierda los penachos de hierba, saltaba, brincaba, cabrioleaba, echaba una carrerita, se paraba en seco, arrancaba de nuevo a toda velocidad para detenerse otra vez bruscamente, como si le hubiera tirado de las riendas un invisible caballero.

Nadie cabalgaba sobre él, pero su fantasía de jovenzuelo caprichoso y su ansia de acción hacían que, a veces, el pelo dorado de su lomo se estremeciera nerviosamente.

El viento seco del verano pasaba por entre el ramaje como los dedos por las cuerdas de un arpa, y los árboles cantaban con el temblor de sus hojas. Manchas de verdor sobrevivían en las hondonadas, los herbazales de tallos flexibles y cortos semejaban retazos de terciopelo cuya superficie se ondulase bajo la caricia del viento.

La soledad era inmensa y hermosa, habitada solamente por águilas, cuyas alas, vistas desde abajo, lanzaban destellos plateados; por pájaros pescadores de largos cuellos curvados y por palomas arrulladoras.

El kabuluku, minúsculo rey de la inmensidad, disfrutaba con todo su ser de la alegría de vivir: la naturaleza se mostraba tan apacible que parecía satisfacer todas sus ansias.

Pero todo el mundo sabe en la profundidad del bosque que para sobrevivir hay que estar alerta en todo momento.

Porque allí…sí allí, algo que semeja un viejo tronco, que se deja llevar por la corriente, puede ser una piragua zozobrada o quizá, quizá… ¿un terrible cocodrilo en busca de un buen almuerzo?

La corriente, en sus silenciosos remolinos, lo acercaba al inconsciente kabuluku, lenta, subrepticia, pero inexorablemente. Y el muy imprudente ni siquiera se daba cuenta de nada. No descubría en la amenazadora silueta que se le aproximaba el cruel ojo en acecho, las puntas de los agudos dientes que sobresalían por los lados del hocico ni las fauces enormes del saurio.

Sí, la espesura está llena de peligros, a veces es una pitón a la espera, a veces un arrogante leopardo a la caza, incluso puede tratarse del mismísimo rey león en persona, que está hambriento. Desde luego, el pequeño antílope sabe todo esto, pero por su inconsciencia se diría que ignora que existen los cocodrilos.

No, no te acerques a beber, amigo, te atrapará por el morro.

¡Demasiado tarde! ¡El cocodrilo está a unos pocos pasos! Con un poderoso impulso de su cola surge del agua con la intención de dejarse caer con todo su peso sobre el kabuluku. Resuena un estruendoso chapoteo ¡¡¡splash…!!! El asesino ha fallado el golpe. ¡Bien por el kabuluku!

Pero no estás a salvo aún, porque todavía para escapar de este peligro, tienes que atravesar a nado, la laguna que te separa de la tierra firme y las monstruosas patas con garras del señor cocodrilo serán más rápidas que tú.

El kabuluku ha comprendido todo esto en un instante. Se está jugando la vida en estos momentos.

-Señor de las aguas -dice al despiadado bandido del río-, ¿Qué querías hacerme?

-Transformarte en un sabroso bocado, amiguito.

-¿Está bien hacer eso sin mi consentimiento?

-Nunca se lo pido a nadie.

-Bueno, escucha: hagamos un trato. Tengo en la aldea un buey grande y gordo. Te lo traeré mañana, sujeto por una liana. Será el pago de mi rescate… ¿quieres?

-¿Me das tu palabra?

-Palabra de honor de kabuluku.

El cocodrilo, del que se dice que sólo sabe verter lágrimas de cocodrilo, se echó a reír con una maligna risa estrepitosa. Abrió sus enormes fauces forradas de seda rosa e hizo estremecerse dos o tres veces la piel colgante de su garganta así: ¡ja, ja, ja…!

El kabuluku sintió un escalofrío por el lomo, porque la visión de aquel espantoso gaznate no era ninguna broma.

-Está bien, por esta vez te escaparás, pero sé fiel a tu promesa. Hasta mañana.

El cocodrilo se dejó arrastrar, otra vez, por la corriente que le llevó hasta un banco de arena que había en mitad del río. El antílope se había salvado.

Lanzó una mirada de agradecimiento a la bóveda de alabastro del cielo, y siguió su camino.

Ya se había olvidado por completo de su aventura, cuando se encontró de repente, ante una masa enorme que parecía venírsele encima a través de la espesura.

-¡Hola!, ¿quién eres? -preguntó con su vocecita de pequeña cosa.

-¡Hola! -respondió el elefante- Esta vez me alegro de encontrarte, ¡porque ahora me las vas a pagar todas juntas!

No os voy a ocultar que el kabuluku le había jugado al elefante una mala pasada. ¡Había tenido el descaro de comerse su miel sobre su mismísima espalda!

Sí, se había encontrado con el paquidermo, cuando éste iba a visitar a sus familiares.

-Padre, por favor -le había pedido-, pasadme al otro lado del río.

Y mientras iba encaramado sobre el lomo del elefante, se había zampado todo el tarro de miel que el elefante llevaba en equilibrio sobre su cabeza junto al paraguas.

-¿Qué es lo que me escurre por la frente? -había preguntado al kabuluku.

-Perdonadme -había contestado el desvergonzado pícaro-, el agua me hace siempre tanta impresión que no consigo mantener bien apretados los cordones de mi vejiga… ¡pero son solamente unas gotas de nada!

Cuando un poco después el elefante descubrió la verdad, se juró hacer pagar cara al kabuluku su ingratitud.

-¡Ah, por aquello! Pero, maese elefante, ¿no iréis a tumbarme por un pequeño incidente como aquél, verdad?

-¿Pequeño incidente, le llamas a la desaparición de todo un tarro de miel, so bribón?

-¡Un tarro de miel, vaya una cosa! Yo os lo pagaré con un buey grande y gordo que tengo, allá, en la orilla del río. Mañana os lo traeré sujeto por una liana. Es un poco terco, pero vos sois muy fuerte y podréis sacarlo del agua fácilmente.

En la llanura resonó una carcajada a la vez majestuosa y ridícula. Porque un elefante que ríe, permitidme decirlo, resulta de lo más cómico: balancea la trompa a derecha y a izquierda ante sus dos ojillos llenos de lágrimas, y barrita, sosteniéndose la barriga con sus dos patazas delanteras.

-¡Ya era hora! -dijo el bonachón elefante-, tráeme mañana el buey bien atado a su liana y me olvidaré de tu mala faena.

La fina pata del antílope tocó el enorme tocón que sirve de pie derecho al gigante de la selva, y de esta manera quedaron comprometidos para la entrevista del día siguiente, al alba «en el mismo lugar».

-«En el mismo lugar» – insistió el elefante y en sus orejas resaltaron los pequeños pliegues significativos que indican a los picabueyes y a las moscas que el elefante está de buen humor. Y una multitud de monos chillones, salió de entre los papiros y les rodeó indiscreta y tumultuosa.

Al día siguiente, muy temprano, el antílope se presentó provisto de una fuerte liana.

Los rayos del sol apenas habían logrado disipar la bruma lechosa de la madrugada, amanecía, y ya el kabuluku había pasado la liana alrededor del cuello del cocodrilo.

-¡No la aprietes tanto! -protestó el saurio.

-Tiene que ser así -respondió el antílope-, se trata de un buey endiabladamente grande y gordo… ya verás. No te va a ser fácil arrastrarlo al agua.

-¡Bah…! -despreció el cocodrilo- ¿Qué es un buey para mí?

– Bueno, espera un poco que voy a atarlo por los cuernos. No tires hasta que yo te lo diga, ¿eh?

El antílope corrió por la espesura hasta el lugar en que se había citado con el elefante.

-¡Hola!, maese elefante, ¿dónde estáis? Venid, que os espera vuestro buey…

El elefante surgió de la fresca neblina de la espesura, como atravesando una pantalla de papel transparente. Su belleza colosal rebrillaba empapada de rocío.

-Me temo -dijo el antílope-, que vayáis a tener un día difícil, porque mi buey, os lo advierto, es un buey extraordinario.

El elefante dobló una pata. El antílope se encaramó a su lomo, le acarició levemente la oreja, le pasó alrededor del cuello el extremo de la liana y lo ató tan firmemente como había atado el otro al cuello del cocodrilo.

-No os mováis, maese elefante -advirtió-, y no tiréis hasta que yo os lo pida.

Seguro que ya os habéis percatado, no me cabe duda: en la sociedad de los animales de la selva nadie tutea al elefante, como no sea en circunstancias especiales de familiaridad. Es alguien demasiado importante, no se puede uno permitir tratarle como a otro cualquiera.

Sin embargo, el antílope, ahora, estaba tan excitado que olvidó el trato cortés:

-¡Cocodrilo! -gritó hacia el río- ¡Tira, cocodrilo, tu buey está aquí!

Hizo lo mismo mirando hacia la espesura:

-¡Tira, maese, elefante, tira fuerte!

De repente, la liana se estiró y se tensó gimiendo.

-¡Ahora, venga, tira! -le gritaba el antílope al cocodrilo-¡Tira, tira que el buey se resiste!- y el cocodrilo enganchado con sus garras a los troncos de la orilla, tiraba y tiraba, tan tenso sobre sí mismo que le crujían las escamas de dorso por el esfuerzo.

-¡Venga, ahora, noble elefante, tira fuerte! -le gritaba al elefante con su voz de falsete, y el inocente grandullón, hundido en el barro fangoso, tiraba con todas sus fuerzas, con la frente fruncida y la rugosa piel crispada por el esfuerzo de sus músculos de acero.

La liana, cada vez que tocaba un árbol o una roca, vibraba produciendo un sonido musical, se retorcía, se quejaba, pero no se rompía.

El antílope se divertía en grande, ya os lo podéis imaginar, al ver a aquellos dos enormes tontorrones, agotarse vanamente para «conseguir su buey».

El cocodrilo no sabía a qué genio encomendarse. En el agua perdía pie y sobre la tierra se escurría.

-Este buey, -jadeaba-, no comprendo qué pasa con él, seguro que posee algún sortilegio.

El elefante, por su parte, estaba seguro de que un buey, que costaba tanto arrastrar, debía de ser una pieza estupenda, y sudaba y gemía por no conseguir llevárselo.

El antílope había alborotado con sus gritos a todos los animales de los alrededores, que acudieron curiosos, bien pronto el lugar se llenó…

-¿Qué está haciendo el elefante? -preguntaban unos- ¿Qué hace el cocodrilo? -inquirían otros.

-¡Shhhh…! -les respondía el antílope-. No les molestéis; ya veis que están jugando a ver quién puede más.

Por la parte del río ocurría algo parecido, todos los peces subieron a la superficie: los de las profundidades, los voladores, los saltadores, los veloces, los lentos, los de aguas revueltas, los del remanso, los de roca, el gram mbutu y ese que llaman «el capitán» y que es tan apreciado en la mesa de los blancos y hasta ese otro pez con barbas, que llaman el siluro eléctrico, todos, despreciando las más elementales precauciones de prudencia, asomaron la cabeza para echar miradas llenas de asombro al cocodrilo jadeante. Él les lanzaba miradas furiosas, como si quisiera decirles que ya verían ellos lo que iba a ocurrir. Por los aires descendían las águilas vocingleras. Fascinadas por la extraña escena se olvidaban de arrojarse sobre los pajarillos, que encantados chasqueaban los picos, para mostrar su admiración.

Poco a poco, a medida que el velo de neblina se despejaba, el elefante se dijo a sí mismo:

-Tengo que ir a ver a ese buey tan terco.

Y en el mismo momento, el cocodrilo tuvo un pensamiento igual.

Dejaron de tirar al mismo tiempo, y la liana cayó floja al suelo. Os podéis imaginar el asombro y la vergüenza de los dos pobres animalotes, cuando avanzando el uno hacia el otro, con la liana atada al cuello, se encontraron frente a frente.

-¿Y mi buey? -dijo uno.

-¿Y mi buey? -preguntó el otro. Hasta que comprendieron que el kabuluku, una vez más, les había jugado una mala pasada y les había puesto en ridículo ante todo el mundo.

Evidentemente, el antílope había creído prudente alejarse; no se le encontró para que desatara la liana.

Fue un vulgar macaco quien liberó a los dos campeones del bonito juego del «tiro a la liana».

Los sapos del río todavía lo comentan cuando hacen resonar sus voces al atardecer, los sapos croadores, cuya voz llega hasta tan lejos.

Ni siquiera los mosquitos desconocen la aventura del elefante y el cocodrilo y, desde luego, se permiten comentarlo cuando llegan las sombras, mientras hacen resonar el susurro impertinente de sus alas traslúcidas.

(Tomado del libro «Ce que content les noirs», pág. 104)

Texto original: Olivier de Bouveignes.

Traducción del francés: María Puncel.

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