“¡Quiero que le maten, que le maten ya!” Cuando escuché esta frase de labios de Caroline, a voz en grito, no pude menos de estremecerme. Pensé en responderle con calma que esa no es la solución, que si matamos a un criminal descendemos a su nivel, y todas las cosas que me suelen venir a la mente para defender el perdón… pero llevaba más de media hora contándome cómo un soldado había intentado violar a sus dos hijas de 14 y 16 años y preferí callarme y seguir escuchando con empatía. Caroline es una mujer de modales exquisitos que cuando necesito algo en la oficina de la ONU en Bangui siempre se ha desvivido por ayudarme. Nunca la había visto fuera de sí.
Según me contó, fue hace pocos días. Sus dos hijas habían recibido la visita de una amiga en casa y cuando se marchaba, a eso de las siete de la tarde, decidieron acompañarla hasta la calle principal para que pudiera coger un taxi. Acababa de anochecer y poco antes de llegar a la avenida algo más transitada les salió al paso uno de los milicianos de la Seleka, el movimiento rebelde que desde finales de marzo de este año son dueños y señores de la República Centroafricana y ha hundido a su capital, Bangui, en la desesperación. “¿Dónde váis a estas horas?”, les preguntó. “¡Enseñadme vuestro documento de identidad!” En Centroáfrica no existe este tipo de carné, pero es igual, porque sus intenciones eran otras. A punta de fusil las obligó a ir con él hasta un campo deportivo cercano y nada más llegar a su garito las ordenó: “¡Quitaos la ropa ahora mismo!”
De nade sirvieron los llantos y las súplicas de las tres chiquillas. No tuvieron más remedio que desnudarse. El hombre agarró a la amiga por el brazo y se la llevó dentro de su cuchitril. “¡Y vosotras, esperadme fuera!”
Nada más desaparecer de su vista, las dos hijas de Caroline echaron a correr todo lo rápido que pudieron. Al llegar a una calle, se toparon de bruces con otros dos soldados, pero estos dos les trataron de otro modo. Les dijeron que se calmaran, les dieron unos trapos para que se cubrieran y les dijeron que les contaran qué había pasado. Después, las llevaron sanas y salvas a casa de su madre.
Al día siguiente, Caroline habló con un oficial de la Seleka que conocía. El hombre les dio cita en el cuartel por la tarde y cuando llegaron las tres muchachas les hizo pasar a una habitación donde varios de sus hombres estaban formados en una fila esperando órdenes.
“¿Podéis señalar al violador de anoche?” les preguntó. Sin dudarlo un instante, las tres chicas apuntaron al mismo hombre. El oficial se acercó a él y, tras quitarle el arma, ordenó a los otros:
“Atadle y pegarle una paliza aquí mismo”.
Así lo hicieron, en presencia de las tres chicas y de la madre. Sangrante y sin conocimiento, lo metieron en una camioneta y se lo llevaron. Fue entonces cuando le pregunté a Caroline si le habían metido en la cárcel o si iban a llevar el asunto a juicio, y cuando me encontré con su drástica respuesta: “¡Quiero que le maten!”
Tras relatarme sus penas, Caroline –que tiene mi edad y ha visto mucho de la historia de su país- me hizo su particular análisis de la situación: “Los primeros presidentes de nuestro país no lo hicieron mal. Con David Dacko, Bokassa y el general Kolingba las cosas iban bien, pero todo empezó a torcerse cuando llegó la democracia, con Patassé. Fueron diez años perdidos. Y no digamos desde 2003, con Bozizé. Estos nordistas nos llevaron a la ruina”.
Caroline es del sur, de la etnia Yakuma. El general Kolingba era también Yakuma y con él, por muy dictador que fuera, Centroáfrica conoció algunos años de estabilidad. Con Patassé, a pesar de que se instauró teóiricamente la democracia, tuvieron lugar motines militares que causaron numerosas víctimas y en 2002 para reprimir un intento de golpe de Estado no tuvo mejor idea que pedir la ayuda de su amigo el señor de la guerra congoleño Jean Pierre Bemba, quien envió a Bangui a la flor y nata de sus adolescentes soldados drogados que mataron, incendiaron y violaron todo lo que quisieron durante más de seis meses. El particular análisis de Caroline no me sorprende porque no es la primera vez, en el año que llevo trabajando aquí, que lo escucho. Cuando oyes a un centroafricano decir que en tiempos del autoproclamado emperador Bokassa –que se gastó todo el dinero público en su coronación, masacró a niños por negarse a portar un uniforme escolar con su imagen, y llegó a ser acusado de canibalismo- las cosas iban bien, es un síntoma de la desesperación que vive la gente de este país, el segundo más pobre del mundo y uno de los más violentos y con menos futuro.
Regresé hace pocos días del Congo, y con todos los problemas que puedan tener allí y con las limitaciones de las comparaciones (odiosas, dicen algunos), Centroáfrica es un lugar aún más triste y violento. Ayer (28 de junio) los jóvenes del barrio de Gobongo levantaron barricadas para protestar por el asesinato de uno de los suyos por parte de la Seleka. A eso de las cinco de la tarde llegaron los matones para dispersar la manifestación. Dispararon con balas y hubo, por lo menos seis muertos y 25 heridos. Toda la ciudad quedó sumida en el pánico cuando, al mismo tiempo, camionetas atestadas de milicianos empezaron a recorrer todos los barrios y a disparar al aire. Los tiros duraron hasta casi las dos de la madrugada. Y en varios barrios hubo saqueos generalizados. Así es la vida aquí. Hoy la mañana ha sido tranquila. Esta noche, no sabemos, y mañana tampoco. Y en las zonas rurales, donde hay menos testigos, no pasa un día sin que sigan destruyendo y asesinando con total impunidad.
Para rematar este panorama, hace pocos días hubo un hundimiento de tierras en una mina de oro en la zona de Bambari. Fue a consecuencia de las lluvias torrenciales de estos días. Hasta la fecha se habla de 64 muertos.
Por eso, en medio de esta desesperación, me sorprende poco que haya personas, como Caroline, que deseen ardientemente la venganza. También hay voces, como las de los líderes religiosos, que reclaman la sensatez, la reconciliación y que denuncian los abusos intolerables que sufre la población. Me gustaría que llegara un día en el que la gente de este país simplemente estuviera contenta porque pueden ir a dormir sin miedo o sus hijos pueden ir a la escuela sin temor a que les alcance una bala perdida o les viole un desalmado con uniforme. Pero para eso la comunidad internacional tendría que dejar de mirar para otro lado.
Original en : En Clave de África