Un viaje, mascarilla en mano, por Etiopía, Ghana y Centroáfrica
África tiene 54 países y la incidencia y respuesta del COVID-19 ha sido distinta en cada uno de ellos. Durante los últimos días he pasado por Etiopía y Ghana en el viaje que me ha llevado de vuelta a la República Centroafricana. Con los pocos medios que tienen, en muchos casos han tomado medidas que han contenido la pandemia de forma bastante razonable, aunque aún está por ver qué ocurrirá de aquí a pocas semanas
Más vueltas que el baúl de la Piquer. No encuentro mejor expresión para describir mi reciente viaje de vuelta a Bangui después de tres meses y pico de quedarme atascado en España, donde había ido de vacaciones en marzo. Tras un apresurado intercambio de correos el pasado 15 de junio, finalmente recibí un billete Madrid-Addis Abeba, vía Fráncfort, para el 17. Tras las despedidas familiares, llego a la estación de tren de Alicante a las 5,30 de la mañana para coger el AVE que sale a las seis. Los pasajeros somos pocos, y menos aún (apenas cinco) los que llegamos en el Cercanías al aeropuerto de Madrid-Barajas, donde solo está abierta la T-4 y hay que enseñar el billete de avión a un policía antes de acceder.
Atrás quedaron los días de la fase 3 española, preludio de la “nueva normalidad” -trabajo, transporte público, paseos, playa, bares y reencuentros con amigos- tras unas semanas de vértigo. Empiezo ahora un viaje que me hace pasar por tres países de África que han respondido a la pandemia de forma desigual. Lo primero que me llama la atención en Barajas es que solo hay 15 vuelos para el día de hoy, uno de ellos el mío, con la Lufthansa. Recorro enormes pasillos casi vacíos con tiendas cerradas. Me encuentro con el mismo panorama en Fráncfort, donde tardo una hora en llegar a mi puerta de embarque perdido por inmensos corredores solitarios dignos de una película de terror. Hablo con mi hijo y bromeo diciéndole que es imposible encontrar una triste salchicha en este emblemático lugar.
El avión de Ethiopian Airways es un enorme Dreamliner -con unos 300 asientos- que apenas lleva 20 pasajeros. Volamos durante la noche y llegamos a las cinco y media de la mañana.
Repaso cifras: en el momento de dejar España, los datos oficiales hablaban de cerca de 300.000 casos de contagio por COVID-19 y 28.000 muertos. En Alemania han tenido 190.000 casos, con 8.900 muertes. Tengo curiosidad por saber cómo han capeado el temporal en un país como Etiopia, de 110 millones de habitantes, donde el día que llego solo se contabilizan 3.900 casos acumulados y 65 muertes. Los controles en el aeropuerto de Addis Abeba son rigurosos y no dejan ningún detalle sin comprobar. Tras mostrar mi reserva de hotel, mi justificación de viaje y pasar por los protocolos sanitarios, entro en un autobús que, bajo escolta policial, nos lleva a los viajeros a uno de los dos hoteles aprobados por el gobierno para albergar a todo el que llega al país en avión.
Al entrar en la habitación me advierten que está prohibido salir, y me fijo en que hay un policía con un rifle en el pasillo, me imagino que por si a alguien se le olvida. En el trayecto, y desde la ventana de la habitación, he visto a mucha gente a pie, todos con mascarilla, tráfico y tiendas abiertas, dando una sensación de una cierta normalidad. Me cuenta un etíope, también funcionario de la ONU, que he conocido en la recepción, que cuando estallo la pandemia el mismo -que viajó desde Chad, donde trabaja- tuvo que hacer 14 días de cuarentena obligatoria en el mismo hotel antes de ir apenas cuatro calles más abajo para volver con su familia. Según me dice, ahora te dispensan del trance si muestras un resultado negativo del test realizado, como mucho, tres días antes. Mi nuevo conocido está orgulloso de cómo ha gestionado la crisis su país y destaca que la clave ha estado en la reacción rápida, medidas muy estrictas y un gran sentido de la disciplina por parte de la población.
A mediodía viene a verme un médico, que en la puerta me toma la temperatura y la apunta en mi ficha. Por la tarde, encargo un plato de arroz con verduras que me dejan fuera, y paso varias horas trabajando hasta la noche y hablando con mi familia por WhatsApp.
Al día siguiente volamos de Addis Ababa a Accra. Estuve aquí en el 2001, en una terminal diminuta, y me impresiona ver el nuevo aeropuerto, que no tiene nada que envidiar a ningún otro de cualquier capital europea. Ghana es un país extremadamente acogedor y eficiente, donde saben combinar la seguridad más estricta con la amabilidad más exquisita, y eso lo notas en el aeropuerto, donde reina un ambiente de limpieza y organización. Tras pasar los controles de rigor, nos hacen sentarnos en un enorme hall de llegada de los equipajes en sillas separadas por dos metros. Nada de aglomeraciones. He llegado el 19 de junio, y en esa fecha el país lleva 12.000 casos y 70 muertes. De camino al hotel, de nuevo en un autobús escoltado por la policía, se ve una gran actividad de construcción y comercio. Se ven mucha gente con tenderetes en las aceras, todos ellos con mascarillas, y observo que la gente se esfuerza por guardar el distanciamiento social. Paso una noche en el hotel, donde apenas en 15 horas de estancia me han tomado la temperatura tres veces. Aquí se puede salir de la habitación y tomar una cerveza en el bar o dar un paseo por el jardín. En todas partes hay gel de desinfección de manos y el uso de la mascarilla es obligatorio.
Llega la última etapa del vuelo, en la mañana del día 20. En el avión que nos lleva a Bangui vamos 40 personas, todo personal humanitario y de agencias de Naciones Unidas. Llegamos a las tres de la tarde y nos hacen dirigirnos a una gran tienda de campaña, donde dos médicos nos pasan consulta, uno por uno, y toman notas. Yo entrego mi certificado de haber pasado el test en España. Me lo dan por válido y me indican que siga al control de pasaporte. Los que no lo tienen les hacen la prueba allí mismo. Después, me dirijo a la casa donde acabo de empezar un periodo obligatorio de tres semanas de confinamiento.
Al atravesar Bangui, me fijo en que casi ninguno de los viandantes lleva mascarilla, a pesar de que el gobierno la declaró obligatoria hace una semana. Tal vez una de las razones sea que su precio (unos 4.000 francos, que equivalen a cinco euros) es prohibitivo en un país considerado el más pobre del mundo, donde la mayoría de la gente apenas vive con dos dólares al día. En los bares, chiringuitos y mercados que observo desde el coche, nadie parece observar el distanciamiento social. He llegado el 20 de junio y, a día de hoy, el país cuenta con 2.686 casos declarados -desde que se detectó el primero el 14 de marzo- con 420 personas recuperadas y 19 fallecidas. Según una rueda de prensa del Ministerio de Sanidad celebrada esta mañana, las autoridades sanitarias, que han realizado ya unos 20.000 tests, cuentan con una capacidad hospitalaria de cerca de 400 camas para atender a paciente de coronavirus. La poca gente con la que he podido hablar desde que he llegado me dice que la covid-19 es ahora la principal preocupación de los centroafricanos. Sin embargo, el comportamiento cotidiano no parece corresponderse mucho con este sentimiento y la gente parece comportarse como si la enfermedad no existiera. Pero de esto les hablare con más detalle en el próximo blog.
Original en: En clave de África