El hurón lisboeta, por Rafael Muñoz Abad

30/03/2015 | Bitácora africana

Con la narración del maestro Kapuscinsky en la retina y aquella a la vista inabarcable fila de cajones de madera que comedores y vajillas contenían, se embaló el último fado portugués en Africa. Govella era un hombre afilado de estatura baja que quiso ver el día después del precario sueño colonial luso. El otro inquilino ibérico, el hispano, gusta de mirar al vecino por encima del hombro. Al menos ellos no salieron de sus fincas africanas como nosotros lo hicimos del Sahara; hubo que sacarlos a tiros de Angola y Moçambique. Coragem.

Las vidas de los blancos atrapados en Africa son siempre pintorescas. Sofisticadas a ojos del europeo ignorante que les ve como aventureros, inconscientes o soñadores irrecuperables. Govella era consignatario de buques y eso, entre muchas cosas, significa que se las sabía todas. Una ocupación, como todas las portuarias, que te hace desarrollar un séptimo sentido. No era una rata de muelle pero si un hocicudo.

Con sus amplios porches al fresco del atardecer, la barra de Luanda y en general de cualquier ciudad costera angoleña o de lo que aún quedara en pie de ella, se edificaba bajo un diáfano urbanismo colonial. De vivaces ojos negros, el hurón lisboeta vivía en una villa de la rada de Lobito con un billete abierto para Ciudad del Cabo por si aquel avispero se volvía demasiado peligroso pues arriesgado ya lo era. Los clubs de la plaça reunían lo “mejorcito” de la zoología blanca local: los chicos malos sudafricanos, un clásico en cualquier agujero africano donde haya tiros o piedras que brillan; asesores militares cubanos que allí se quedaron a ver que se podía sacar tras la paja africana de La Habana; algún español que importaba ropa verde…; incluso rusos colorados que en chanclas se paseaban de la mano de espigadas muchachas. Una foto de familia herencia de la guerra fría.

¿Govella, por qué no volviste a Lisboa? Silencio; ¿a dónde y para qué, a un lúgubre pasillo del extrarradio para ser o retornado más? Bueno; ¿y a Sudáfrica?, Vorster prometió casa y papeles a los blancos y muchos portugueses lo hicieron. Allí…allí todo habría sido muy fácil. Me di por respondido. Eufemísticamente, que Govella no portara un clavel rojo en la solapa, como otros muchos compatriotas si lo hicieron, no le eximia de ser un espíritu libre…aquella Revolución de los Claveles ya era un pensamiento lejano y, de nuevo pensando…hasta los portugueses tuvieron su revolución y nosotros aún la esperamos…la cólera del español sentado.

CENTRO DE ESTUDIOS AFRICANOS DE LA ULL.

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Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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