Consecuencia de la muerte de George Floyd el pasado mes de mayo, el movimiento Black Lives Matter, fundado en 2013, se ha globalizado, haciéndolo más visible y en cierta medida más radical. Se han destruido las estatuas de algunos personajes que habían contribuido directa o indirectamente a la esclavitud y sufrimiento de los pueblos africanos: la de Edard Colston, diputado inglés y reputado traficante de esclavos; la de Cecil John Rhodes, político inglés que dio su nombre a la Rodesia colonial, y la de Thomas Jefferson, principal autor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y, como tantos otros personajes de su tiempo, propietario de esclavos. Pero también han sido atacadas las estatuas de Fray Junípero Serra, que el historiador norteamericano Steven W. Hackel considera “fundador de California”, y la de Cristóbal Colón. ¿Nos estamos pasando? ¿Habrá que quemar la Biblia y el Corán porque Abraham poseía esclavos y expulsó a la esclava Agar con su hijo, o porque San Pablo, tras bautizar al esclavo Onésimo, le mandó que volviera a su amo del que había huido? ¿Cómo no repetir la historia sin por ello renegarla? ¿Cómo asumir todo lo que somos y hemos sido sin ocultar lo que preferiríamos que no hubiera ocurrido?
En un artículo de 2018 para el Newyorker, “My Great-Grandfather, the Nigerian Slave-Trader”, Adaobi Tricia Nwaubani, conocida periodista y novelista nigeriana, recordaba como su bisabuelo, el jefe igbo Nwaubani Ogogo Oriaku, había obtenido fortuna y prestigio vendiendo esclavos. Tal fue su ascendencia que en su entierro se sacrificó un leopardo y seis esclavos fueron enterrados con él. Con todo, Adaobi Tricia argumentaba que no deberíamos juzgar a su bisabuelo a partir de nuestros valores y normas contemporáneos. Suena a excusa fácil, pero no lo es cuando escuchamos toda su historia.
La esclavitud existió entre los Igbo mucho antes de que llegaran los blancos, y todavía se sienten sus secuelas. Tricia las descubrió muy joven, cuando otra chica del internado de Owerri en el que estudiaban le dijo que también su familia descendía de Umujieze, el poblado de los Nwaubani. ¿Eran tal vez parientes? Se lo preguntó a su padre. Imposible, respondió éste, porque la chica en cuestión era una “ohu”, nieta de un esclavo de los Nwaubani. Más tarde, otra amiga, Ugonna, le contó que su familia rechazaba a su novio porque era un “osu”. En las tradiciones de los Igbo, que una cristianización masiva pero superficial nunca consiguió erradicar, existían dos clases de esclavitud. Se caía en la primera, –la más parecida a la vivida en Occidente–, como botín de guerra, para pagar las deudas o como castigo por alguna fechoría. “Ohu” llaman hoy a los descendientes de esos esclavos. El segundo tipo de esclavitud tenía un componente religioso. A las deidades más importantes se les asignaba ciertos animales que se hacían así sagrados e intocables. Y también se les asignaba “esclavos” humanos, los “osu”. Estos habitaban en zonas especiales, y el matrimonio con el resto de la población estaba totalmente prohibido. Todavía hoy “ohu” y “osu” siguen siendo marginalizados. Tricia Nwaubani lo explica en un artículo de la BBC del pasado 13 de septiembre. No sólo se les impide casarse con quienes quieran, sino que tampoco les dejan asumir posiciones de liderazgo social y político, y eso a pesar de que muchos de ellos pertenecen hoy a la élite económica del país.
En os últimos 15 años han surgido movimientos de emancipación, como el IFETACSIOS (Initiative for the Eradication of Traditional and Cultural Stigmatisation in our Society) y en el estado de Imo, el grupo osu “Nneji” (“Del mismo vientre”). Y líderes cristianos como el arzobispo católico de Owerri, Anthony Obima, han defendido los “matrimonios mixtos”. Todo ello, junto a las revelaciones de sus amigas y las dudas de otros miembros de su familia, hizo que Tricia Nwaubani reconociera interiormente que el que su bisabuelo fuese en su tiempo universalmente apreciado, no podía borrar lo inhumano de su comportamiento. Y sintió la necesidad de confesarlo. No le ayudó el realismo de su padre, “Los ohu originarios de nuestra familia son como una espina, dispuestos siempre a contrariarnos y testificar en contra nuestra”. Ni tampoco el miedo de mucha gente al castigo de las divinidades a quienes rompen los tabús sobre los osu. Además, como explica el obispo anglicano de Nsukka, “supersticiones que se creían desaparecidas, las series televisivas las estaban convirtiendo en verdades”.
Entre tanto, muertes extrañas en la familia y una incipiente división entre sus miembros parecían apuntar a un hechizo. Unos lo atribuían al comercio de esclavos de Nwaubani Ogogo, o a que se había roto la alianza con la divinidad Njoku. El padre de Tricia lo veía como un castigo por los sacrificios humanos, mientas que Sunni, tío segundo de Tricia y profesor en una escuela de ingeniería, no sabía qué pensar. Finalmente la familia acordó celebrar una ceremonia de liberación, tres días de ayuno y oración por parte de todos los miembros diseminados por el mundo. El padre de Tricia escogió unos versículos del salmo 19 que envió a toda la familia: “¿Quién puede discernir sus propios errores? Absuélveme de los que me son ocultos. Guarda también a tu siervo de pecados de soberbia; que no se enseñoreen de mi’. Entonces seré íntegro, y seré absuelto de gran transgresión”.
Tricia Nwaubani cuenta sus sensaciones: “Durante la ceremonia sentí un gran alivio… Era importante que mi familia denunciara públicamente su papel en el comercio de esclavos. ‘Nuestra familia se está responsabilizando’, decía mi primo Chidi desde Londres. Y Chioma, desde Atlanta añadía: ‘Estamos buscando la paz, y queriendo reparar lo que hicieron nuestros antepasados’. Fuimos luego a la iglesia anglicana construida en un terreno que había dado Nwaubani Ogogo, y el sacerdote, tras una sesión de oración que duró dos horas, nos bendijo y proclamó el nuevo arranque de la familia Nwaubani”.
Ramón Echeverría
[Fundación Sur]
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