De Afganistanes, por Omer Freixa

8/04/2013 | Bitácora africana

Dos crisis. Una vieja, otra reciente. Un factor común: la pobreza de la población y la importancia estratégica y económica de los territorios. Afganistán y Malí, comparaciones poco fortuitas.

La palabra “afganización” hoy día tiene un marcado sentido peyorativo. Alude en el país asiático a la delegación de la guerra emprendida por los propios afganos y, en un sentido más general, al deterioro de cualquier crisis con el riesgo de proliferación de todos los síntomas que conducen al síndrome del colapso y/o fallido estatal. Se habla de “afganización” en Colombia, Somalía, Malí, etc. Es un tópico común además de una comparación fácil y, frecuentemente, tomada a la ligera.

Afganistán, el “corazón de Asia”, como fue llamado, es un país pobre y montañoso. Su geografía alentó el paso de pueblos invasores en la antigüedad así como también su territorio sirvió para bloquear viejas rivalidades en tiempos más recientes. Es considerado un clásico Estado tapón que dividió las rivalidades de mongoles y persas, primero, y más tarde de ingleses, soviéticos, rusos e indios. Figura como uno de los tres países más corruptos del mundo según el último informe de Transparencia Internacional y, conforme mediciones para nada alentadoras, más del 40% de su población vive en la pobreza. El 80% de los afganos vive de una agricultura básica, sujeta a los caprichos de un clima nada amigable, donde la amplitud térmica convierte al país en el climáticamente más volátil del mundo. La violencia es germinada por altos niveles de corrupción y el desempleo. Un Estado que no puede proveer lo mínimo a sus ciudadanos es campo propicio para la proliferación de los señores de la guerra, el radicalismo islámico y una población que sufre crisis tras crisis desde por lo menos 1980. Se suma una novedad perjudicial a partir, sobre todo, de la década de 1990 y es que actualmente Afganistán se considera capital mundial del tráfico de opio y heroína. En consecuencia, el país solo recibe un 5% de la ganancia generada por ese ilícito y, lo peor, narcotiza a sus vecinos: 5 millones de adictos en Pakistán, 3 millones en Irán, 1 millón en el oeste de China, etc.
El país asiático se acerca a una efeméride trágica. En diciembre de 1979 inició la intervención y ocupación soviética para combatir a los mujaidines que amenazaban, con ayuda del bloque occidental, derribar al régimen comunista impuesto mediante un golpe de Estado en 1978, tras doscientos años de monarquía que finalizaron en 1973 también con otro golpe. Esos guerreros de la yihad, tras la salida rampante de las tropas de Moscú en 1989, bien pronto dieron la espalda a sus patrocinadores (léase los Estados Unidos y sus aliados) y empezaron a batallar entre sí. Para 1992 el gobierno comunista de Kabul, tras tres años de combatir en soledad sin sus aliados rusos, se rindió y comenzaron las luchas entre las facciones islamistas por las migajas del poder. En pocas palabras, a partir de 1992 Afganistán devino un pandemonio. El país se resquebrajó en cinco entidades autónomas y hubo que esperar hasta 1996 para que una facción poderosa, la de los talibán, emprendiera entre una mezcla de violencia sanguinaria y paradójica negociación, la progresiva unificación y conquista del centro del poder afgano, Kabul. Para 1998 eran los amos indiscutidos del país, pero no aceptados por todos. En efecto, los grupos no pashtunes (es decir, de ascendencia turca más cercanos a las ex repúblicas soviéticas vecinas septentrionales) se concentraron militarmente en el norte y resistieron con ayuda de Rusia, India e Irán, temerosos de que el “terror talibán” se adueñara de las vidas de sus ciudadanos. Todas las libertades civiles fueron cercenadas por estos fanáticos islamistas. La mujer fue la peor víctima. Se le negó hasta salir del hogar.

Se dice que los Estados Unidos, ausentes desde la retirada soviética de 1989, no volvieron a aparecer sino hasta 2001, con la excusa de la salvaguarda de la democracia y la lucha contra el terrorismo, tras sufrir en carne propia el peor ataque interno de su historia, el denominado 11-S. Sin embargo, antes de 2001 proveyeron apoyo a los talibán y el consorcio terrorista Al Qaeda hasta que la lógica económica no dio más. Simplemente, los talibán no fueron funcionales a los planes económicos norteamericanos. Entonces hubo que generar una excusa contra ellos para intervenir (a pocos días tras los atentados en USA), y así Afganistán se convirtió en el pantano que es hoy. Los talibán resisten a la coalición de la OTAN férreamente. Si la guerra civil de la década de 1980 cobró la vida de más de un millón de afganos, esta nueva fase del conflicto todavía no cierra su funesto obituario. Se habla de “afganización” de la guerra, esto es, simplemente, la conciencia de que Estados Unidos y sus socios de la OTAN están entrampados en un callejón sin salida y lo mejor es efectuar la retirada cuanto antes. 1989 y 2014, la distancia de 35 años que marca el fracaso otrora soviético (el “Vietnam de los rusos”), hoy la experiencia fallida norteamericana, y que los afganos, como siempre, queden librados a su propia suerte.

Del otro lado está Malí, un país también pobre y de una geografía complicada, mayormente desértico que guarda una similitud con el de oriente. Hoy oficia de privilegiado lugar de paso (no el único) del grueso de la cocaína que, procedente de Hispanoamérica, llega a Europa. A diferencia del país centroasiático, no tuvo una historia tan trágica una vez independizado en 1960. Al contrario, se lo consideró adalid de la democracia en África, o al menos desde 1992. Como sea, sin embargo, todo ello cambió a partir del 22 de marzo de 2012. A apenas poco más de un año del golpe militar que derrocó al democráticamente electo Ahmed Toumani Touré, con el pretexto de que el gobierno no hacía frente a la insurrección del revuelto norte iniciada en enero, allí los grupos agitadores, una alianza de tuaregs y fanáticos radicales islámicos, se alzó con el poder y creó su propio (si se puede sostener) Estado, aunque no duraría mucho ya que los primeros harían el suyo propio en junio, colisionando con esos fanáticos y resultando vencidos los nómades del desierto. Como sea, África, una vez más, evidenció una intentona separatista. Al mejor estilo talibán, el nuevo gobierno rebelde comenzó a aplicar la más estricta observación de la sharia, o ley islámica. El terror se estableció y las noticias estremecedoras en las ciudades más grandes (Kao, Kidal) se multiplicaron. Lapidaciones, prohibición de la música, destrucción de monumentos históricos, ejecuciones sumarias, etc. estuvieron a la orden del día.

Durante todo 2012 la comunidad internacional y los organismos multilaterales africanos discutieron la necesidad de emprender una intervención para salvaguardar al incipiente gobierno democrático de Bamako y recuperar el control del norte del país, asolado por el rigorismo islámico y la instalación de grupos satélites de la red al-Qaeda. El temor fue que el norte del país diera lugar a una nueva plataforma del terrorismo internacional. El miedo no era injustificado. En efecto, muchos de los islamistas que combatieron y batallan hoy día en Malí se abastecen con armas del arsenal que un día perteneciera al ex dictador de Libia, Muammar Gaddafi, derrocado en 2011. La caída de ese régimen favoreció la radicalización de todo el norte africano. Por su parte, Francia lideró los esfuerzos por pacificar la región y sumado a la operación Misión Internacional de Apoyo a Malí (Misma, su sigla), comenzó el combate sin tregua a los islamistas, que se adelantó de septiembre a enero dada la gravedad de los atropellos denunciados. No fue fácil, puesto que una vez comenzada la “Operación Serval” (la intervención francesa) el 11 de enero de 2013, la primera reacción de los rebeldes fue la de tomar una planta de gas ubicada en el sur de la vecina Argelia que terminó en tragedia, con al menos 40 rehenes de diversas nacionalidades entre los fallecidos.
¿Cuál es la importancia de Malí como para que al gobierno francés le interesara destinar casi € 3 millones diarios en un territorio inhóspito, a partir de enero de 2013? Hollande, a quien la intervención le sentó como anillo al dedo, sostuvo insistidamente en que su nación no tenía intención económica en su ex colonia. Pero, detrás del ropaje de la protección de los Derechos Humanos, la libertad y la democracia, se esconde otra clase de intereses. En este sentido, comparte características con la operación “Libertad Duradera” lanzada en octubre de 2001 por el presidente George Bush en Afganistán, bajo el pretexto de combatir al terrorismo internacional. Idéntica pregunta formulada: ¿qué sentido tenía para el gobierno norteamericano interesarse por una tierra montañosa y más bien pobre? La respuesta se enfila hacia el mismo camino. El interés geoestratégico define ambas intervenciones, y también económico. Para el caso afgano, resulta una interesante llave estratégica para hacerse con el control de las reservas de hidrocarburos de Asia Central y la zona del Caspio, las terceras más grandes del planeta y que con tiempo pudieran suplir a las clásicas de Oriente Medio. En el norte de Afganistán, por su parte, yacen reservas de gas y varios minerales aunque no en la cuantía presente en las ex Repúblicas soviéticas que en algún momento formaron el Turkestán. Respecto a Malí, el oro es explotado por varios consorcios extranjeros pero no por Francia, si bien París tiene un interés en dominar la vecina Níger, país pobre humanamente hablando, pero rico en reservas de uranio. Este apreciado recurso es vital para mover sus 58 centrales nucleares. Allí fue a controlarlo.
Nótese el nombre de la operación francesa. El serval es un pequeño felino del Sahel que gusta marcar su territorio fuertemente con la orina. Una idea de conquista, cierto. “Serval” avanza, pero con ello por más que no lo haya declarado el presidente francés, también progresa el interés económico galo en la nación africana. Además, el país europeo debe “marcar” su territorio y reforzar en la memoria que fue la otrora potencia colonial dominante de la región. Entonces, Serval no es un nombre utilizado al azar. Por su parte, los galos de algún modo “afganizaron” la guerra y delegaron la mayor parte del esfuerzo bélico en los chadianos de la Misma, por su parte quiene más bajas bélicas sufrieron. Cinco soldados franceses caídos frente a decenas de chadianos, marca la comparación, por ejemplo.

Frente a quienes pronosticaron una larga estancia de las tropas francesas en Malí, la realidad mostró otra conformación. Por empezar, los dos líderes más importantes de los islamistas, tras rumores y confirmación definitiva, cayeron abatidos a manos de la coalición internacional. Finalmente, en apenas dos meses los islamistas se replegaron a zonas montañosas donde emprenden prácticas de la guerra de guerrillas como modo de resistencia encarnizada, pero no un combate abierto. Es decir, una vez más frente al temor de la “afganización” del conflicto, Malí no se convierte en un nuevo Afganistán de África, aunque la ayuda humanitaria requiere ser más que urgente. La situación está bajo control, Francia asegura la protección de la “civilización”, y por qué no también, el cuidado de sus intereses estratégicos y económicos. París cumplió en Malí, de Washington no se puede decir lo mismo sobre su rol en el país asiático, puesto que allí ya alza la bandera blanca y se retirará definitivamente el año próximo. No quiere perpetuar más el “Vietnam” que para los soviéticos implicó la ocupación y guerra civil de la década de 1980.

Autor

  • Historiador y escritor argentino. Profesor y licenciado por la Universidad de Buenos Aires. Africanista, su línea de investigación son las temáticas afro en el Río de la Plata e historia de África central.

    Interesado en los conflictos mundiales contemporáneos. Magíster en Diversidad Cultural con especialización en estudios afroamericanos por la Universidad Nacional Tres de Febrero (UNTREF).

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