En el artículo que escribí el 8 de marzo para que no olvidáramos a Victoire Indaguire, decía que estaba “encarcelada injustamente, en las siniestras cárceles de Kagame, donde para colmo de ironía o burla los presos visten de rosa. ¡El color que representa el optimismo!”. (1)
Me quedé corta al calificar esas cárceles. Estos días he podido acercarme más a la realidad de las cárceles ruandesas, gracias a los libros de dos testimonios privilegiados: el del Padre Guy Theunis, misionero en Rwanda desde 1970 à 1994 y encarcelado durante 75 días en la cárcel de Kigali y el de Carine Tertsakian, investigadora responsable de Amnistía Internacional en Ruanda de 1995 a 2000 y de Human Right Watch de 2001 a 2005, Carine visitó en numerosas ocasiones las cárceles del país de las mil colinas, que en tiempos felices alguien llamó “el arpa de Imana”.
Según estos testimonios se puede decir sin exagerar que las cárceles de Ruanda son a la vez infierno y limbo jurídico; un infierno por las condiciones de vida que en ellas se dan y un limbo jurídico porque dieciocho años después del genocidio, allí sigue habiendo miles de personas sin ser juzgadas, sin haber sido interrogadas, sin expediente, y con la impresión, como decía hace pocos meses uno de ellas “que quieren hacernos morir aquí”.
Hoy quisiera hablar del libro de Carine Tertsakian. Ella conoció muy de cerca la situación de varias cárceles de Rwanda. En “El Castillo” nos narra la vida de los internos, durante los diez años que siguieron al genocidio de 1994, que hizo 500.000 muertos. (2)
Un relato “a la vez cautivante, fascinante y profundamente emotivo, que ilustra la capacidad de seres humanos a sobrevivir en las condiciones más extremas”, escribe Alison des Forges, historiadora y escritora especialista de Ruanda.
La obra presenta el retrato de una humanidad viviendo al límite, “donde se conjugan sufrimiento, dureza, creatividad y resistencia. Un universo moralmente complejo, lleno de contradicciones, en el que la ausencia de justicia, hace prácticamente imposible toda distinción entre culpables e inocentes”.
Cada aspecto de la vida carcelaria está definido por la sobrepoblación. El espacio vital estándar al que los presos llaman su “castillo” es de 40 cm. de ancho. Allí duerme, come, se sienta. Un espacio compuesto de una o dos planchas, puestas las unas al lado de las otras. Alineadas sin separación. Las planchas están sobre una estructura de hierro a tres niveles sobre la que se apoya una escalera de madera para acceder a lo niveles superiores. Hileras interminables de camas superpuestas en bloques rudimentarios con centenas de presos. En cada bloque. Así son amontonados varios miles de presos en cada cárcel. En 2004 la población carcelaria era de unas 85.000 personas acusadas de genocidio.
Las condiciones de vida en las cárceles de Ruanda son inhumanas. Muchos detenidos tienen que dormir al exterior expuestos a la lluvia y al sol.
Los presos se han organizado para sobrevivir. Se puede decir que la gestión de la vida de cada día de las cárceles es llevada por los mismos internos. Ellos han conseguido organizar el caos instaurando “una jerarquía extremamente eficaz, que refleja la organización de la sociedad, tal que se encuentra más allá de los muros de las cárceles.”
Se pueden recibir visitas cuya duración es de tres minutos.
He aquí algunos extractos del capítulo primero del libro, cuyo título es “Cuarenta centímetros”:
“No hay bastantes castillos para todos, sólo los que tienen suerte pueden acceder a ellos. Los otros tienen que contentarse con el espacio minúsculo debajo de la primera hilera de planchas sobre el cemento; el espacio es tan estrecho que es difícil imaginarse que un adulto pueda entrar. Y por tanto, presos de gran talla entran como gatos retorciendo los miembros. Los viejos sufren cada vez que entran y salen del agujero. Una vez dentro a penas pueden moverse. Tienen que permanecer alargados, tocando con la cabeza las planchas de la primera de las camas superpuestas. Sin poder a penas respirar”.
“Otros presos duermen en el suelo de los pasillos”.
“Hasta 2003 en la prisión de Butare, los presos dormían todavía en las duchas, los aseos y hasta en plataformas de fortuna instaladas encima de ellos. Igualmente dormían al raso sobre los tejados. En 2004, el tejado de chapas onduladas estaba superpoblado, pero ya nadie dormía allí. Se había convertido en clase de cursos. Grupos de quince o veinte presos se reúnen delante de una pizarra bajo el sol ardiente…
El techo ofrece una vista despejada sobre las verdes colinas que rodean la cárcel, los campos y las gentes a lo lejos, grandes espacios del mundo exterior”.
“En la prisión de Gitarama, el primer patio pulula de gente. Es como si un gentío se hubiera reunido para un acontecimiento importante. Sencillamente la gente está allí, porque viven allí. El mismo espectáculo en una gran sala interior que antes servía de capilla. Aquí como en Butare, duermen sobre los bancos…
Otros presos viven al lado de las cocinas expuestos al humo…
En el interior de los bloques superpoblados y obscuros, la mayoría de los presos están extendidos o sentados en sus castillos…
No parecen sorprendidos de nuestra visita. Algunos sonríen nos saludan. La mayoría nos mira fijamente en silencio. Su mirada no está vacía; es una mirada directa, penetrante, difícil de interpretar. Recuerdo que en mis primeras visitas a las cárceles me enfrentaba a un océano de miradas intensas, desconfiadas, provocantes y hasta agresivas, pero llenas de espera. Unos años después, la dureza y la espera han desaparecido dejando sitio a una cansada resignación“.
Varias personas que pasaron muchos años en estas cárceles y que han leído el libro, reconocen en él un reflejo fiel del infierno vivido.
Así son las cárceles de Ruanda: infierno y limbo jurídico, que poco a poco van matando la esperanza. ¿Hasta cuando?
(1) ver: http://www.africafundacion.org/spip.php?article11295