El antílope y el murciélago, traducido por María Puncel

10/11/2010 | Cuentos y relatos africanos

-¡Buenos días, antílope! ¡Buenos días primo!

Estas fueron la palabras con las que el murciélago saludó al antílope que estaba recogiendo el malafu de sus palmas.

El antílope estaba tan embebido en su tarea y el murciélago es
tan discreto, en su vuelo de terciopelo, que el trabajador no oyó al intruso.

-¡Bueno días, antílope! ¡Buenos días, primo! -repitió el murciélago-.

¿Qué tal es la cosecha de bebida este año? Hace tanto calor en esta época que seguro que tus palmas dan un jugo exquisito. ¿Me darías una copa? Tengo una sed terrible.

-¿Tú primo? ¿Eres tú…bribón, nariz chata, el que se atreve a llamarme primo y a pedirme vino de palma? ¿Quién eres tú para atreverte a hablarme así?

-Hubiera sido preferible que simplemente me hubieras negado tu vino sin necesidad de añadir la injuria a la negativa. Yo hubiera seguido mi camino sin molestarte más.

Muchas veces en la vida, el murcielago, tan débil e inofensivo, se encontraba con animales tontos y malos que le hablaban con desprecio.

Sin embargo, hasta aquel momento, el antílope se había mostrado
hasta casi amable. El murciélago no llegaba a comprender aquel cambio. Se fue bastante desconcertado.

Otro día, en que pasaba cerca del palmar, para ir a su poblado, el murciélago oyó un etrechocar de calabazas entre el follaje de lo alto de las palmas. Miró y comprobó que era el antílope que recolectaba su malafu.

«No es el momento de dejarme ver» -se dijo, acordándose de la mala acogida que había recibido en su último encuentro- «Será mejor que me esconda aquí y que espere a que haya terminado su trabajo y se haya vuelto a su poblado…»

Pero cuando el antílope, un poco después, descendió de la palma, el murciélago le oyó hablar con alguien.

La conversación parecía bastante descortés, al menos por la parte del que se dirigía al antílope; porque por parte del antílope sonaba bastante amable.

«¿Quién será el que se permite hoy hablarle con tanta dureza?» se preguntó el murciélago.

Y con toda precaución se acercó hasta que pudo ver que, de pie ante el antílope, estaba… ¡un leopardo!

«A mí -pensó para sí el pequeño murciélago- no quisiste darme un poco de tu vino de palma el otro día, veremos si te atreves a negárselo también a éste»

Pero no se trataba de negárselo. El antílope estaba tan asustado que al servir el vino al terrible Viajero, derramó al menos tanto vino como el que cayó en la copa.

-¡Deja de temblar de esa estúpida manera! -gruñó el leopardo por entre los pelos de su bigote-. Dame una silla en que pueda sentarme y sírveme más vino ¡y cuidado con derramarlo sobre mi espléndida piel!

En vez, de sentirse más confiado por estas frases, el antílope temblaba cada vez más.

-¡Bebe tú primero! – ordenó el leopardo.

El antílope bebió un sorbo, luego ofreció la copa a su terrible huésped, que la vació de un trago.

Esperando a que se la llenasen de nuevo, barrió el suelo con su magnífica cola y canturreó a modo de broma una cancioncilla que decía así:

Me he comido ya un par
¿quién podrá ser el tercero?
Creo que ya lo estoy viendo.
¿Será el que me está sirviendo
el vino de su palmar?

Si hubiera podido, el antílope se hubiera largado de allí dejando plantado al leopardo y abandonando todas sus calabazas de malafu, pero el muy malvado no le perdía de vista y él no se atrevía a moverse porque se sentía sin fuerzas.

Una tras otra, el leopardo se bebió dos o tres copas más, y cada vez más excitado repetía su cancioncilla:

Me he comido ya un par
¿quién podrá ser el tercero?
Creo que ya lo estoy viendo.
¿será el que me está sirviendo
el vino de su palmar?
¡A beber, a beber y a cantar!

El murciélago temblaba al oir estas palabras.

Pensaba en el pobre antílope. La verdad era que el muy mezquino le había tratado despectivamente días antes, pero él se delataría como un corazón vulgar si ahora se alegrase de verse vengado por el leopardo. El murciélago no era de los que disfrutan con una venganza.

Y, además, todo hay que decirlo, le fastidiaba bastante la bárbara prepotencia del leopardo. También éste necesitaba una lección. Y el murciélago estaba decidido a dársela.

Rápidamente, cortó unas cuantas ramillas verdes con las que se alargó las patas y las orejas y así, hábilmente disfrazado con este maquillaje se presentó ante los dos bebedores de vino.

-¡Oye tú, bestia verde! -le dijo el leopardo jactanciosamente-. ¿Vienes a beber con nosotros?

-Ya que me lo pides de forma tan amable -respondió el extraño animal -, lo haré con mucho.

-Sí, claro -farfulló el antílope, nada seguro de que la presencia de este nuevo invitado mejorase en nada la peligrosa compañía del leopardo-. Haznos el honor de beber una copa con nosotros.

Y diciendo esto llenó de nuevo la copa, bebió un sorbo y se la tendió al leopardo.

Y, de nuevo, y cada vez más amenazador, el leopardo se puso a repetir su canción.

El antílope llenó la copa para el murciélago, y éste, después de haber bebido y de manera inesperada se puso a cantar:

Dos leopardos me he zampado
y diez más me he de comer
Y uno bien pudiera ser
el que me invita a beber
vino que no ha cosechado.

El leopardo cambió de color.

-¡Qué tiene que ver eso conmigo? -se preguntó lleno de confusión.
La verdad es que le costó trabajo beber la siguiente copa. Intentó entonar su canciocilla, pero su fanfarronada se le había
atragantado. Terminó cantando lastimosamente:

…A beber, a beber y a apurar
el vino de su palmar.

El murciélago, convencido de la impresión que había producido, vació la copa, pero no se la pasó al antílope.

Se la hizo llenar y rellenar, como si no hubiera nadie más que él y cada vez cantaba:

Dos leopardos me he zampado
y diez más me he de comer
y el que hará el once ha de ser
el que a beber me ha invitado
vino que no ha cosechado.

-¿Por qué cantamos semejantes tonterías? -dijo el leopardo-.¿No somos amigos los tres? ¿Acaso tenemos en este momemnto ni la más mínima intención de hacernos daño?

Lo decía porque estaba terriblemente inquieto en presencia de aquel extraño animal que se había comido ya dos leopardos y que proyectaba comerse, por lo menos, ¡once más!

El murciélago siguió con su juego. Hizo como que no había oído nada o que no hacía ningún caso de lo que había oído.

Desde ese momento, era a él al que se servía primero. Y cuando le llegó el turno de beber, el leopardo dió las gracias y dijo:

-¡No es posible beber en estas condiciones!

-Pues hasta ahora no has tenido ningún inconveniente en imponérselas al antílope.

-Bueno, sí, en cierta manera, sin embargo…yo, en realidad en ningún momento he querido comerme al antílope; ¿es que no podría haberlo hecho cuando estaba solo con él? Por eso, ahora os pido que dejéis de cantar vuestra coplilla porque lo mismo que mi canción, no son más que una broma.

-Pues yo -dijo el murciélago-, no tengo la costumbre de bromear; lo que canto suelo realizarlo mientras bebo vino de palma.

No había ni un minuto que perder. El leopardo vio que tenía delante un enemigo dispuesto a todo.

Más cobarde y más rápido que el antílope, aprovechó el momento en que el murciélago se servía una copa de vino,- ¿patas para qué os quiero?-, para largarse a toda velocidad.

-¡Al leopardo! ¡Al manchado! -se puso a gritar el murciélago, lánzandose tras el leopardo-. ¡Hay que perseguirlo, lo quiero vivo o muerto!

La seguridad que inspiraba el murciélago era tanta que el antílope no dudó en seguir el rastro del leopardo y fué él quien gritó al murciélago:

-¡Adelante, ya lo tenemos!

Y era verdad. El leopardo, buscando salvarse, había entrado en la espesura ciego de miedo, y acababa de caer en una trampa de caza en la que se debatía en vano, rugiendo a pleno pulmón.

Clavaba las garras en las paredes del foso, sin conseguir trepar hasta el borde, y volvía a caer, una y otra vez, hasta el fondo donde le recibían las estacas afiladas que el cazador había colocado allí.

Cuando le llegó el final, con una rama seca en forma de anzuelo, el antílope enganchó el pobre cuerpo, que en otro tiempo le había dado tanto miedo y se lo cargó a la espalda para llevarlo al poblado.

-Bueno, ahora ya no me queda más que agradecerte el excelente vino de palma que me has dado.

-¿No podré, al menos, saber quién es el que me ha salvado la vida?.

-¡Pero si ya me has visto antes muchas veces! ¿No me reconoces?

-¿Reconocerte? ¡Imposible! ¡Nunca me he encontrado contigo!

– Pues todavía no hace ni diez días que me viste y me dijiste cosas muy desagradables.

-¡No puede ser! ¡En mi vida he insultado yo a nadie!

-Fue hablando del vino de palma. Hacía calor y yo tenía sed.

-Te juro que no me acuerdo de nada.

-¿Nunca has insultado a nadie llamándole bribón y nariz chata?

Cuanto más le insistía, más negaba el antílope haber dicho palabras tan injuriosas a nadie. Y no mentía. Lo que ocurría es que no se acordaba. Estaba asustado y no quería reconocer nada.

El murciélago insistía, pero en vano. Y, entonces, pensando que
la lección era suficiente, se quitó las ramas y la hojarasca que le hacían aparecer deforme y monstruoso, alzó el vuelo y fué a colgarse cabeza abajo de un bananero.

Y, entonces, el antílope reconoció al murciélago.

Y, sí, en ese momento se acordó de las palabras desgradables que le había dicho. Torpe y confuso balbuceó unas excusas:

-¡Y pensar que sin tu ayuda el leopardo me hubiera devorado! En verdad eres bueno y generoso. Por favor, olvida mis malos modos y mi estúpida conducta y considerame, a partir de ahora, tu humilde esclavo…

El murciélago dejó el bananero, agarró al antílope por una oreja y le dijo simplemente:

-Primo…- y se alejó volando.

Los que habéis escuchado esta historia, espero que hayáis entendido que, si alguien os pide comida o bebida, no debéis responderle con insultos.

Si no tenéis nada que darle, lamentadlo sinceramente, y si lo tenéis dadle de lo que tengáis. Sólo Dios sabe qué podréis vosotros necesitar en el futuro…

(tomado del libro «Sur des lèvres congolaises»,pág.190)
texto original: Olivier de Bouveigni. Traducido por María Puncel.

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