Era el tiempo de las hermosas mañanas de la primavera congolesa, la época de los primeros chaparrones que anuncian la temporada de las grandes lluvias que caen, generalmente, hacia octubre.
La tierra parece desprender en ese momento un especial aroma de amor y de germinación.
Las hierbas, abrasadas en agosto casi hasta a ras de suelo, por los fuegos en la maleza, resurgían cargadas de savia, luciendo sus encantadores colores tiernos y su aspecto carnoso.
En una de estas mañanas, Didwe y Malisawa, caminaban emparejados por el sendero que une su aldea con la del jefe vecino, Piani-Kasongo.
El viejo Kasongo acababa de morir, dejando el trono a su sobrino Mabruki-Piani-Kasongo, heredero del título y del poder.
¿A qué iban?
A reclamarle al heredero una deuda del difunto.
A decir verdad, el difunto Kasongo no le debía absolutamente nada a Dibwe.
-Eso no importa –le había dicho a Malisawa-, ya encontraremos el modo de engañar al heredero.
Todo el mundo sabe lo que les disgusta a los negros que los parientes difuntos intervengan en sus asuntos.
Solamente para calmarles y para convencerles de que adopten una actitud benévola, tienen que dar a los muertos una sepultura decente, en un lugar suficientemente protegido y a salvo, de modo que las hienas u otras fieras carroñeras no puedan llegar hasta el cadáver, cosa que para el personaje muerto es de la mayor importancia.
Se le instalará en lo alto de un monumento, abrigado por una cubierta, se le acompañará con imágenes simbólicas, que recuerden las hazañas guerreras del desaparecido.
Todo este ceremonial, cuando se trata de un jefe, es siempre fielmente cumplido por el heredero, que, si bien hereda el honor y los bienes, también hereda las obligaciones y, desde luego, las deudas.
Además, el jefe difunto suele dejar muy a menudo, instrucciones detalladas a uno de sus notables o de los grandes de la corte: a veces, es un viejo esclavo el que ha recibido sus confidencias.
El heredero que no cumple con sus obligaciones es descalificado y despreciado, incluso por los más humildes.
Y en esto era en lo que se fundaban lo que se proponían hacer Dibwe y su compadre.
Dibwe iría a reclamar a Piani-Kasongo una enorme cantidad de dinero y diría que se la había prestado hacía tiempo en secreto a Kasongo.
No existía ningún documento, ningún testimonio, nada que pudiera probar que la deuda existía.
Sin embargo, se ofreció a presentar el testimonio del propio difunto al que él proponía que se le preguntara sobre el particular.
Estaba seguro de que el difunto respondería:”Sí, yo le debo esa suma a Dibwe”. Y la demanda quedaría resuelta. El difunto, por supuesto sería Malisawa.
Así que fueron a hacer los preparativos, Malisawa poco seguro del éxito del proyecto de Dibwe, y Dibwe muy decidido a quedarse con todo el dinero que procurase la jugarreta.
En un cruce de senderos, cambiaron de dirección y a unos cien metros, entraron en un bosquecillo de palmeras jóvenes.
Allí estaba la tumba del difunto Kasongo, era un gran recinto rodeado de una empalizada y en el que reposaba un gran leopardo modelado en arcilla.
Dentro de ese leopardo tenía que esconderse Malisawa.
Tuvieron que abrir un gran boquete en la arcilla para que dentro se metiese el pícaro. La abertura fue cerrada inmediatamente, dejando sólo una ranura cerca de su garganta que dejaría paso a la supuesta voz de Kasongo, el muerto.
Realizados los preparativos, Dibwe partió hacia la aldea. Llegó cuando amanecía.
Pidió ver al jefe. Le dijeron que se sentase a esperar porque el jefe estaba bebiendo “malafu” en casa de su gran dignatario “el Senga”.
Se hizo esperar un poco; las costumbres suponían un cierto retraso antes de recibir a un huésped. Al fin llegó. Marchaba a grandes zancadas, envuelto en su amplio ropaje blanco. A cada paso se oía el “fru-fru” de los inmaculados pliegues y el seco golpeteo de los “soques” que le protegían las plantas de los pies.
Recibió la salutación de Dibwe. Le hizo sentarse y, a su vez, se sentó también. Con un gesto saludó a las gentes más cercanas, que retrocedieron un poco y se agruparon más apretadamente, un poco más allá…
Dibwe habló… y habló… sin parar durante un rato sin mencionar para nada el objeto de su visita. Cuando llegó el momento de retirarse y ya sólo quedaban por mencionar ciertas cosillas sin importancia, comentó, como de paso:
-Por lo que se refiere a la deuda de vuestro tío, podéis estar seguro de que yo tengo en vos la misma confianza que en vuestro tío y que esperaré el pago hasta que os sea conveniente pagármela.
-¿De qué deuda de mi tío me hablas?
-Pues de una deuda de varios centenares de cruceros, es decir 3.000 monedas de plata.
-¡Tres mil monedas! Yo no tengo ni idea de qué deuda puede ser esa. Kasongo, mi difunto tío, tuvo a bien hablarme de sus negocios antes de morir y no mencionó para nada una semejante deuda.
-Bueno, no importa –dijo Dibwe-; si queréis podemos someter la cuestión al difunto. Él me prometió expresamente, cuando yo le presté esa suma, que incluso vendría del otro mundo se fuera preciso, para certificar que me la debía.
Así que fueron a la tumba del difunto Kasongo y preguntaron al muerto:
-¿De verdad le debes a Dibwe tres mil monedas de plata?
-Sí –respondió el espíritu-.Y hasta le debo algo más. Págale esa suma, lo más pronto que puedas si es que sientes algún temor a los muertos.
La tumba se calló. Las gentes se retiraron maravilladas de la honestidad póstuma del anciano jefe y Piani-Kasongo, reunió la suma debida y se la envió a Dibwe, el engañador.
Mientras tanto, Malisawa empezaba a impacientarse en la tumba. Además, la idea de estar en la compañía de espíritus le inquietaba, y comenzaba a sentirse culpable de haber sido cómplice de una rapiña y un engaño.
Tímidamente, al principio, empezó a llamar: “¡Dibwe!”. Pero los únicos sonidos burlones que le respondieron fueron los correteos de algún grueso ratón de campo que había acudido a comerse el maíz y a lamer el aceite que se había ofrecido al difunto.
El viento de mediodía soplaba a ratos por la llanura peinando los tiernos brotes de hierba.
Pero Dibwe no llegaba a rescatar a su cómplice.
Una buena mujer que pasaba por allí, oyó que de la tumba salían llamadas y se fue al poblado a contar aquella maravilla. Las gentes se congregaron alrededor de tumba.
El pobre Malisawa se sentía perdido.
Un último recurso: ¡representar al muerto hasta el final! Se untó el rostro con arcilla para que nadie pudiera reconocerle y ordenó a sus antiguos súbditos que demoliesen el monumento. Aquel lugar no le gustaba. Estaba embrujado por antiguos genios. Tenían que sacarle de allí inmediatamente.
Los hombres se pusieron a la obra: en unos momentos en monumento fue derruido. Y Malisawa, ya libre, pies para qué os quiero, estaría corriendo todavía si no hubiera pensado que tenía que vengarse primero de Dubwe, ahora que había descubierto su maldad.
Su huída había sido tan rápida que sus libertadores estuvieron de acuerdo en afirmar que habían visto pasar al fantasma de Kasongo.
En el río cercano se lavó y reapareció en el poblado. Preguntó, lleno de curiosidad qué había sido del principal beneficiario de tantos milagros, Dibwe, el Engañador.
-Acaba de separarse del jefe –le dijeron-, si tomas el atajo que bordea el taller de Kulu-Kulu, llegarás al pie de la colina antes de que él empiece a subirla.
Inmediatamente, Malisawa se puso en camino, por la maleza y el pantano. Corrió todo lo que pudo, alargó el paso y no perdió un minuto. Estaba llegando más, he aquí que, al pasar cerca del taller de Kulu-Kulu descubrió en el escaparate un magnífico par de botines amarillos que le llamaron la atención.
Una idea se le vino a la mente: “¿Compraría él estos botines? Seguro que sí”.
Sin regatear, los compró y se los llevó. Se reía solo al pensar en la jugarreta que le iba a hacer a aquel tramposo de Dubwe.
Dubwe había salido del pueblo con el pesado saco lleno de monedas al hombro.
El saco no le pesaba nada al principio; tan encantado estaba de haberlo conseguido y tan felices se las prometía por lo que iba a disfrutar con todo aquel dineral; pero después de un rato de subir la cuesta cargado con él, nuestro Dibwe, perezoso como todos los ladrones, empezó a cansarse del peso de las monedas. Jadeaba y resoplaba y se detuvo para recuperar el aliento y se secó el sudor que le corría por la frente.
Pero, ¿qué era aquello? ¡Un botín!, un botín nuevo, pues sí, un botín flamante y nuevo, sin estrenar… que estaba allí, al borde del camino.
-¡Qué pena que no haya más que uno! Porque un par me vendría muy bien –se dijo. Se sentó y se lo probó. Le estaba estupendamente, pero ¿se iba a cargar con un botín desparejado, abandonado por quién sabía quién ni por qué, cuando tenía suficiente dinero para comprarse todos los zapatos, sombreros y trajes que quisiera… para vestirse como un gran señor?
Y, además, tenía por delante un largo camino que hacer colina arriba…
-¡No, no! –se dijo-, aquí se queda el botín.
Y Dibwe, se cargó de nuevo el saco y reanudó la ascensión. Subió, subió y subió, penosamente.
Y en mitad del camino, otra vez un botín amarillo. Nuevo y flamante.
-¡Lástima que no haya recogido el otro! –se reprochó-. Este es su par. Se sentó y se lo probó, le estaba perfectamente.
Un par de botines no es cosa despreciable. Aunque se posea un montón de monedas. Es algo valioso y además adquirido sin haber tenido que hacer ningún gasto…
Descender una colina es cosa fácil. Volverla a subir ya es otra cosa; pero, ¿quién le obligaba a cargar con el saco? No había nadie en los alrededores.
Y estaría de vuelta en pocos minutos. Así que…
Y he aquí, que nuestro ávido enamorado de los botines desciende rápidamente la colina, después de haber dejado su precioso saco, hábilmente disimulado detrás de un espeso matorral de hierba.
Y apenas se ha alejado de su tesoro, un hombre que estaba tumbado no lejos de allí, lo descubre.
Sí, lo habéis adivinado ¡era Malisawa! Que se apodera del saco y no lo encuentra demasiado pesado en absoluto. Termina la ascensión y luego, desciende por la otra ladera de la colina. Mientras baja, va pensando en algunas cosas divertidas, como imaginar la llegada de Dibwe a aquel lugar, con su pimpante par de botines brillantes como dos pequeños soles a sus pies.
Podéis imaginaros la decepción de Dibwe cuando descubrió su escondite vacío, seguro que os lo imagináis mucho mejor que yo podría describirlo. Fue y vino más de diez veces desde el camino al matorral a cuyo abrigo había dejado su saco… se rascaba la frente, sudaba frío, soltaba pestes contra aquel tramposo par de botines que eran la causa de su desgracia…
-No hay ningún otro sendero, éste es el único que llega a este lugar y este es el matorral detrás del cual dejé mi saco. Pero mi saco ya no está aquí. Ha desaparecido, se lo han llevado, ¡me lo han robado…!
Y como caía la noche, Dibwe emprendió el regreso, empezando a sentirse pesaroso de haber dejado abandonado en la tumba a su amigo.
Así estamos hechos los humanos, tanto los negros como los blancos, cuando una mala acción se vuelve contra nosotros, se nos despierta la conciencia del mal que hemos cometido contra los demás.
¿Y cuál no sería la sorpresa de Dibwe cuando al día siguiente vio salir de su choza al tunante de Malisawa caminando tranquilamente en dirección al mercado?
-¿Cómo, tú aquí? –exclamó.
-¡Calabazas! ¿Y dónde suponías tú que podía estar?
-No se… me había olvidado de ti… y suponía que…
-Que íbamos a compartir ya sabes qué ¿no? No, compadre, a cada uno lo suyo: a ti los botines y a mí…
Y aquí termina el cuento de “El Engañador Engañado”
(Tomado del libro “Ce que content les noirs”, pág. 174)
Texto original: Olivier de Bouveignes
Traducción del francés: María Puncel