Detrás de la arribada de un cayuco a nuestras playas se esconde un sinfín de dramas personales germinados todos en un punto común: la desesperación por lograr una vida mejor. Las políticas de la Union Europea para evitar la inmigración irregular por vía marítima tienen la credibilidad de una meretriz que jura ser virgen. Hace años ya que Europa perdió su identidad y decencia tornándose en un asilo de viejos agrios que, con las horas contadas, irá a peor bajo una bomba de relojería social; tiempo al tiempo. Un arrabal moral cuya política de inmigración va poco más allá de sobornar a los dirigentes de Mauritania, Marruecos o Senegal, para que eviten la salida de barquillas cargadas de huidos rumbo al sur de Italia, Almería o Canarias. Después tenemos un polvorín a escasas horas de Sicilia del que no se quiere hablar. La OTAN desestabilizó Libia y convirtió la ex provincia romana en un santuario para las mafias de la inmigración, que también son las del tráfico de armas y drogas que igualmente son las facciones islamistas que subsisten gracias al apoyo financiero de Arabia Saudí y sus sultanatos vecinos. Estados financiadores del integrismo islámico que atenta hoy en Barcelona y mañana en París; así que ya saben a dónde va parte del dinero de los billetes de algunas compañías con las que muchos vuelan.
¿Pero cómo se llega a poner los dos pies dentro de este ataúd flotante cuya aventura rara vez gana buen puerto? Se lo explicaré de primera mano bajo una ficción que no lo es tanto y sé de lo que hablo. A Ibrahim le contaron que nació en 1999 y se declara ya como adulto para poder trabajar. Cuestión irrelevante en Niamey, capital de Níger. Un estado frágil y sin medios que ocupa buena parte del Sahel en el corazón del Sahara y que es clave en la ruta del tráfico de personas cuyos afluentes humanos llegan de aún más al sur. Mientras vaga de aquí para ya buscándose la vida, remienda alpargatas o reparte lo que sea ahorrando para pagar los cuatro mil dólares que le pide un contacto por subirse a la trasera de una camioneta Toyota que, sobrecargada, cruzará la primera etapa hacia las aún lejanas playas de Libia a más de dos mil kilómetros hacia el norte. Un cayuco de la arena que circula por pistas discretas y realiza paradas para esconder su cargamento de carne que poco a poco va perdiendo peso y dignidad por el hacinamiento, la sed y el hambre. Tan pronto se subió, le quitaron su documentación y la quemaron; el chofer registra las caras y las entrega al siguiente contacto, que le espera en unas coordenadas secretas a más de quinientos kilómetros de Niamey en el Níger más profundo y anónimo donde el vacío del desierto es el único testigo del tráfico de almas.
Griteríos, un baile de linternas y zarandeos, revelan a Ibrahim y sus compañeros de viaje al infierno que acaban de entrar en Libia. Tierra sin ley más allá que la del kalashnikov y el dinero en metálico. Allí, sus compañeras de viaje son violadas y vejadas por sus guardianes y, posiblemente, él también será forzado para terminar de destruir su dignidad y que sea una simple mercancía dócil de manejar. Si están embarazadas, perderán sus vientres y muchas, producto de los abusos, saldrán de allí en cinta o morirán de hemorragias e infecciones. Sus cuerpos, simplemente se arrojan a la cuneta donde son alimento de perros famélicos y aves de rapiña. La ausencia de estado en Libia, más allá del contrabando aceptado y la cepa local de aquellos viejos señores de la guerra africana como autoridad local, dan marco “legal” a cualquier tipo de abuso. Ibrahim ya es un zombi. Tiritante y hambriento, se aplaude con los hombros en su famélica delgadez pues lleva tres días con una pelota de arroz aguado. Su destino es un edificio abandonado en algún suburbio de alguna localidad costera libia donde se hacina con cientos de desgraciados llegados de media Africa a la espera de que lo vengan a buscar para subirlo en algo que flote con lo que quizás llegue a Lampedusa y lo asista la Guardia Costiera italiana. Una espera donde el maltrato físico y las violaciones son la antesala de una apuesta en la que las cartas de morir ahogado son mayoría. La historia de Ibrahim dista de ser ficción pues aquellos que han sobrevivido al cruce del mediterráneo, así les relatarán sus meses de mano en mano de los nuevos tratantes de la carne hasta que finalmente son embarcados en un cascaron rumbo a un centro de internamiento en España o Italia. Ibrahim sueña con ver la silueta naranja o blanca del salvamento marítimo, pero también sabe que hay un ataúd con la inscripción varón anónimo que le espera en un almacén.
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