De herencia: minas, por Rafael Muñoz Abad – Centro de Estudios Africanos de la ULL

1/10/2014 | Bitácora africana

Conducir en Africa es una aventura y frecuentemente una desventura. Veinte kilómetros al sur de Dakar el concepto de carretera se vuelve muy discutible o simplemente se torna africano. El contraste lo dan las autovías de cuatro carriles sudafricanas que ya las quisiéramos en España y, en Guinea Bissau, que sólo dios sabe lo que hay. La ex colonia lusa es un país abandonado y arrasado por guerras civiles donde las fuerzas armadas tradicionalmente han sido instrumento y respaldo del gobierno golpista de turno. La ausencia de un edificio estatal y la corrupción campante, hizo que los narcos latinoamericanos vieran en sus costas – indefinidas y sin vigilancia alguna – la más discreta puerta de entrada para la cocaína que con posterioridad, y a menudo usando las Islas Canarias como escala, se redistribuye a Europa. La costa arenosa guineana es destino de veleros que cargados de cocaína proceden del otro lado del atlántico. Embarcaciones particulares que de vez en cuando son presa de los servicios aduaneros españoles, que no de la “vigilancia” costera local. Es grotesco como los habitantes de Bissau desconocían la coca o el crack y ahora sus calles están repletas de drogadictos y coches BMW con lunas tintadas; o como su aeropuerto, es destino habitual de jets privados con aduanas…también privadas.

El reciente incidente en el que un autobús activó una de las muchas minas abandonadas en las carreteras y pistas guineanas, legado de la guerra de descolonización, se saldó con una veintena de muertos y otros muchos heridos, que en camioneta, cual bultos, eran trasladados a un edificio que de hospital sólo tenía el anuncio. Africa en su más pura esencia.

Herencia directa de las guerras coloniales es la plaga de minas que, a la espera de la mala providencia, se reparten por las geografías africanas. Algunas, caso de las libias, datando incluso de la Segunda Guerra Mundial. Los programas para retirarlas o al menos señalizar las áreas, brillan por su ausencia. Las consecuencias son miles de mutilados y que en algunos países conducir sea una ruleta rusa. España aportó su cuota al panorama. La carretera que une Villa Cisneros con la frontera mauritana está repleta de señales oxidadas avisando del peligro; por no hablar de Kandahar: la célebre franja de tierra de nadie que separa Mauritania del Sahara. Un descampado del diablo donde se venden y compran coches robados y cuyos márgenes delimitan un solar repleto de minas y coches volatilizados.

@Springbok1973

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Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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