Recuerdo una escena de mi Jaén natal: una vecina mía, muy joven por cierto, había muerto víctima de un cáncer galopante y en su entierro se había reunido un gentío tal que al cura oficiante (que a ojos vistas comenzaba ya a chochear) no se le ocurrió otra cosa que exclamar “nunca he visto esta iglesia así de llena, así que hoy me voy a explayar”… y por Dios que lo hizo. Obviando la pena de ese joven viudo que había perdido a su mujer en una hora tan temprana, obviando la presencia de tantas personas que esperaban una palabra de consuelo o de sabiduría… el clérigo comenzó a despotricar, sacando de su armario todos los temas habidos y por haber. Con sólo decir que en medio de la homilía presuntamente funeraria habló de los preservativos y de Felipe González (presidente en aquel tiempo) lo digo todo.
Desbarró desahogándose o se desahogó desbarrando, tanto da… el caso es que comprensiblemente provocó la ira y el monumental cabreo de esa familia que se sentía ninguneada en su sufrimiento, con ese celebrante centrado solamente en la ocasión única que se le presentaba pero completamente insensible al dolor y al pesar de los allí presentes. Me contaron que si no hubiera sido por la serenidad de aquel viudo, que calmó los ánimos de los más exaltados, aquel cura se habría ido a la cama bastante caliente y posiblemente con algunas contusiones importantes.
Quién me iba a decir a mí que ya de mayor me iba a tocar a mí presenciar escenas muy parecidas y en este caso el perpetrador no es ningún representante del clero, sino personas prominentes que atienden los funerales de quien saben que es popular y donde habrá auditorios amplios donde la charla le saldrá gratis (y además le darán de comer). Aquí se muere una persona, la familia organiza el funeral, monta unas tiendas para los que atenderán y una comisión ad hoc organiza el orden del día. Habrá oraciones, obviamente, pero también discursos del jefe local y de algunos representantes de la sociedad. En cuanto aparecen estos jerifaltes, se les mete en el programa… y se explayan. Les da igual que esté ahí un muerto o ciento de cuerpo presente… a ellos les da igual porque van a su bola, hablan de todo, hacen campaña política, ponen a parir a los contrincantes, echan sus mensajes proselitistas y critican todas las cosas que no les gusta, desde la indecente moda de llevar minifalda a la música de la gente joven… un gazpacho de temas y de estilos que nada tienen con la ocasión que ha congregado a la gente.
Es curioso que en Uganda, por ejemplo, al representante político o social más importante que aparece por el funeral se le llama el “main mourner”, es decir el afligido principal (aunque no le toque nada al finado). Ni que decir tiene que casi me caí de espaldas de puro pasmo la primera vez que oí esta expresión.
Estas infames prácticas suceden a todos los niveles sociales y lo peor es que no hay nadie (ni siquiera obispos, ojo) que tengan las agallas de parar los pies a los politicachos y los peces gordos de turno que gorronean tales ocasiones para tener una visibilidad que a mi parecer no se merecen. Me resulta muy llamativo que para otras cosas haya un respeto casi reverencial a los muertos y como consecuencia se respeten los funerales mucho más que las fiestas “de guardar” (la semana pasada tuve una empleada que no vino a trabajar en todo el día porque literalmente “había muerto el hijo de mi casero”… y a costa del pobre muerto que no tenía nada que ver con ella, la chica se sopló una jornada de trabajo), mientras que por otro lado la presencia de un cadáver y de una familia que ha sufrido una pérdida así casi se convierte en algo anecdótico y superfluo… Estas son algunas de las contradicciones a las que, después de tantos años, sigo sin acostumbrarme.
Original en En Clave de África