Poco dura la alegría en casa del pobre. Lo he vuelto a pensar al enterarme de la tragedia que ha golpeado a Uganda ayer por la noche, cuando al menos 64 personas murieron en dos bares de la capital, Kampala al hace explosión dos bombas que ahogaron en un baño de sangre la euforia de la gente que disfrutaba de la final de la Copa del Mundo en el restaurante Ethiopian Village y en el club de rugby de Lugogo. Hay también más de cien heridos. Hablé con algunos de mis familiares anoche, durante el partido entre España y Holanda. “Aquí todos quieren que gane España”, me decía uno de mis cuñados. En Uganda, donde la gente se vuelve loca con los partidos de la liga inglesa y donde en cualquier rincón de una barriada o de una aldea te encuentras a una bandada de chiquillos corriendo detrás de un balón –aunque esté hecho de plásticos viejos- el fútbol despierta emociones, crea amistades y hace soñar. Hoy, que debería estar alegre como todos los españoles, estoy triste al pensar que unos fanáticos han ahogado la alegría de los que tienen pocos momentos para estar contentos.
He vivido en Uganda 20 años y, guerras aparte, es uno de los países donde uno se siente más seguro y acogido desde el primer momento. A diferencia de otras capitales africanas, en Kampala puede uno salir a cualquier hora del día o de la noche sin miedo a sufrir ninguna agresión, y si ven que eres extranjero y andas perdido siempre tendrás la sonrisa de alguna persona que se acerca a preguntarse si te puede echar una mano en algo. En el país sólo hay unos bestias capaces de destrozar las vidas de tanta gente en ataques coordinados: los islamistas de Al Qaeda. En numerosas ocasiones han amenazado a Uganda con tomar represalias para vengarse del apoyo que este país presta a la fuerza multinacional de paz de la Unión Africana en Somalia. Los soldados ugandeses llevan ya varios años protegiendo algunos puntos neurálgicos de Mogadiscio, sobre todo el aeropuerto y el puerto marítimo. Además, los insurgentes somalíes de Al Shabaab, que están bajo el paraguas de Al Qaeda, hace un mes cuando comenzaron los Mundiales de fútbol amenazaron a los aficionados que osaran presenciar los partidos por televisión, algo que consideran “anti-islámico”, y cuando dicen que van a matar no es para tomárselo a broma.
Este Mundial de fútbol recién concluido, jugado en suelo africano, ha llenado a África de orgullo. Ninguno de los seis equipos africanos obtuvo resultados brillantes y sólo Ghana llegó algo lejos en cuartos de final, pero a la gente de a pie les ha gustado que durante las últimas semanas en el mundo se hablara de África por algo bueno y que se demostrara que un país africano puede organizar bien un acontecimiento de esta envergadura. Y me consta que en muchos países africanos, la gente volcó su apoyo y su cariño en la selección española, tal vez porque a los españoles nos ven como unos europeos libres de resabios coloniales y con menos prejuicios que otros, y porque el juego de la Roja, basado en el esfuerzo en equipo, conecta muy bien con el valor que se da en África a la comunidad. En Sudáfrica, las peores previsiones sobre fallos en el transporte o en la seguridad no se cumplieron y el país en su conjunto ha ganado mucho con estos mundiales. Ayer, cuando me emocionaba viendo la ceremonia de clausura con su extraordinario colorido y sus ritmos africanos, pensaba que África –cuando baila- comunica una alegría imparable y devuelve las ganas de vivir. Apenas tres horas y media más tarde, en otro lugar de este continente la violencia de unos fanáticos volvía a recordarnos que África sigue sufriendo, por mucho que a veces queramos olvidarlo.