Defenderse con las armas, por Ramón Echeverría

28/10/2021 | Bitácora africana

En diciembre de 1998, de vuelta a casa, el policía keniano Felix Nthiwa Munayo pidió para cenar un plato de carne. Como no la había en casa, Nthiwa asestó a su mujer Betty Kavata una paliza tan brutal que la dejó paralítica. Betty murió cinco meses más tarde. Esta vez, por aquel entonces cosa rara, la prensa publicó la noticia, hubo protestas en las calles y presiones a los políticos por parte de varias onegés. Y el gobierno aprobó en 1999 una ley de Protección de la Familia contra la Violencia Doméstica. En 2000, un estudio del Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA) agnes_tirop-2.jpgconstató que en África y Asia, la cultura popular asumía como normal el derecho del marido a pegar e intimidar a su mujer. En 2005, otro informe de la OMS constataba que el 56 % de las mujeres tanzanas y el 71 % de las etíopes de zonas rurales habían sufrido violencia física. En la Encuesta sobre Demografía y Salud llevada a cabo en Kenia en 2014, una de cada cuatro mujeres confesó haber sufrido violencia física o sexual en los 12 meses precedentes a la encuesta. Y este año, el 5 de junio, Aljazeera publicó que cada cuatro horas una mujer es asesinada en Sudáfrica. Además de palizas y feminicidios, la violencia contra la mujer incluye el matrimonio impuesto, la violencia que a veces acompaña la costumbre de la dote, la violación conyugal, el acoso sexual, la intimidación en el trabajo y en instituciones educativas, el embarazo a la fuerza, el aborto obligado, la imposición de la esterilización, la trata y la prostitución. “Epidemia silenciosa”, así calificó la situación en un blog del Banco Mundial, fechado el 1 de diciembre de 2020, el mauritano Ousmane Diagana, actual vicepresidente del Banco Mundial para África Occidental. Y constataba Diagana que esa epidemia se estaba agravando a causa de la covid-19, como ya lo había hecho cuando el Ébola, que hacía que aumentara la contribución de la mujer, –y por ende su fragilidad–, a la economía doméstica y los cuidados sanitarios.

Ya existe el cuadro legal que debería permitir luchar contra la violencia de género, y las constituciones de numerosos países africanos reconocen plenamente los derechos de la mujer. En 1979, Naciones Unidas aprobó la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), que ha alentado a los países africanos a “comprometerse para tomar medidas que pongan fin a la discriminación de la mujer en todas sus formas”. La misma Unión Africana, en el artículo 3 del Protocolo sobre Enmiendas del Acta Constitutiva de la UA, reconoce “la contribución esencial de la mujer para promover un desarrollo inclusivo”. Pero una cosa es legislar y otra muy distinta actuar. Una publicación de septiembre del año pasado del “The Borgen Project”, organización creada en 2004 para luchar contra la pobreza extrema, hacía la pregunta “¿Qué falta por hacer en África en favor de la mujer?”. La respuesta era sencillísima: “Cerrar la brecha entre la política y la práctica”. Ponía como ejemplo de cómo hacerlo las actividades del “Centro Devatop para el Desarrollo de África”. Creado por el nigeriano Joseph Osuigwe en 2014, concentra sus esfuerzos en la lucha contra la trata de personas en Nigeria, y en empoderar a mujeres jóvenes. Según el mismo Osuigwe, en los 9 meses que siguieron a su fundación, sus agentes, formados para esas tareas, consiguieron sensibilizar a más de 6.000 personas en 30 comunidades y desenmascarar 3 bandas de trata de personas.

Ousmane Diagana menciona en su blog varios proyectos muy concretos en los que ha participado el Banco Mundial. En Nigeria, el programa de “Household Uplifting“ (Mejorar los Hogares), repartió ayudas en 2016 para que mujeres pobres, responsables económicamente de sus hogares, pudieran mantener su independencia. Algo semejante se hizo en Togo con el programa “Novissi” (“solidaridad” en la lengua ewe). En Liberia y en Sierra Leona hay un programa dedicado a la creación de “espacios seguros” en los que las jóvenes pueden encontrarse libremente y sin miedo. En Benín, Burkina Faso, Camerún, Chad, Costa de Marfil, Mali, Mauritania y Níger, el “Proyecto para la Mejora Democrática y el Empoderamiento de las mujeres del Sahel” (SWEDD en inglés), ayuda a mantener a las chicas en los centro de enseñanza y busca oportunidades económicas para las mujeres jóvenes, en colaboración con la sociedad civil, los jefes tradicionales y los responsables religiosos.

Lo escrito hasta ahora sirve de contexto para dos noticias más recientes de signo contrario que me parecen significativas. La primera es del pasado 13 de octubre, el asesinato, presuntamente por su marido, de la joven atleta keniata Agnes Tirop (habría cumplido 26 años el pasado 23 de octubre). Había representado a su país en los Juegos Olímpicos de Tokio. Tenía 2 medallas de bronce en su palmarés, y acababa de batir el mes pasado el record mundial de los 10 km. en carretera para mujeres. La segunda noticia la publicó FranceInfo el 8 de febrero de este año, y es preocupante, por parecer necesaria ante la inacción de los gobiernos y el cambio excesivamente lento de las mentalidades: “África del Sur: las mujeres, expuestas en exceso a la violencia, se entrenan con armas”. 110 denuncias por violación es la media diaria en Sudáfrica, a sabiendas de que la mayoría no denuncia porque el ambiente social no le es propicio. Y en el Centro de Tiro de Midrand, cerca de Johannesburgo, docenas de mujeres aprenden el manejo de las armas. “Es hora de que esto cambie. Con tanta criminalidad en nuestro país, tenemos que aprender a defendernos”, comenta Thabang Mochusi, una de esas mujeres. En África del Sur circulan 4,5 millones de armas de fuego legales y otras tantas lo hacen ilegalmente. Y la organización “Girls on Fire” invita a las mujeres a armarse:


Es muy importante animar a las mujeres a que se protejan, que no se contenten con sentarse en una esquina y convertirse en víctimas”.

Ramón Echeverría

Fuente imagen: Wikimedia-Filip Bossuyt/FLICKR

Autor

  • Echeverría Mancho, José Ramón

    Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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