e llama Andrew y no, no es guiri; es inmigrante negro. El 4 de septiembre no tuvo la citación en la comisaría, sino la tirada de orejas para recordarle ciertos asuntos jurídicos: cáncer terminal con un plazo de dos meses en territorius hispanus. El jodido nigeriano no para de sonreír y sujetándome la mano y llevándomela a su corazón me dice susurrando: one love. ¡No lo aguanto!
¿Sabes brother? –Le digo mientras claudico y me siento con él en la puerta de un supermercado de productos cosméticos– Tenemos que buscar una solución. Y con gesto serio y la mirada perdida en los autobuses que vomitan turistas en el centro de Madrid, se recoloca su gorra bien apretada mientras me dice en modo transilium: todo va a salir bien. En ese instante, la sensación que tengo es como si me hubieran destilado en un alambique y licuado en una calle cualquiera; como si me hubiera roto en mil millones de partículas racionales y floreciera, acto seguido, de mi propia fragilidad.
El pasado 1 de septiembre, fecha en negro para la posteridad, la Seguridad Social abandonaba el adjetivo que mejor la definía para ser, claramente, otra cosa. España establecía en 1978 el derecho a la protección de la salud ciudadana y en 1986 la arquitectura del Sistema Nacional de Salud (SNS) ampliaba la cobertura sanitaria para casi toda la población.
Por aquel entonces, el sector privado como farmacéuticas, aseguradoras y partidos conservadores ya doraban la píldora a los informes de instituciones internacionales como el Banco Mundial y corrían a desprestigiar y debilitar al sector público. Ese goteo ha perdurado hasta hoy y su máxima expresión es el Real Decreto Ley (RDL 16/2012, 20 de abril) firmado por el PP y cuya entrada en vigor tuvo lugar a principios de este mes.
Reducir la sanidad pública a su mínimo común denominador, a su núcleo básico, tiene un análisis triste: suponiendo que la clase media decidiera apostar por abandonar lo público (debido a su grado de deficiencia y precariedad) y apostar por una sanidad de pago, privada, el sistema actual de salud ‘para todos’ quedaría relegado a los más pobres.
Pero volvamos a Andrew. Su caso es grave porque le obligan a picar boleto si no quiere que lo deporten y se une a la lista, según el Gobierno, de 910.000 inmigrantes en situación irregular que se quedaron sin tarjeta sanitaria el pasado sábado. A partir de ahora, tienen que pagar si quieren ser atendidos además de costearse los medicamentos. ¿Qué ocurrirá si no tienen dinero para hacerlo? Además, con la nueva ley estar empadronado no es requisito suficiente, hace falta haber cotizado. Así que la siguiente reflexión camina por el supuesto de que puede que haya inmigrantes documentados pero sin la tarjeta sanitaria porque no han cotizado. ¿Qué ocurre con estas personas?
El artículo que publicaba el 16 de agosto en El País Joan Benach (1), ofrece un análisis esclarecedor de la situación a la que nos enfrentamos; lectura necesaria. Aunque expertos de la Organización Mundial de la Salud, alertaban en marzo del 2010 de que la no atención sanitaria a inmigrantes puede deteriorar la salud de la población (2), la opinión de los técnicos, y es tónica general y cansada, pasa a difuminarse ante las tentadoras cifras que embolsará la empresa privada. No es una cita novedosa ni demasiado avispada pero va cogiendo tono muscular: este otoño será caliente.
Seguimos en la brecha, Andrew, sí, pero con la autoestima reforzada con temperamentos como el tuyo. Nos vemos en la calle.
(1) http://elpais.com/elpais/2012/07/06/opinion/1341595001_910539.html
(2) http://www.lavozdegalicia.es/sociedad/2010/03/04/0003_8331626.htm
Publicado en: Sevilla Actualidad
Original en : Sebastian Ruiz. periodismo, cine, África