“Tras 400 años en este país [USA], las familias negras poseen mucha menos riqueza que las blancas. Y eso se debe en parte al llamado “impuesto negro” (“black tax”). Esa es una expresión muy utilizada en Sudáfrica para referirse al apoyo económico que se supone deben dar los profesionales negros a su familia extendida”. Así iniciaba Dana George un artículo del 13 de abril de 2020 en el The Ascent, que yo leí semanas más tarde durante las protestas del movimiento Black Lives Matter (BLM). Dana George, que se refería ante todo a la versión estadounidense del “black tax”, explicaba cómo en éste entran en primer lugar las desventajas y discriminaciones que, a causa de su color, todavía sufren muchos ciudadanos negros en el terreno de la educación, del empleo, de la vivienda, etc. Pero en el “black tax” americano figura también a menudo la ayuda a familiares menos pudientes por parte de los más prósperos, ayuda que, observa Dana George, está disminuyendo en la medida en que el núcleo familiar evoluciona y se hace más restringido.
Esa evolución de la familia tradicional, es decir “extendida”, hacia la familia mononuclear se da también en las sociedades africanas, en las que se comienza a cuestionar las formas de solidaridad heredadas del pasado. La solidaridad tradicional, aún la pude observar de primera mano cuando el Banco Africano para el Desarrollo (BAD) se instaló en Túnez entre 2003 y 2013. Sus funcionarios, africanos y europeos, recibían sueldos bastante altos, habituales en los organismos internacionales de cooperación. Pero muchos funcionarios africanos vivían con relativa sencillez, porque la mayor parte de lo que ganaban lo invertían en la educación de sus hijos (estudiantes en Francia, Canadá o Inglaterra), y en la ayuda que enviaban a sus familias en los países de origen. También de primera mano fui testigo, tiempo atrás, de la primacía casi absoluta de esa solidaridad familiar. En Tanzania, allá por los años 1980, en un seminario para catequistas, les pedí que reflexionaran sobre un hecho de vida: “Mateo, uno de los catequistas, va de camino a Nguruka. Lleva consigo las pequeñas gratificaciones que la parroquia da a los catequistas de la zona que enseñan religión en las escuelas. En el camino le está esperando su hermano Andrés con un problema serio: su hijo se ha puesto gravemente enfermo, hay que alquilar un todo terreno y llevarlo al hospital distante 56 km. Pero Andrés no tiene dinero y espera que Mateo se lo procure. Éste tampoco lo tiene, excepto las gratificaciones que lleva a los otros catequistas. ¿Qué tiene que hacer?” La respuesta de los asistentes al seminario fue casi unánime, “tiene que darle el dinero a su hermano”. “¿Pero no es de los catequistas, y estos también lo necesitan?”. “No importa. Su hermano lo necesita urgentemente. Los catequistas tendrán que esperar”.
No vivimos en los años 1980, y cada vez más, jóvenes profesionales africanos se sienten entre la espada y la pared, socialmente obligados, y también queriéndolo, a ayudar a sus padres, hermanos, primos, sobrinos… y al mismo tiempo obligados moralmente a velar por el porvenir de sus propios hijos. Nokubonga Komako, de la Universidad de KwaZulu-Natal publicó en 2019 un estudio en el que constataba que todavía muchos profesionales consideraban el “black tax” más como una responsabilidad que como un fardo. Lo consideraban como una costumbre tradicional que las difíciles circunstancias del apartheid habían convertido en “black tax”. Algo semejante defendía Gerald Mwadiambira, director ejecutivo del South African Saviungs Institute, puntualizando al mismo tiempo que “los tentáculos de la familia extendida llegan horizontalmente hasta los primos de la cuarta o quinta rama. Basta a veces que el apellido sea el mismo para hacerle a uno sentirse responsable”. Según Niq Mholongo, “en Sudáfrica somos campeones del no decir las cosas, reprimirlas, y sufrirlas en silencio”. Así que para provocar un debate sobre el fenómeno social del “black tax”, publicó en 2019 “Black Tax: Burden or Ubuntu” (“Impuesto negro: fardo o humanismo”). Ese mismo año, Nokubonga Komako escogió ese tema para su doctorado en la universidad de KwaZulu-Natal (Durban). “Quería comprender los sacrificios de mi familia [para mis estudios], en particular los de mi hermano, para quien tuvo que ser difícil renunciar a su primer salario para invertirlo en mi educación”. Komako cita las palabras de una profesional que en un momento dado no pudo ofrecer a su madre 1.000 rands de “black tax”: “Nadie me creyó que no tenía dinero. Mi madre no me habló durante muchos meses, y tuve la impresión de que dejó de apreciar a mi hijo. Fue una época terrible”. Utilizando las palabras de Niq Mholongo en una entrevista publicada por Le Monde Afrique, la familia se había convertido en un lastre. “La nueva generación de milennials no se identifica con el principio de redistribución de la riqueza con su familia en los townships o en zonas rurales […] Muchos, aunque no sabría decir cuantos, han abandonado a su familia, que los considera como la oveja negra”.
Sylvia Walker, especialista sudafricana en finanzas y popular comentarista cuyos programas de radio siguen miles de jóvenes, les daba los siguientes consejos, publicados hace unos días en Africa.com: “Acostumbraos a elaborar un presupuesto mensual y a no vivir por encima de vuestros medios”; “No digáis a nadie lo que ganáis”; “Aprended a decir `no’, sobre todo cuando no tenéis dinero”; “Evitad al máximo el convertiros en el cajero de la familia, exponiendo claramente lo que estéis dispuestos a pagar, sin saliros nunca de lo acordado”.
Ramón Echeverría
[Fundación Sur]
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