De la primavera al invierno, por Ramón Echeverría

7/01/2021 | Opinión

Los medios han contado la historia cientos de veces. Mohamed Bouazizi, joven tunecino de Sidi Bouzid, vendedor de frutas y legumbres, se inmoló con fuego el 17 de diciembre de 2010, descorazonado porque la policía, de manera arrogante y despectiva, le había confiscado el puesto con el que apenas sacaba para hacer vivir a su familia. Estallaron protestas en las principales ciudades de Túnez. Bouazizi, que había sido transportado de urgencia a la capital, murió el 4 de enero. 10 días más tarde, el presidente Zine al-Abidine Ben Alí, figura central de la cleptocracia que gobernaba el país, se vio obligado a dimitir y huyó a Araba Saudita. La “Revolución de los Jazmines” había vencido a la dictadura. Siguió una “semana de gracia”. Yo vivía entonces no lejos del palacio presidencial de Cartago. Al ruido de los cañonazos y a los temores de los días anteriores siguió algo impensable. La gente se abrazaba en la calle, los coches respetaban los semáforos, y los que se daban cuenta de que yo era extranjero me saludaban efusivamente. Hasta nos hicimos fotos junto a los tanques aparcados en La Marsa, suburbio marítimo de Túnez, no lejos de Cartago. Ese estado de gracia duró una semana. Volvieron luego los atascos, el nerviosismo, los problemas económicos, la desconfianza hacia los políticos… Pero, en esa especie de “nueva normalidad”, sí que permaneció algo nuevo. La palabra se había liberado y una democracia frágil y vacilante se había puesto en marcha, a la que los tunecinos no quieren renunciar a pesar de que aún no ha conseguido traerles ni la prosperidad ni la fraternidad tan deseadas.

mohamed_bouazizi_tunez_sello.jpgVendedores como Bouazizi que apenas sobreviven y se sienten despreciados por las fuerzas de seguridad, y jóvenes inquietos sin futuro aparente, abundan en el norte de África y el Oriente Medio. De ahí que la historia del tunecino de Sidi Bouzid corriera como la pólvora, se hiciera viral gracias a móviles y redes sociales, y la “Revolución de los Jazmines” encendiera la mecha de la “Primavera Árabe”. A comienzos de enero las manifestaciones contra el paro y la carestía dejaron en Argelia 5 muertos y 800 heridos. Y en las semanas siguientes 2 jóvenes se inmolaron y otros 7 lo intentaron. La primera manifestación en la Plaza Tahrir de El Cairo tuvo lugar el 25 de enero, y el 11 de febrero abandonaba el poder Hosni Mubarak, que había dirigido el país desde 1981. El 27 de enero se manifestaron en Sanaa pidiendo la dimisión del presidente yemenita Ali Abdallah Saleh. El 14 de febrero, miles de personas que pedían cambios políticos y sociales en la Plaza de la Perla, en la capital de Bahréin, fueron reprimidos por las fueras de seguridad, a las que se unieron un mes más tarde soldados saudíes. En Libia, las primeras revueltas se llevaron a cabo en Bengasi el 15 de febrero. Gadafi sería asesinado el 20 de octubre del mismo año. Miles de personas desfilaron por las calles de Rabat, Casablanca y Marrakech el 20 de febrero pidiendo reformas políticas. El 9 de marzo Mohammed VI anunció una reforma constitucional. Siria fue el último país árabe en manifestarse en marzo de 2011 y aún no ha salido del atolladero de guerra, matanzas y emigraciones.

Han transcurrido 10 años. Aún no se ha extinguido entre los jóvenes árabes el deseo de libertad y de una vida mejor, ni ha desaparecido su oposición a unos sistemas políticos incapaces de redención. La prueba de que aún quedan brasas vivas de aquel fuego que se encendió en diciembre de 2010 en Sidi Bouzid han sido las protestas y manifestaciones que en 2019 y 2020 han tenido lugar en Argelia, Sudán, Irak y Líbano. Y sin embargo, más que de “primavera”, habría que hablar hoy de “invierno árabe”. Yemen, Libia y Siria siguen en guerra. Egipto sufre la dictadura del general Abdelfatah el Sisi, que derrocó en 2014 el gobierno democráticamente elegido de Mohamed Morsi. Abdelaziz Buteflika ya no dirige Argelia, pero “El Poder” (ese grupo opaco en el que el ejército parece tener la última palabra) sigue en pie, tras lo que, en retrospectiva, no fue sino una revolución de palacio. En Bahréin, la mayoría chiita sigue subyugada. En Marruecos el movimiento de protesta del Rif ha rechazado la oferta de que Nasser Zafzafi, su líder encarcelado, se una al Partido Autenticidad y Modernidad (PAM), creado por el consejero real más cercano a Mohamed VI. Sudán, Irak y Líbano no consiguen estabilizarse. ¿Sería Túnez, con un partido islamista “moderado” y una mayoría laica pragmática, la excepción que confirmaría la regla? Comentaristas y expertos se preguntan por qué la democracia no está funcionando en los países árabes. ¿Por ser musulmanes? Pero, aunque a trancas y barrancas, la democracia parece funcionar en países musulmanes como Indonesia, Senegal o Turquía. ¿Por ser árabes? ¿No fueron por un tiempo los cristianos árabes pioneros del progresismo democrático? ¿O porque son árabes musulmanes?

En The Guardian del 14 de diciembre, H.A. Hellyer, miembro del Royal United Services Institute (grupo de expertos británico en defensa y seguridad fundado en 1831 por el duque de Wellington), partiendo del supuesto que en la tradición árabe el poder está en manos de una familia o de un partido o de un ejército, observa cómo los regímenes actualmente en el poder no han sabido responder a los enormes cambios demográficos que tienen lugar en el mundo árabe, en donde el 60 % de la población tiene menos de 25 años. Conviene citar aquí el “Informe Árabe sobre el Desarrollo Humano 2003”: “El estilo de formación más extendido en las familias árabes es el autoritario que combina inestabilidad y sobreprotección, e influye de manera negativa en el desarrollo, la independencia, la confianza en sí mismo y el dinamismo social”. Por su parte, el jurista tunecino Yadh Ben Achour, miembro del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, y presidente de la Comisión para la Reforma Política de Túnez (de la que fue nombrado por el entonces primer ministro Mohamed Ghannouchi, de los Hermanos Musulmanes), respondía así a la pregunta “¿Puede la democracia enraizarse en a tierra del Islam?” (La Croix 23 de diciembre 2020): “No hay contradicción entre el Islam como religión y la democracia. Son los adeptos del Islam quienes están divididos. Y ciertos “islams” son incompatibles con la idea democrática. Desgraciadamente los radicales monopolizan los medios y con sus atentados y violencias se benefician de una publicidad permanente. Y ello da una idea falsa de la proporción de fuerzas en el interior del Islam”.

Esas son naturalmente “preguntas del millón” que habrá que tratar más extensamente.

Ramón Echeverría

[Fundación Sur]


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Autor

  • Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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