1. Madrid, madrugada del jueves, 29 de mayo, 2008
¿Contra quién me peleo? Contra mí mismo. Se trata de una violencia intelectual, de un deseo de romper una capa de hielo que se ha ido formando desde que tomé la decisión de “cambiar” África por Nueva York. La palabra “cambiar” va entre comillas porque es una forma de hablar. Hablo de mí: cambié mi dedicación a África, que entonces “ejercía” en el diario El País, por una aventura americana. Para mi sorpresa, el diario Abc me invitó a convertirme en su corresponsal en Nueva York. Tenía mis escrúpulos, mis reticencias, mi desconfianza. En mi vida había imaginado (tampoco deseado) vivir en Nueva York ni trabajar para Abc. Aunque fue mi amigo Javier Sanz, Cuéllar, quien acabó de deshacer mis últimos prejuicios, al ayudarme a ver que tal vez en Nueva York podría entender mejor los mecanismos de muchas tragedias y conflictos africanos (además de su dependencia económica y política), fue la negativa del entonces director del diario en el que había trabajado durante cerca de 14 años (los cinco últimos como flamante –y falso- “corresponsal para África”, como rezaba mi tarjeta, que mostraba y entregaba ufano) a “dedicar una sola persona a África negra”, porque no “éramos” ni Le Monde ni The New York Times, lo que me decidió a dar el salto al otro lado del océano. Fueron siete años intensos en los que además me di de bruces con los atentados del 11 de septiembre de 2001. Mi madre, que sufría cada vez que iba a cubrir conflictos africanos (“¿por qué tienes que ir tú?”, solía ser su queja resignada), me dijo: “Parece como si la guerra te siguiera los pasos”. Siete años en los que me enamoré de Nueva York y me di cuenta de que en Abc gozaba de una libertad a la hora de escribir que no había sospechado y de la que sigo disfrutando. Hace casi tres años que regresé a Madrid. Por voluntad propia. Desde entonces he podido reencontrarme con África, aunque no estoy adscrito a la sección de Internacional del diario. Pero gracias a organizaciones como Médicos sin Fronteras o el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, al propio periódico, y a mis medios, he podido viajar a la República Democrática de Congo (en dos ocasiones, incluida la primera vuelta de las elecciones), Chad (en dos ocasiones, la segunda cuando implicaron a siete aviadores españoles en el intento de la bienintencionada, pero funesta, ONG francesa El arca de Zoé, de llevarse a Francia a varias decenas de niños –falsos huérfanos de Darfur-), Sudán, Somalia, Kenia, Mozambique y Namibia. Siempre estoy deseando volver. Pero ¿a quién le interesa esta especie de confesión? Imagino que a casi nadie. Se trata de una triquiñuela. Desde que mis amigos de la Fundación Sur me propusieron que escribiera un blog en sus páginas, hace ya unos cuantos meses, he estado dándole vueltas y más vueltas, y nunca encontraba la manera de ponerme, ni qué decir, ni de qué forma, ni sobre qué. Se me ocurren muchos asuntos de los que hablar, como el hecho de que –como observó atinadamente en Yamena mi amigo Gonzalo Sánchez-Terán- “lo único que a los españoles interesa de África son los propios españoles”. Así lo probó el asunto de El arca de Zoé, así lo confirmó el secuestro de los pescadores españoles en Somalia. O de una de las más hermosas, profundas y conmovedoras novelas escritas en español en los últimos años, ambientada además, de manera insólita, en Burundi: Pregúntale a la noche, de Eduardo Jordá. O de lo que está ocurriendo ahora mismo en Suráfrica, donde negros apalean, queman vivos, matan a negros aún más pobres que ellos, inmigrantes que dejaron atrás sus países: Malaui, Zimbabue, Mozambique… y ahora se encuentran con la furia de los abandonados por la nefasta política del presidente surafricano, Thabo Mbeki, a quien el International Herald Tribune propinaba ayer una merecida reprimenda editorial, recordando parte de su legado: estrafalarias y peligrosas teorías sobre el SIDA, aumento extremado de la desigualdad entre ricos y pobres, respaldo a Robert Mugabe… Una política que a la postre ha incitado a centenares de miles de zimbabuos a huir de su país, hundido en la miseria, y ahora sufren la ira de surafricanos pobres que les han convertido –como a muchos otros amakwerekwere (“los que hablan distinto”, los “extranjeros”)- en chivos expiatorios, sin que Mbeki (ni sombra de Nelson Mandela) haya sabido protegerlos. Para quienes (izquierdistas paleozoicos) siempre culpan a Occidente de todos los males que se ensañan con buena parte de África, conviene recordar lo que se dice en la crónica del último número del semanario británico The Economist: “extranjeros son quemados vivos, mientras algunos vecinos miran y se ríen”. El paternalismo es otra forma de colonialismo. Los africanos no son niños. Muchos son responsables de muchos de sus males. Y quienes son capaces de reírse contemplando a otro ser humano quemado vivo están emparentados, en su depravación, en su maldad, con aquellos blancos que en Estados Unidos se hacían fotografías y se reían junto a los negros linchados y quemados vivos, a veces por haberse atrevido a mirar a la cara a una americana blanca. De algunos de estos aspectos de la vida africana vista desde la orilla seca de Madrid quería escribir. Pero no sabía cómo hacerlo. Sirva esta primera entrega para romper el hielo. Buenas noches,