Camino del desierto, viniendo desde Marrakech hay que atravesar el Alto Atlas, la cordillera que cruza el país, con sus cumbres nevadas que llegan a tener más de 4000 m de altitud, con una parada en el puerto de Tizi-N’Tichka, que está a 2000 m para descansar un poco del mareo de la curvas.
Al adentrarte en estas serpenteantes carreteras de montaña, descubres un Marruecos rural, predominantemente agrícola. Pequeños pueblos se suceden, y es común encontrarse pequeñas cooperativas que elaboran aceite de argán y en las orillas de la carretera puestos donde se vende bisutería bereber y fósiles.
Esta zona del Alto Atlas hasta el desierto es el paraíso de geólogos o arqueólogos por la cantidad de fósiles y restos prehistóricos que tiene.
A los márgenes de la ruta es muy frecuente ver mujeres con la espalda doblada, cargando con haces de leña que triplican su tamaño. También hombres montados en su burro, con la carga llena que probablemente van a vender al pueblo vecino, o niños con mochilas camino del colegio y personas haciendo autostop sentadas en una piedra. A lo largo del camino nos vamos cruzando con mujeres huidizas que se esconden tras los pañuelos y con ropajes casi siempre negros, un hombre guiando un rebaño de cabras o cinco chavales en bicicleta. Hablando con un chico marroquí que hace con frecuencia esta ruta me comentó que están arreglando la carretera, que es de la época de cuando llegaron los franceses y que en los últimos años Marruecos está invirtiendo bastante en infraestructuras. La verdad es que aunque muchos tramos están aún en obras, debería ser bastante peligrosa por la pinta que tienen las zonas sin arreglar.
Una vez cruzado el Atlas, comienza una extensión inmensa de desierto, árido y seco. Las rocas de color rojizo o naranja, forman figuras rotundas, con gargantas profundas por donde pasan ríos que se nutren de la nieve de las montañas. En los valles, las palmeras forman una tupida red verde y húmeda, como pequeñas manchas que contrasta con la aridez de alrededor.
En esta zona son muy frecuentes un tipo de edificaciones llamadas kasbahs, fortalezas de barro que forman un ksar, poblados amurallados. Uno de los más conocidos es el de Aït Ben Addou, que ha sido el escenario de numerosas películas.
Aunque es considerado desde hace 30 años patrimonio de la humanidad por la Unesco, las kasbahs de Aït Ben Addou están bastante deterioradas, y el poblado casi deshabitado, vive del turismo y del cine. Los habitantes de las kasbahs se han ido trasladando a la otra orilla del río, donde disponen de agua y electricidad.
Yassim es un joven de 26 años que trabaja allí como guía, chapurrea bastante bien español, inglés, italiano y francés (cuenta que lo aprendió con los que venían a hacer las películas) y se gana la vida con los turistas o de hacer de figurante en alguna gran producción que se ruede allí. Vive con su familia al otro lado del río, en la parte moderna. A pesar de que hay bastante trasiego de turistas se lamenta de la dejadez de los políticos y del Gobierno, dice que allí no llega ninguna ayuda oficial.
Un poco más adelante están las escarpadas paredes rojizas de la garganta del río Dades, y un poco más, la del río Tudra. Ouzarzate, con sus estudios de cine, y el Valle de las Rosas, donde se celebra un festival dedicado a esta flor. Lo cierto es que en invierno no se ven rosas por ninguna parte, pero en todos los comercios se podían encontrar diferentes productos hechos con este ingrediente. Los kilómetros van sucediéndose por rectas interminables, dejando al fondo las cumbres nevadas y dirigiéndonos al desierto. La Hamada, ese desierto de pedruscos y matorrales secos con alguna bolsa de basura que el viento ha enredado en las ramas.
Pozos excavados en el suelo o poblados de cuatro casas donde invariablemente asoma el minarete de la mezquita, pintado en tonos color salmón o blanco. Kilómetros de carreteras y finalmente, a lo lejos, se empiezan a intuir las dunas de Erg Chebbi, Merzouga.
De la nada, surgen enormes dunas de arena, que con los rayos del sol tienen una tonalidad entre dorado y naranja brillante.
Dromedarios paciendo tranquilamente en su parte más baja, un par de coches y un edificio en tonos terrosos que resulta ser un albergue, donde se puede dormir y desde donde salen diferentes rutas. A partir de allí, nos encaminamos hacia el interior de las dunas en dromedario, andando pausadamente pero de manera continua. Los dromedarios (los que tienen una sola joroba), son uno de los animales más representativos de esta zona, pueden vivir unos 20-25 años, y es asombrosa la fuerza que pueden cargar sobre sus espaldas. Sirven para llevar la carga, de medio de transporte o para alimento, aunque es un plato reservado sobre todo para las grandes ceremonias u ocasiones especiales, no sé si por el tamaño o la complejidad para prepararlo.
En las dunas, la tranquilidad solo se rompe por las voces de la gente que forma el grupo. La arena es tan dorada que parece de mentira, y los pies se hunden al intentar subir a una duna, haciendo muy fatigoso el camino de ascenso, aunque luego puedes bajar revolcándote o incluso dejándote deslizar en una tabla de snowboard. El sol se oculta y la temperatura cae de golpe.
Creo que jamás he visto tantas estrellas, y curiosamente en esta zona, aunque es hemisferio norte, se puede ver la constelación de la Cruz del Sur, que siempre me ha parecido lejana y exótica. El desierto es té, música bereber, estrellas, arena y silencio. Dormir en una jaima en el saco con toda la ropa puesta y bajo 3 mantas, y a la mañana siguiente madrugar para ver amanecer, viendo el sol salir por las dunas, casi en la frontera con Argelia. Comienza un nuevo día.
Original en : Soplalebeche