Hablar de Namibia y sus soledades resulta placentero; volviéndose reconfortante hacerlo bajo el amparo de algún libro; y una vez recorridas las desgastadas y resecas páginas de Sheltering Desert o la Dama de Duwisiv, hace que mi recuerdo se traslade a la cruda narración del novelista sudafricano André Brink. Escojo, y no por casualidad, uno de sus títulos para calzar el tercer pilar del taburete de este plateau que me ha dado por llamar Cuadernos de Namibia. Escrita inicialmente en afrikaans bajo el título Anderkant die Stilte, y traducida al inglés como The other side of silence. El otro lado del silencio es una escritura austera y refinada, cuya pluma es sospechosa de algún episodio de vidas pasadas ante la crudeza de lo relatado. Katja era una de esas chicas de fortuna alemanas que con poco más que su desesperación…y un bebe dado en adopción en un lúgubre orfanato, se embarcó rumbo a la entonces necesitada de futuras esposas Africa del Sudoeste Alemana. La densidad de sus páginas es un claroscuro de situaciones donde los abusos, el dolor y la humillación, vienen dadas bajo el cargado aliento de los mineros de Lüderitz. Brink alivia la angustia con el intenso azul del cielo africano, y unas puestas que nunca terminan de apagarse. Fragua de la esperanza de la desdichada Amanda, ¿o era Katja? Lean el libro y comprenderán la desesperación del clamor por un vientre abandonado.
En esta tercera y en principio última entrega de Cuadernos de Namibia, les propongo recorrer el centro norte de tan rojiza como milenaria tierra. Volar de Europa a Namibia es aterrizar en Windhoek. Capital y centro administrativo del país. Alemanes y afrikáners la conocen como Windhoek; Ai-gans u Otjomuise para namas y hereros respectivamente; pero para todos ellos es el padre de todas las encrucijadas. La localidad ha ido creciendo como un reguero de casas bajas a lo largo y ancho de una manta flanqueada por suaves colinas. La arquitectura tradicional namibia podría ser o bien chozas, o picudas iglesias luteranas herencia de la colonización germana. La ciudad tiene un aire fresco; de construcciones discretas pero elegantes; e intensas pinceladas de un pasado curioso. Como no podía ser de otra forma destaca el tan afilado como imponente templo de Christuskirche; siempre custodiado bajo la celosa mirada [en forma de escultura] de un alteroso jinete alemán. Lección de generosidad histórica e humana que diariamente ofrece el pueblo namibio ante el despiadado recuerdo, que significó el trato del que fue objeto a manos de la administración colonial alemana; considerando tales símbolos como parte del patrimonio nacional bajo un mismo color, y no como una desvirtuación revanchista de un pasado cruel. La iglesia compensa la tristeza de su edificación hermana en Lüderitz. Una fachada escarlata que con cada puesta, proyecta un pecaminoso abanico de transparencias carmesí sobre la castidad del panal de ladrillos que la viste. Windhoek no quiere ser menos alemana que Lüderitz o Swakop, razón por la que también tiene su pasado en forma de la Kaiser Street; posteriormente rebautizada como Avenida de la Independencia. Unos conservan la avenida, y otros un jinete de la Schutztruppe. La arteria recoge alguna de sus señas de identidad bajo una galería de frontones de época que evocan un pasado germano; aceras donde florecen las pastelerías que anuncian el mejor appelstrudel; donde no pocos Mercedes y Volkswagen con pegatinas de NAM o D en el maletero delatan un corazón dividido; o disfrutar de la mejor Oktoberfest del continente africano, donde camareras rubias sirven a pares espumeantes jarras de cerveza. Hasta 1998 buena parte de los precios estaban tanto en marcos como en rands. En cualesquiera de sus dos versiones: bien la local, o la de ese poderoso caballero del África austral que es el “chelín” sudafricano. A día de hoy, un nuevo invitado de ojos rasgados y vestido con pantalones de tergal hace notar cada vez más su discreta presencia; desplazando poco a poco a los omnipresentes empresarios rubios cuyos intereses cotizan en la bolsa de Jo`burg. Razón por la que la ciudad está hermanada con la lejana – en todas sus acepciones – Shanghái.
La ruta del sur es una erección a modo de interminable carretera de más de trescientos kilómetros hasta Mariental vía Rehoboth; y forzando la vista sobre el pedregal, asoman otras ciento y muchas millas hasta el cruce de Keetmanshoop. Una carretera que parece perseguir el horizonte. Interminable vía flanqueada a naciente por ese vacío arenoso y matriz del mundo que es el Kalahari. A poniente de la carretera, nos encontramos con un mar de dunas que se ahoga o emerge [según como se mire] de entre las nieblas matutinas del desierto costero del Namib. El Kalahari es la tierra de los abuelos del mundo y de una etnia de la que todos descendemos: los bosquimanos o bushmen; algunos de los últimos hombres libres que pisan la faz de la tierra… Los bosquimanos, en buena medida aún viven aislados del mundo. Se trata de un pueblo sin caries físicas ni mentales. De una nación descalza cuya alma nace en los pies; nexo de energía inseparable de la madre que los sustenta, que no es otra que un suelo rojo a modo de prolongación de fluido vital. Pueblo que fue cazado y perseguido como alimañas por los granjeros afrikáners y alemanes hasta bien entrado el siglo XX; no obstante, los blancos aprendieron de ellos el avatar de que el hombre nace dos veces. El segundo alumbramiento sólo llega cuando los niños han sentido el mundo bajo sus pies sin esos groseros intermediarios que son los zapatos; razón por la que los bosquimanos y algunos africanos dicen que los europeos no hemos terminado de nacer; haciéndome recordar los hermosos niños de Charles y Erika jugando descalzos en las dunas del vecindario fantasma de Kolmannskuppe. Es curioso como la lengua afrikaans, antaño icono de la opresión blanca, a día de hoy ha dulcificado sus reverberantes erres y se ha tornado en un curioso puente para acceder al mundo bushmen. Y es que hallar un blanco capaz de manejar la lengua de los clics y los chasquidos es realmente complejo; razón por lo que estos últimos han aprendido el afrikaans y un dulce inglés al oído blanco.
Recorrer el norte del país es subirse al diabólico invento del señor H.G. Wells y trasladarse a la Edad de Bronce pero con cerveza y relojes digitales. Namibia, siempre surrealista. El spot de Spitzkoppe, es un animal de piedra tumbado al sol cuyas encumbradas almas de granito violentan la suave planicie del paisaje. Una interrupción de un erial que muerto en apariencia llora vida bajo la escasa y valiosa lluvia. Páramo, donde el estoicismo bajo la luz es un sufrido endemismo que sólo se alivia bajo el suave ronroneo de un viento; azote que algún día acabará con los aires de grandeza de tal edificación devolviéndola al raso del que brota. La ruta B1 conduce hacia las tierras del norte; directamente al paraíso natural que es el Parque Nacional de Etosha. El largo paseo atraviesa las típicas travesías namibias; donde una gasolinera y tiendas que venden de todo flanquean una ancha calle, que pronto se vuelve a convertir en la carretera que deambula hacia un horizonte al que nunca parece llegar. Las poblaciones del norte, casos de Otjiwango, Okahandja, Grootfontein o Tsumeb, tienen en común más allá de lo descrito, que la huella colonial alemana se va diluyendo; cementerios donde las lápidas con inscripciones germánicas son menos; siendo sustituidas por la llamativa presencia de las mujeres ovambo y sus coloridas vestimentas; iglesias con aún cierto aroma luterano en forma de gorros de brujas, pero de inconfundible corte modernista; afrikáners barbudos y siempre en bermudas caqui; vehículos todoterreno en cada esquina; o el mayor meteorito del mundo: una masa de hierro de 65 toneladas que allí sigue después de casi cien mil años. Etosha es una extensión de 28.000 kilómetros cuadrados de lodazales y pozas, que reúne uno de los mejores muestrarios de la fauna africana que se pueden ver. Antílopes, elefantes, jirafas, leones, leopardos, cheetahs [guepardos], con suerte algún tímido rinoceronte, marismas que aglomeran un ballet rosa compuesto por más de cien mil danzarines zancudos que ejecutan una cuidada coreografía, y hasta turistas que se aúnan en un espacio protegido repleto de lodges, donde alojarse y disfrutar del Africa que todos decimos ver a la hora de la siesta. Una cuidada oferta turística para atraer visitantes que deseen un servicio rústico, pero a la vez cuidado y personalizado. Elásticos y panorámicos anocheceres en una casa de piedra en lo alto de una loma; o en una cabaña de madera instalada en una acacia; donde cenar bajo la Cruz del Sur con unas velas puede convertirse en una velada inolvidable; despertándose en plena sabana a escasos metros de algún aún soñoliento gato grande. Namibia sabe explotar su turismo; huyendo de las aglomeraciones y las brusquedades visuales en forma de hoteles faraónicos. Se estila el lodge; el romanticismo en el más delicado estilo Memorias de África; el silencio; la buena mesa; los tonos difuminados; el fuego domado; la importancia del detalle; la exclusividad; el aroma de crepúsculos anaranjados; en resumidas cuentas, un mercado destinado a clientes que deseen esa compleja mezcla entre las sensaciones africanas; lo suave; lo sencillo pero distintivo; fuego, maderas, y rocas; con el aliciente de estar en un entorno salvaje con un altísimo grado de seguridad que no resta un ápice a la sensación de soledad. No obstante, para aquellos que deseen aventuras de verdad, Namibia les ofrece miles de kilómetros de carreteras de grava; donde es muy probable que te sucedan cosas más allá de tragar polvo.
La otra cara de este atractivo escenario es la posibilidad de entrar en contacto con los himba. Pueblo seminomada conocido por el tono rojizo de su piel debido al menjunje de manteca, arcillas e hierbas, con el que se recubren la dermis para protegerla del intenso sol en los largos días de verano. Aquí, en España, y para mi disgusto, mostrados por alguna cadena de televisión chabacana, sensacionalista y zafia, como unos “animalejos” domados y paseados por nuestra culturilla de extrarradios y sobremesa. La sociedad himba está regida por un líder espiritual. Figura al que se le debe de pedir permiso previo a establecer contacto con cualquier miembro de la comunidad. El gobierno namibio intenta proteger el estilo de vida de los himba, ya que la creciente exposición a los visitantes del “exterior” está introduciendo elementos extraños en su día a día en forma de cigarrillos, dulces que han hecho aparecer problemas dentales antaño desconocidos en los niños, y sobre todo el brote del alcoholismo y la mendicidad en los adultos. Factores de riesgo que ponen en jaque la delicada burbuja de una etnia cada vez más expuesta a factores exógenos. La otra gran acuarela namibia se halla en la Franja de Caprivi. Angosto apéndice tropical que para nada tiene que ver con la habitual y reseca postal que de ella tenemos. El origen de tan curiosa propina al territorio nacional descansa en las negociaciones de la Administración colonial alemana con el Imperio británico, con objeto de dar al territorio un acceso a las fuentes del río Zambeze. La estrecha franja está plagada de lagunas, y aéreas inundadas procedentes del Okavango y el Zambeze, que hacen de la zona un vergel donde la vida animal campa a sus anchas; con el inconveniente frente al resto de la Namibia árida que es una zona de alto riesgo de malaria.
Namibia es una mina en el más amplio de sus sentidos. De caminatas por su interior recuerdo rocas con alguna incrustación curiosa. Incluso los geólogos alemanes Henno y Martin en Sheltering Desert, narran con frecuencia la accesible geología y mineralogía del territorio. La explotación abierta de Rössing es el tercer yacimiento mundial de uranio; y la costa comprendida entre la hermética ciudad diamantífera de Oranjemund y las desoladas playas de Costa Esqueletos, está repleta de aéreas restringidas que son explotadas por corporaciones ligadas al emporio De Beers. Multinacional que monopoliza la extracción y el tráfico de diamantes de origen “limpio”. Razón por la que el territorio está erizado de un bosquecillo de señales que advierten a los conductores “despistados”, que en caso de avería pronto serán atendidos, y que se abstengan de curiosear por los alrededores bajo riesgo de tropezar con un brillante. La corriente de Benguela es un flujo de aguas frías y ricas en nutrientes que discurre en sentido norte a lo largo de las costas de Namibia. Río oceánico que ha convertido sus caladeros en algunos de los más productivos en especies comerciales; siendo las pesquerías de Lüderitz o Walvis Bay sede de numerosas empresas españolas del sector alimenticio.
Mi primera Namibia fue la ciudad de Walvis; segunda patria para muchos marineros galegos que allí gastan sus dineros en tugurios de dudoso honor. Protectorado británico en sus orígenes, pasó a manos sudafricanas con la llegada de la Primera Guerra Mundial; pero yendo más allá, poco hay que contar de su bahía repleta de bajíos, lobos marinos, pelicanos, y hoy en día cementerio de la flota pesquera de aquel artefacto que se hacía llamar Unión Soviética. Muy posiblemente fueron los navegantes lusos los primeros hombres blancos que vieron las playas namibias. El primer inquilino europeo fue el padrão que Diogo Cão levantó en 1486 ante la atónita mirada de chacales y leones marinos; posteriormente, Bartolomeu Dias debió divisar la bahía de Walvis una mañana del 8 de diciembre de 1487 en el transcurso de la descoberta atlántica de Portugal; para con posterioridad desembarcar más al sur en el cabo que hoy en día le hace honor como Diaz Point en Lüderitz; donde el frio, la niebla y el viento, no debieron de convencerle en demasía para no erigir nada más que el habitual padrão. Austera y habitual toma de posesión con la que Portugal iba “edificando” la costa atlántica africana según iba descubriendo nuevas tierras. Y de ahí, de nuevo silencio hasta la llegada de los ingleses en el siglo XIX; con objeto de frenar la más que efectiva “tirada de tejos” de Alemania al territorio que con posterioridad pasaría a ocupar hasta 1914. Con el final de la Primera Gran Guerra, la Sociedad de Naciones confió toda el África del Sudoeste a la Unión Sudafricana; viendo esta última con especial apetito el estratégico enclave de Walvis como único puerto factible en la traicionera costa del territorio. Un paseo por las anchas y espaciosas calles de la ciudad nos revela que si su vecina Swakopmund exhuma historia, Walvis esconde un urbanismo planificado entorno a un espíritu militar. Y nada más lejos de lo citado como que la plaza fue el más importante centro logístico, que el ejército sudafricano tuvo durante los años en los que se vio implicado en la guerra contra el SWAPO (movimiento para la independencia de Namibia), las guerrillas marxistas angoleñas y, ya en su última etapa, los miles de cubanos que Fidel entregó a otra loca causa del socialismo Made in La Habana en su acepción africana. Walvis reúne poco o nada que ver más allá de una sucesión de casas prefabricadas; espectaculares chalets herencia del generoso catastro que el Apartheid entregó a los culos pálidos; vías de tren que se cruzan en una versión mecanizada de Nazca; empeorándose la situación con el advenimiento de la tarde bajo un ventarrón de arena que te impide caminar y hará que te despiertes con conjuntivitis. Las ciudades de Namibia se acuestan pronto. A las seis de la tarde sus calles son un desierto por el que apresuradamente sólo circulan camionetas rumbo a casa; un solitario Golf I de la policía, Volkswagen Chico en su versión sudafricana; estibadores negros de vuelta a su lúgubre suburbio de Kuisebmond; y marineros chinos, filipinos, o gallegos, vistiendo sus mejores “galas” rumbo a un indescriptible lupanar que la flota española denomina “La Plaza de Toros” o la Corte de Jabba the Hutt, según como lo quieran ver. “Selecto” establecimiento donde se dedican a enamorar con una jauría de descuidadas y muy poco agraciadas cortesanas locales. Algo así como Fragel Rock Land en palabras de mi amigo Mel. Flirteos que acaban a la gresca cuando las airosas y provocativas angoleñas irrumpen en el local; esbeltas podencas de piernas infinitas que atraídas por el olor de la colonia La Toja y los cuartos españoles, despectivamente miran a sus chatas rivales de barra; y poco más ofrecen los atardeceres en Walvis. La otra opción [más aburrida] es ir a los bares de los blancos; y es que aquella terrible idea, afortunadamente ya vintage, que se hacía denominar Apartheid, aún pervive de consuetudinario en buena parte del África austral. Antes de irnos de Walvis y a vista de gaviota, se me antoja citar que la ciudad quizás es uno de los más clarificantes ejemplos de la obra de ingeniería social que todo núcleo urbano administrado por Sudáfrica reunía. La concepción del Apartheid se vertebraba entorno a la pertenencia a uno de los tres grupos raciales establecidos. Se podía ser blanco, coloured, o negro; residiendo en función del color en una zona urbana u otra especialmente diseñada y, pensada para dar cabida a los requerimientos de cada estrato social. La amplitud y limpieza de Walvis ya se imaginan para quien fue construida; los coloureds fueron a parar a Narraville y sus viviendas en serie; mientras que los negros fueron hacinados en el Township de Kuisebmond. Arrabal que en 1998 aún reunía calles sin asfaltar y, algunas zonas carentes de alumbrado público.
A poco más de una treintena de kilómetros hacia el norte está la histórica población de Swakopmund. Famosa por su colorida arquitectura alemana de principios del siglo XX; por ser la capital turística de Namibia; por sus tristemente recordadas playas sólo abiertas para el turismo alemán; y al parecer, por haber sido el discreto y dorado retiro de algún criminal de guerra nazi. La localidad es la antítesis de Walvis. Aquí no campan los desordenes nocturnos que su vecina ciudad portuaria ha hecho florecer. Swakop tiene restaurantes; un precioso casino de época; casas museo; gran cantidad de jubilados alemanes paseando bajo sus largos atardeceres; solamente coincidiendo con Walvis en la limpieza de sus calles [imagino que el viento echa una mano]; y no terminando de estar seguro si también reúne barrios de otros colores más allá del que sus cromáticas fachadas lucen. La salida de la ciudad es la entrada al vasto espacio costero que conduce hasta el parque nacional de Costa Esqueletos. Un desolado y solitario paraje cuyas playas son el cementerio de un raudal de naufragios. Dejar Swakop por el retrovisor en un inicio significa internarse en una carretera de asfalto, que poco a poco y en el mejor de los casos irá mutando hacia una pista de grava y sal compactada. Casi quinientos kilómetros nos separan de Möwe Bay; donde no esperen mayor recibimiento que más arena, y unas casas prefabricadas que alojan algún funcionario rotativo. De ahí hacia el norte sólo hay dos vías. La que las marcas de otros vehículos hayan dejado, o la increíble aventura de usar la marea baja como improvisada carretera para recorrer los casi doscientos cincuenta kilómetros que restan hasta la desembocadura del Cunene; intermitente curso fluvial que hace de frontera natural con Angola. Al norte de Swakop hay algunas poblaciones estables. Caso de la localidad estival de Hentiesbaai y su original campo de golf con greens de arena; o la estrambótica y de nuevo surrealista estampa del asentamiento de Wlotzkasbaken. Curiosa urbanización de casas multicolores. Jocosamente bautizada por algunos afrikáners como un “estado” independiente dentro de Namibia; por la obsesión con vivir aislado que tienen sus reservados habitantes; y ya les digo, que si un afrikáner se queja de que alguien es reservado, se pueden imaginar la magnitud del comentario.
Entre Henties Bay y Möwe “sólo” hay una playa infinita. Una cárcel abierta bajo un cielo pintado a la acuarela cuyos barrotes son las fuertes corrientes y un desierto costero, que con frecuencia se despierta envuelto en un albornoz de espesas nieblas que mil naufragios se han tragado. Un telón tejido de la interacción entre las aguas frías y las masas de aire caliente del interior; colonias de leones marinos que se turnan para que los chacales no se den un festín a base de sus crías; alguna cebra u oryx fuera de hábitat; una fantástica estampa digna de la mejor ilusión de Lewis Carrol, ante la posibilidad de ver algún león de los que tienen patas y no aletas buscando algo que comer en la misma playa; por no hablar de esos animales de hierro; diabólico parto del hombre cuyo costillar de acero languidece bajo la incesante lima de la arena, la sal, y el viento en playas olvidadas. Un cementerio de titanes que fueron seducidos por una traicionera niebla para la navegación. Osario que recoge las tumbas de antaño ilustres navíos. Caso del Dunedin Star (1942), o la aún dramática estampa del Eduard Bohlen (1909). Espectacular fósil escorado que un siglo después y sobre un mar de dunas a más de quinientos metros de su medio natural, de costado agoniza y vigila las rompientes que una vez su panza hicieron embarrancar; como si para reírse de los humanos, allí un dios lo hubiese querido depositar. ¿Recuerdan el Cotopaxi de Encuentros en la Tercera Fase? El pecio del Dunedin Star fue especialmente trágico. El barco colisionó con el fondo debido a la mala cartografía de la costa de Namibia; tomando su capitán la decisión, ante la imposibilidad de controlar la vía de agua, de embarrancar la nave en la costa arenosa. Su llamada de socorro fue recibida [a más de trescientas millas al sur] por la estación costera de Walvis Bay; quedando buena parte de los náufragos que ganaron la orilla atrapados por una franja de desierto costero de entre cincuenta y ciento cincuenta kilómetros de ancho. Una prisión que hizo la aventura de alcanzar alguna localidad del interior una empresa suicida. Un calvario de caminatas de casi un mes bajo mínimos les permitió llegar a Windhoek; siempre escoltados por la fiel guarda de los chacales a la espera del desfallecimiento de alguno de ellos. Otros supervivientes serian más afortunados al ser rescatados por los buques que acudieron al SOS; pero aquellos que ganaron la playa superando las violentas rompientes, sólo pudieron ser aprovisionados por aire; iniciando una odisea similar, distinta en temperatura, a la de los accidentados de los Andes. Ambos vivieron. Náufragos de la mar desterrados a otro océano: esta vez de dunas. Namibia, siempre surrealista.
A una hora de Hentiesbaai está Cape Cross. Antaño aislada explotación de guano de la que hoy sólo quedan ruinas, y los habituales raíles namibios que conducen a otro tiempo. La atracción del lugar descansa sobre una gran colonia de otarios que es el deleite de los turistas. Comunidad que de paso alimenta a los chacales y nutre alguna peletería de Swakopmund. Cape Cross no puede definirse como una localidad; si no como un puesto administrativo de carretera donde es posible alojarse en un acogedor lodge; solicitar permisos para seguir hacia el norte; y comprar minerales a algún minero de fortuna que a pie de carretera ofrece fruta fresca del subsuelo namibio. El asfalto se quedó ya muy atrás; deambulando por una carretera compactada de grava y sal repleta de badenes y desagradables efectos ópticos, que demandan una conducción cuidadosa y siempre en horario diurno; a pesar de que alguna irresponsable señal de tráfico establezca un loco límite de velocidad a 100 kilómetros a la hora…sobre salmuera. Apurando otros doscientos kilómetros llegamos a Terrace Bay. El más septentrional de los campings públicos de Costa Esqueletos. Escala donde es posible alquilar un bungaló. De igual forma hay un restaurante, una tienda, y una pista para las avionetas que efectúan vuelos escénicos sobre la franja costera del desierto. El asentamiento es cita de partida hacia el norte para los aficionados al angling. Deporte nacional de Namibia después del rugby, que no es otra cosa si no pescar desde la orilla con poderosas cañas el tiburón cobre o copper shark. Ejercicio de fuerza y paciencia que puede representar horas de “tira y afloja”. El angling del escualo es tan popular que el gobierno ha regulado la pesca para proteger la especie; permitiendo solamente la captura del bronzy bajo el condicionante de considerarla como una actividad recreativa; donde los ejemplares una vez fotografiados y pesados son devueltos al océano. La ruta del norte en sus dos versiones, bien la costera hacia Möwe Bay, que es donde agoniza la autopista de sal y finaliza el paseo iniciado ya a más de cuatrocientos kilómetros en Swakop; o la otra opción representada por las carreteras del interior a través de Etosha y el país himba hacia los pasos oficiales para entrar en Angola, suponen internarse en mundos que comparten la soledad bajo un cielo infinito; y seguramente cruzarnos con los restos oxidados de algún engendro mecánico. Herencia de un pasado en el que alguien removió la tierra para buscar piedras preciosas. Caso del sitio de Toscanini. Lugar que es “vivo” ejemplo de otra de las especialidades namibias: lugares cuyo único patrimonio es un páramo reseco bajo una señal que le da nombre; siendo su censo la arena, el viento, y la máquina que una vez la zarandeo en busca de fortuna. Vacíos donde es posible ver uno de los fósiles vivientes más impresionantes que la evolución puede ofrecer: la welwitschia. Animal botánico que está constantemente renaciendo de una muerte a la que nunca llega en términos humanos; ya que presenta un periodo vital de hasta dos mil años como mudo testigo de la nada. Asistimos a un ejercicio de supervivencia donde apenas unas gotas hidratan las estrías de la tierra. En este mundo de adaptación y supervivencia hasta las piedras parecen tener alma. Incluso las dunas bajo el canto del soplo nocturno ofrecen un ronroneo. Partitura de un barco de arena que decidió parar el reloj en un mar naranja. Namibia se mueve despacio; ralentizando el compás interno del viajero que por sus vacios decide aventurarse. Sus gentes son tan llanas y sencillas como lo es su paisaje. Bushmen e himbas mantienen fuertes lazos con el otro lado; y la fe luterana está profundamente instaurada en la población con independencia de sus colores. Resulta curioso como con la caída de la noche un paseo por el dial de la frecuencia modulada ofrecía lecturas de la Biblia en afrikaans; alguna tertulia religiosa; e incluso un predicador que recitaba el Antiguo Testamento. Herencia viva del pensamiento puritano que aquellos primeros y rudos granjeros transportaron en sus carromatos bajo el kraal de la castidad; empeñándose en bautizar y vestir la desinhibida, infantil, y sana desnudez de los nativos con el ropaje del prejuicio que sólo en sus obtusas mentes anidaba.
Afortunadamente ando carente de certeza alguna; posiblemente, porque el corazón no me deja a la hora de afirmar si esta tercera entrega será la que dé carpetazo a esa necesidad que en forma de “Cuadernos de Namibia” afloró. Me seduce la idea de quedarme con hambre de contar cosas; dejar la puerta del alma entornada para que las arenas del Namib se sigan colando en mi habitación; y que ese anhelo de describir tales paisajes sea la carretera que machaconamente anuncio que a ninguna parte conduce. Sea como sea, uno es animal de costumbres; poniendo punto, uno cualquiera, a esta tercera entrega con la habitual anécdota que despida el paladar bajo el sabor de la sonrisa.
Pajarito llegó a Sudáfrica en plena dictadura española. ¿Cómo y por qué? poco importa. Uno más de la diáspora que a muchos españoles exilió. Todo aquel desgraciado que ha navegado como marino mercante; y solamente cuando la situación ya es irreversible, se percata de que si su objetivo era ganar mucho dinero en los barcos, tal vez debió estudiar para torero; ya que sólo se forra la parte del negocio marítimo que siempre está en tierra. Razón por la que Pajarito –entre otras cosas – concesionaba buques en Ciudad del Cabo y Durban. Además de mantener intacto y en el mejor estilo Pajares el pabellón del macho ibérico entre las elegantes y rubias señoras sudafricanas. Un galán de barco y gemelos que con sus impecables trajes grises se presentaba en las cámaras de los capitanes; ofreciéndoles bunker y la mejor provisión que los mayoristas de la alimentación sudafricana podían brindar a unos precios sin competencia. Pajarito debió vivir años de vino y rosas; donde los europeos eran recibidos con las manos abiertas por un gobierno que ansiaba engordar el censo de blancos residentes en el país. Los afrikáners no distan mucho de los alemanes, holandeses, o nórdicos; siendo los españoles a sus ojos unos personajes alegres; amantes de la buena vida a costillar ajeno; dicharacheros; y unos pícaros seductores bajo el análisis femenino. En resumidas cuentas, unos apasionados Don Juanes de sangre caliente que menos cualquier otra cosa no pasarían desapercibidos en ningún local. Atributos que son un buen aval para triunfar en las corruptelas portuarias; y de paso granjearse un sinfín de enemigos entre aquellos que a las ocho de la tarde y ordenadamente ya duermen sus vidas. Imagino a Pajarito en algún refinado local de la golden mile de Durban; poniéndose ciego con los finos caldos de El Cabo; fumando puros; y seduciendo señoras a las que debió envenenar el oído con su quijotesca verborrea. Vomitona de Varón Dandy a la par que lucía sus dotes como el rancio bailarín que todos imaginamos. ¡Rancio! es la palabra que vino a mi mente; cuando dando voces entró por la cámara de oficiales del buque frigorífico “Sierra Aracena”. Entró con las manos vacías; saliendo con dos bolsas repletas de ibéricos, jamón, un queso de Valdepeñas, botellas de Albariño, un cartón de Winston, y un buen fajo de rands tras haber cerrado el suministro a un precio mucho más alto de lo que seguramente él pagará al mayorista. Comisiones para todos se leía en el feliz rostro del “viejo” [capitán del buque en el argot náutico]. Al instante Pajarito se convirtió en mi ídolo. Y yo, que tras años de carrera me creía el Rey León con mi flamante uniforme caqui en el mejor pose Gary Grant en “Destino Tokyo”… Pero como anuncia el dicho, el clavo que sobresale siempre recibe el doble de martillazos; y algo debió de salir mal; cosa que por otra parte era la respuesta más lógica para explicar el destierro de Pajarito en Walvis Bay. Puerto gestionado por el gobierno sudafricano hasta la independencia de Namibia. Esquina olvidada donde eran destinados los últimos funcionarios de la lista; conjuntamente con los delegados de las empresas que no tenían cupo en Sudáfrica. Una especie de destino de segunda categoría. Discreto refugio de aquellos que – caso de Pajarito- buscaban un nuevo comienzo donde todo estaba por hacer. No se equivoquen, a nuestro amigo no lo llevó a Walvis una mala gestión comercial; de eso andaba sobrado. Las faldas; las faldas fueron la causa de su “traslado”; y lógicamente la amenaza de muchos maridos cabreados, que no iban a vacilar a la hora de pagar un puñado de rands a unos de negros para que lo mandasen al otro barrio. Total, ¿a las tantas quien se iba a extrañar del apuñalamiento de un blanco amante de la vida nocturna en un arrabal negro? Así fue como este buen señor se convirtió en un habitual de los muelles de Walvis; monopolizando las escalas de la flota frigorífica y pesquera española en los ricos caladeros namibios. Walvis es extensa; pero minúscula respecto al tiempo que los chismes tardan en cruzar sus largas avenidas. Razón por la que las correrías nocturnas eran lujos muy poco recomendables después de su precipitada huida de Durban. Éxodo que había que vender al conservador público blanco que cada noche se daba cita en el restaurante Crazy Mamas; aduciendo razones comerciales que no por tratarse un mujeriego irrecuperable. Recuerdo que nuestro amigo siempre se despedía aludiendo que tenía que hacer “algo” en el Township de Narraville. La planificación cuasi militar de la plaza de Walvis Bay; la inexistencia de la vida nocturna al menos al nivel de lo que podían ofrecer las cosmopolitas Ciudad del Cabo o Durban; y con ello la ausencia de señoras enjoyadas y perfumadas a las que embelesar, obligaron a Pajarito a oscurecer sus gustos más por oferta que por gusto. Las mechas rubias se convirtieron en una mata ensortijada; las chanclas desplazaron a los tacones; convirtiéndose los tejados de uralita en el nuevo techo de sus amoríos. Decía [entre risas] algún capitán no menos rancio que él, que tenía una rémora de mulatillos tan feos como su padre deambulando por las callejuelas de Narraville. No sé qué sería de Pajarito. Desde que le vi me recordó el estereotipado atardecer del sueño blanco en Africa: el triste ocaso de un alba glorioso. Después de casi dos meses deje Walvis bajo el adiós una tarde fresca y ventosa. A lo lejos, el liliputiense metro y medio de Pajarito saludaba desde su Nissan gris; supongo que rumbo a Narraville y sus señoras.