El gran cuarto vacío , por Rafael Muñoz Abad

30/05/2017 | Bitácora africana

Me desperté un atardecer marinado al silencio gris de la siesta en La Esperanza, municipio de Mordor, y en una cocina melancólica y sabia con vistas a un pinar, decidí que tenía que irme a caminar por Mauritania y así fue. La impulsividad que gobierna la exponencial del inestable es una derivada constante que no ofrece solución racional. No hay sotavento para el desgobernado. Trazada sobre la arena, la carretera que deja por el retrovisor El Aaiún y te lleva hasta Nouadhibou es un tiralíneas cuyos bordes van siendo devorados por esa insaciable lima que es la arena y el viento. La entrada a Mauritania se negocia en Villa Cisneros, hoy Dakhla, localidad más al sur del Sahara occidental cuya laguna turquesa es un sueño añil del que aún no quiero despertar. Río de oro que diría mi tío Escolástico, veterano de la guerra en el Sahara pero esa es otra cantata. Allí se compra el transporte para el medio millar de kilómetros que nos separan de la frontera de la maura. El coche nacional de Mauritania es el Mercedes 190 de gasoil; una criatura indestructible que suele sobrevivir a sus dueños. Cinco en un 190 y a tragar kilómetros hacia el sur con una parada en una gasolinera de un saharaui que estudió en La Laguna y que orgulloso, aún tenía aquel DNI azul del águila hermosa y no la pegatina actual; al final resulta que vamos a ser primos.

mauritania_rafael_munoz.jpg Foto de Rafael Muñoz Abad

Después de Namibia y Sudáfrica, es Mauritania la dermis que más conozco; incluso más que esta España desquiciada. Si hubiera cheethas por ahí y granjeros rubios, Mauritania seria Namibia pues comparte una latitud similar en hemisferios opuestos. Amo Mauritania y su gente humilde. Generosos en su precariedad, sólo tengo palabras hidalgas para ellos por el trato que siempre me dieron. Gente que aparentemente parece distante se torna hospitalaria; silenciosos y pausados, conocen la inutilidad de un reloj en el desierto. Mi amigo Brahim, que vive a dromedario entre allí y Las Palmas, habla español con acento de sólo dios, mejor dicho Allah, sabe dónde, pero estoy [yo] para presumir de mi dicción atrofiada y apátrida que me obliga a repetirlo todo. Su casa está en Dubái, barrio “pijo” de Nouadhibou que es el principal puerto del país y sitio relativamente familiar donde las cabras andan sueltas con candados para que el vecino no te las ordeñe…Nouadhibou es un poco Tatooine, podría estar perfectamente gobernado por Jabba the Hutt y que hubiera Jawas en alguna esquina de chatarrerías…Su tráfico es un ordenado caos fluido que se autorregula bajo un código [no] escrito de cláxones y guiñadas de luces; apenas hay alumbrado público y la basura la barre el viento. La gente vive feliz y despreocupada; los planes y las prisas son una grosería.

Todos los hombres tienen una parte femenina y el que lo niegue es poco macho…a mi debe gobernarme una lunática de aquí te espero pues es más fácil arrancarme la testa que apagarme el ardor de la idea ya prendida. En palabras de mi madre, el objetivo del viaje era una temeridad. Una más en la larga lista de imprudencias, especialidad de la casa. Subirse a un tren de mineral que arrastra dos mil metros de vagonetas vacías y ver donde puedes bajarte para después llegar a Chinguetti; séptima ciudad santa del Islam y antesala del gran mar de dunas. La puerta del Sahara. Todo sin horarios y con la improvisación como compás; un auténtico desafío para un capricornio de manual. ¿Y qué hay en Chinguetti? Arena y bibliotecas datadas en la Edad media que van siendo tragadas por un desierto impiadoso; claustros de sabiduría que velan manuscritos sobre astronomía, ciencia y temas varios; pergaminos que se conservan muy bien gracias a la humedad negativa del desierto. Sentado al atardecer en la cresta de una duna ocre a la muerte del sol, el frio del desierto te recuerda que agoniza a la noche para renacer abrasado al alba y, a la vista infinita, la ansiedad de saber que tienes la muerte garantizada con el simple hecho de echarte a andar sobre un vacío de arena que cual Moisés morirá a las orillas del mar rojo después de varias lunas caminando. Supongo que debo acudir a la célebre cita de Peter O´toole para intentar definir mi idilio con los lugares desérticos… What is it, Major Lawrence, that attracts you personally to the desert?, It´s clean…(¿Qué es lo que más le gusta del desierto, Mayor Lawrence?» «Que está limpio)

Tras casi veinte horas de tren en una vagoneta y otras seis en la trasera de una camioneta por pistas que sólo estaban en la buena fe del conductor – un auténtico fenómeno al volante – llegué a Atar; cruce de caminos de las dos únicas carreteras asfaltadas de Mauritania. En Atar está El Cheij; celebre hombre santo que hizo esperar varios días al rey de Marruecos para darle su bendición – de lo cual me alegro mucho –y que incluso recibió a los antiguos reyes de España. Audiencia a los viajeros y les da su bendición y, como mucha gente de Mauritania, sufría de profundas cataratas por la falta de higiene ocular en un lugar donde el agua escasea y la arena sobra; razón por las que había varias ONG españolas que las operaban. Preguntado por ello, rehusó a someterse a la intervención bajo la siguiente justificación…”son los ojos del alma los que me hacen ver y los únicos que no lograrán engañarme”. De Atar a Chinguetti aún restaban otras dos horas de coche entre cañones y precipicios previo un arduo regateo del precio de un asiento en el 190 de turno.

Como los gatos poseídos por la luna me fui a dormir a lo alto del albergue en un saco de dormir bajo un hostal de mil estrellas; el cielo del desierto no puede ser verdad… ¡Una japonesa que dormía en una mosquitera y escribía una guía en japo de Mauritania ¡ Surrealista; ese era el otro huésped del albergue. Su dueño, un moro Nescafé estirado como un logaritmo, me contaba que desde el estallido del integrismo en el Sahel los aventureros franceses ya no venían y que por allí también pasaba el Paris – Dakar; piensa en cerrar pues ya no le renta. Mi estancia en Chinguetti acabó pronto ya que de madrugada, la legión francesa – que oficialmente no operaba en Mauritania – iba por los alberges subiendo a los turistas [chiflados] que pudieran estar allí y los metía en un camión para dejarles de nuevo en Atar. La explicación es que la zona era de alto riesgo por los secuestros de AQM…al final las madres suelen tener razón.

De tres semanas vagando por Mauritania podría contar mil historias; desde el bullicio de su capital Nouakchott, que repleta de mercados y minaretes parece no dormir, al atronador silencio del desierto; de la preocupante opulencia de la embajada China y sus intereses ocultos; de la llegada de los cayucos inundados de pescado al atardecer; del cementerio de barcos abandonados que es Nouadhibou o del famoso mercante que varado en el extremo de Cap Blanc recuerda a una estampa de Encuentros en la Tercera Fase; de sus leyendas sobre la esclavitud aún latente o del engorde forzado de las niñas a base de palanganas de leche de camella; del autoestop y los personajes que me llevaron en sus coches destartalados; de haber dormido en la calle cual vagabundo blanco a los ojos incrédulos de los viandantes moros; de la dieta de dátiles y leche de camella sin tratar; de las seis botellas de agua diarias que me bebía; de las discusiones con el cónsul cateto que España tenía en Nouadhibou diciéndome que me iban a secuestrar y que mierda hacia [yo] allí; de la fantástica Guardia Civil que instruye a la policía local; de pescar y pescar hasta aburrirte pero sobre todo de viajar como ellos, compartiendo estrecheces, olores y aprendiendo la paciencia; una experiencia sin parangón.

No tuve la fortuna de ver al Cheij pero sí de empezar a entender la inmensidad de un país vacío en espacios infinitos que poco poblado y precario en todo lo material, te lo da todo; de apretones de manos sinceros y gente que con la tez arrugada en la luminosidad del desierto que no es más que sabiduría adquirida, te mira con el corazón del agradecimiento por visitarles vacío de miedos y prejuicios; Mauritania, el gran cuarto vacío de la arena, tan cerca y tan lejos…ya tocaría volver.

Centro de Estudios Africanos de la ULL

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