Llevo ya algo más de dos semanas entre Uganda y la República Democrática del Congo y una de las cosas que me han llegado más adentro son los casos de corrupción dentro de la Iglesia con los que he tenido ver, algunos de los cuales he sentido muy de cerca. Creo que nuestros lectores saben bien que desde que empezamos este blog en 2006 mi compañero y yo (En Clave de Äfrica) tenemos, de entrada, una actitud de gran afecto hacia la Iglesia africana, en la que nosotros mismos estamos involucrados y sobre la que pensamos que tiene mucho que enseñar a la Iglesia de nuestro país de origen, pero los hechos son los hechos y no se puede pasar por alto lo que representa la cara mas desagradable de la Iglesia por estas latitudes. Se lo explicamos.
En la Iglesia en África, como en todas partes, se encuentra uno con personas muy comprometidas y con un enorme espíritu de sacrificio y dedicación, ya sean sacerdotes, obispos, religiosas o laicos. Pero se dan al menos tres circunstancias que pueden favorecer bastante la aparición de algunos caraduras con sotana que, aunque sean una minoría, hacen mucho daño: en primer lugar, en el contexto cultural africano las personas consagradas suelen gozar de un enorme respeto entre la gente, mucho más que en la secularizada Europa (basta ver, como muestra, la enorme pompa con que se celebran en África las ordenaciones sacerdotales, dando la señal de que el nuevo cura tiene la categoría de jefe).
En segundo lugar, a muchas instituciones de la Iglesia en África suelen llegar cantidades nada despreciables de dinero, procedentes de donantes diversos que confían en que parroquias, oficinas diocesanas y congregaciones religiosas son las instituciones más apropiadas para canalizar esos fondos para beneficio de las personas más pobres. Pues bien, uno se encuentra de vez en cuando por estas latitudes con curas, monjas y hasta algún obispo que, aprovechándose del respeto del que gozan y del acceso que tienen a sustanciosas cuentas bancarias desvían los fondos para sus propios intereses. Y, en tercer lugar, es una pena que en una buena parte de los seminarios africanos la formación se afronte con una gran superficialidad sin entrar a fondo en la personalidad y motivación de los candidatos, favoreciendo la aparición de caracteres hipócritas que saben pasar de un año a otro sin mayores problemas.
Como resultado de estas causas, se encuentra uno –por ejemplo- con un párroco ugandés que después de recoger de sus feligreses y de asociaciones de ayuda a la Iglesia necesitada el equivalente a varios miles de euros durante más de un año para supuestamente construir una iglesia nueva, empieza a desaparecer de su parroquia casi toda la semana sin dar explicaciones a nadie, hasta que un día alguien comenta – más bien en voz baja – que el reverendo padre esta levantando un edificio de varias plantas en otra ciudad del país y que la propiedad está puesta a nombre de una elegante señora en cuya compañía se ve a dicho cura muy a menudo. O salta a la luz el caso de un religioso director de una escuela en la que los profesores llevan tres meses sin recibir sus salarios mientras el señor – devoto sin duda de San Pascual Bailón – se pasa los fines de semana de discoteca en discoteca, y aun tiene la caradura de decir que llega de madrugada a la comunidad porque ha estado de vigilia con los neocatecumenales, por ejemplo. Casos así terminan por agotar la paciencia de agencias de ayuda a la Iglesia en África o de Oenegés que cuando reciben los informes financieros -si es que alguna vez se los envían- se dan cuenta de que faltan por justificar miles de euros y que cada vez que piden explicaciones se encuentran con la callada por respuesta o con promesas de subsanaciones que nunca tienen lugar.
Como ha ocurrido en países europeos o norteamericanos con los casos de pederastia en la Iglesia, no se trata de que estos casos de corrupción en África sean una minoría o una mayoría. Seguramente no llegarán al uno por ciento de los miembros del clero. El gran problema es la falta de acción de quienes tienen autoridad para frenar estos abusos, ya sean obispos o superiores provinciales. Esta «ley del silencio» puede darse por tres razones : porque el superior en cuestión, sea del mismo clan que el sacerdote corrupto y entonces le sale la vena solidaria familiar y se calla para protegerle; o bien porque el superior tenga miedo de posibles represalias, o incluso porque puede que el mismo obispo haya hecho alguna trastada financiera –o haya estado metido en líos de faldas- en años pretéritos y al ser la cosa conocida se encuentre el mismo sin autoridad moral para llamar la atención a quien no se porta de forma correcta.
En modo alguno pretendo desanimar a quien quiera apoyar las muchas y muy loables iniciativas pastorales y sociales de la Iglesia en África, pero si que será sabio informarse bien antes y saber que terreno estamos pisando antes de ser victimas de desilusiones que pueden pasar una factura muy elevada si no andamos con la suficiente prudencia.
Original En Clave de África