El dilema de la diáspora africana, por Simon Pierre Talula

17/09/2013 | Bitácora africana

Navegando por la red, me encuentro con un interesantísimo debate en el blog de la periodista camerunesa Julie Owono, se trata del programa Stream de Al Jazeera (en inglés), que
versa sobre la llamada Françafrique, algo así como una red oscura y alegal nutrida de políticos y empresarios franceses con sus homólogos entre las élites africanas para beneficiar la avaricia de los primeros y la permanencia de los segundos en el poder, definen. Nada nuevo hay bajo el sol.

Al plató asiste como invitado el escritor, también camerunés, Patrice Nganang, que acaba de publicar la novela La saison des prunes, que podríamos traducir por “Tiempos de safú” título que alude al delicioso fruto tropical cuyo nombre aún no está muy extendido en español. El vídeo me ha servido para descubrir a este escritor famoso por su obra – ésta sí traducida ya al castellano- “Tiempos de perro”. Habrá tomar nota.

Pero también ha servido para despertar en mí un viejo dilema que siento y que comparten muchos otros hijos de África hoy en día. Esto es: afincarse fuera o retornar; resignarse o luchar; vivir mirando al pasado de nuestros padres, o mirando hacia el futuro de nuestros hijos. La cuestión no es simple y existen muchos argumentos a favor o en contra de labrarse una vida fuera del continente, ligada a él mediante las llamadas telefónicas y las remesas convertidas ya casi en ‘tontina’ para muchos africanos y africanas (muy importante el género femenino en este caso).

Me ha trastocado la fibra sensible un periodista francés que decía que la cuestión africana no interesaba a nadie en Francia, ni siquiera a africanos de la diáspora. Por eso, argüía, la idea de la Françafrique era poco menos que una paranoia de algunos.

Esa idea de que la diáspora no hace lo suficiente se está extendiendo, y creo que muy injustamente. Gracias a las remesas, hoy en día hay familias enteras que han accedido a una educación y a una alimentación más o menos estable, o familias poco privilegiadas que por fin han visto cómo un miembro de su familia accedía a la Universidad. Es un cambio a nivel micro, lento, pero muy palpable. Yo diría que en parte por eso, se han amortiguado muchas tensiones sociales.

No es verdad. No pensamos en otra cosa. ¿Cómo no hacerlo si allí tenemos a nuestros familiares, madres, hijos y hermanos? ¿Cómo no preocuparse por la suerte de nuestros países si es la razón primera que nos impulsa a dejar nuestra casa? No; lo que ocurre es que en el día a día nos vemos obligados a consagrar nuestras energías en conseguir lo que hemos venido a buscar: ganarse una vida digna, donde la alimentación, la salud y la educación de nuestros hijos esté lo más garantizada posible. Pero muchos viven escindidos entre su deseo de aportar allá y la necesidad de asentarse aquí. Y está claro que seguir los vaivenes de la alta política no es prioridad para muchos que antes han de encontrar dónde dormir y qué comer.

Existe todo un debate en Francia sobre los estudiantes africanos que continúan en el país al terminar sus estudios, trabajando en puestos para los que están sobrecualificados. Muchos dicen que tienen que volver, arriesgarse y ser parte del cambio. Resulta que aquí también entra en conflicto el deseo individual de ascender y el colectivo de lograr algo para un pueblo. No es justo que esta decisión tan difícil e incluso peligrosa defina quien ama a su gente y quién no.

Este año he leído con estupor y cierto miedo los ataques racistas contra Cécile Kyenge, la nueva ministra italiana de origen congoleño. Más allá del interminable problema del racismo, me llamaba la atención los argumentos que daban algunos en las redes sociales o ante la prensa. No pudiendo desmerecer su formación, algunos se preguntaban retóricamente por qué no regresaba a trabajar en el Congo, donde hacía más falta, o decían que en Italia sería una buena trabajadora doméstica, pero no una ministra. La respuesta estaba clara: no es de aquí, y debe buscar trabajo donde ha nacido, a pesar de llevar décadas en el país, haber pasado por el llamado proceso de integración, casarse con un italiano y tener hijos italianos. Resulta que para algunos, para ella no existe la posibilidad de querer crear una sociedad mejor para sus hijos. Ha de volver…

Decía el sociólogo Tocqueville que las antiguas aristocracias europeas podían dedicarse a filosofar y a elucubrar complejas teorías sobre la naturaleza de las artes y del ser humano, pues sus necesidades vitales estaban cubiertas, y a cargo de sus siervos. Muchas veces, nosotros, aquellos que vivimos fuera de casa, y hemos tenido la suerte de recibir una educación con las necesidades más que cubiertas, pecamos de querer imponer ideas y las reglas del juego que, se supone, harán mejorar las cosas en casa. Pero la distancia es el menor de los obstáculos.

Sin ir más lejos, hace unas semanas escuchaba a un señor camerunés cuya hija está a punto de graduarse en Medicina, que soñaba que ella regresara y trabajara allá para aportar su grano de arena al país. La hija dudaba de su capacidad para adaptarse a un sistema que le es desconocido y donde la corrupción parece ser endémica. Insistía el padre en que los males de casa se curan desde dentro, y no desde un furgón blindado, custodiado por las fuerzas de la ONU y presto para salir como un extranjero de un país rico.

No ha llegado el día en que la diáspora africana esté asentada y en la situación que describía Tocqueville. Aún luchamos por salir de la pobreza y la marginalidad del llamado “Cuarto Mundo” en los países ricos. Existen razones, a veces difíciles de comprender, que hacen que los mal llamados inmigrantes de segunda y sucesivas generaciones no salgan de ese mundo, que las tasas de fracaso escolar sean muy altas, que los embarazos juveniles sean frecuentes y la educación superior siga siendo una frontera tan alta como la de Ceuta. Pocos la superan. Y los que lo hacen no tienen precisamente conexiones que les asegure poner en práctica lo aprendido.

Y mientras tanto, aquellos que deciden asentarse, mirar hacia delante e involucrarse en su país de adopción, el de sus hijos y nietos, como parecen pensar varios políticos de origen africano en Europa, se enfrentan al doble juicio de algunos que les quieren privar de toda capacidad de participar.

Pese a todo, quiero creer que de tener un ministro de origen marroquí o colombiano en España, no tendríamos que soportar una violencia parecida a la que hemos visto sucederse en Italia este año. Una violencia que manda un mensaje muy claro a los italianos no caucásicos, para decirles que aunque hayan nacido en su país, seguirán siendo considerados nacionales de los países de sus padres. No importa que no los hayan pisado en su vida. El color de piel remite a donde remite. No en vano, gran parte de la prensa y los sociólogos les llaman ‘inmigrantes de segunda, tercera, e incluso, de cuarta generación’. Todo un desafío a la lógica y al lenguaje, cuando menos.

Autor

  • Talula, Simon Pierre

    Hijo de madre camerunesa y padre congoleño, he pasado la mayor parte de mi vida en España, especialmente en Santander, donde transcurrió
    parte de mi infancia, razón por la cual me suelo definir sin más como 'afrocántabro'. Soy Licenciado en Traducción e Interpretación y en
    Comunicación Audiovisual por la UPV/EHU.

    Interesado en las Relaciones Internacionales y en el lugar de África dentro de ellas a partir de la
    Guerra Fría y especialmente después de ella; amante de la lengua y del periodismo con repercusiones sociales, soy también un apasionado lector y curioso por la historia y la cultura africana y de su diáspora en lugares remotos y menos remotos del mundo.

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