Cómo se gestó el odio hacia los musulmanes en Centroáfrica, por José Carlos Rodríguez Soto

11/02/2014 | Bitácora africana

Layama es imam de la mezquita de su barrio, llamado Seydou, en Bangui. Lo conozco desde el año pasado, cuando en su sector organizamos varios encuentros de paz entre .cristianos y musulmanes, y siempre me dio la impresión de ser un hombre optimista y conciliador con quien daba gusto trabajar. La última vez que lo vi, hace pocos días, había cambiado por completo. Grupos de violentos han destruido su mezquita y han atacado las viviendas de los musulmanes de su barrio. A él mismo lo amenazaron en su casa con una granada y sólo calmó a los violentos cuando les dejó robarle lo que quisieron. “Tengo miedo de salir a la calle y que me maten, mi cara me delata”, me contó preocupado.

Layama es uno de los pocos musulmanes que quedan en Bangui. Durante las tres últimas semanas se calcula que cerca de 80.000 seguidores del Islam han huido de la República Centroafricana, la mayor parte de ellos a Chad y algo menos a Camerún. Por todas partes las milicias anti-balaka –y muchas veces civiles sedientos de venganza- les buscan para matarlos. Hay barrios enteros de la capital donde desde hace años había colonias nutridas de musulmanes en los que ya no queda ni uno de sus miembros. Muchos de ellos son inmigrantes de países como Chad, Camerún, Senegal o Sudán. Otros son hijos de inmigrantes de estos y otros lugares que no han conocido otra nación excepto Centroáfrica, y muchos otros son centroafricanos, sobre todo de etnias del Norte como Runga y Gula a los que durante los últimos meses les han colgado la etiqueta de “extranjeros” y “enemigos”. Oriundos del país o no, cuando llegan a países vecinos no tienen a donde ir y sólo les aguarda un rincón árido de un campo de refugiados para malvivir y en la mayoría de los casos llorar a algún ser querido al que han perdido durante las últimas semanas.

Una de las frases que he escuchado hasta la saciedad durante los últimos meses es ésta: “En Centroáfrica siempre habíamos vivido en paz cristianos y musulmanes sin ningún problema”. Aunque es verdad que en general la sangre no ha llegado al río, afirmar –sin embargo- que nunca ha habido problemas entre los seguidores de ambas religiones en este país tiene bastante de exageración. En sociedades en conflicto suele ser bastante normal idealizar el pasado, y Centroáfrica no es ninguna excepción. El odio masivo hacia los musulmanes tiene una larga historia de “conflicto durmiente” o “latente”, con episodios puntuales de estallidos de violencia que dejaba ya entrever que lo que ocurre ahora no era, ni mucho menos, una posibilidad remota. Recuerdo una ocasión en que visité Centroáfrica en 1989, y una de las cosas que me llamaron la atención entonces era la insistencia –rayana en la obsesión- con que mucha gente evocaba un supuesto plan de “islamización” del país y el miedo –con mezcla de envidia- al musulmán que llegaba de Chad o de Camerún, compraba un terreno, montaba su tienda y en pocos años prosperaba a la sombra de su negocio. Muchos de ellos, conscientes de lo mal que les miraban sus vecinos, empezaron a adquirir armas –primero cuchillos y más tarde fusiles- para defenderse “por si acaso”, y esto sólo provocó que la gente tuviera aún más reticencias hacia ellos.

Viví en Obo –una remota ciudad a 1.200 kilómetros al Este de Bangui- durante los últimos ocho meses de 2012 y doy fe de que cada vez que desaparecía alguna persona todos echaban la culpa a los musulmanes. “Seguro que han sido ellos. Hacen sacrificios humanos, como les manda el Corán”, era la excusa más socorrida. En julio de 2011 desaparecieron dos niños en el barrio del Kilómetro Cinco de Bangui, y un comerciante chadiano que fue acusado de haberles matado fue lapidado en la calle. A este incidente siguieron cinco días de violencias en los que se incendiaron varias mezquitas. Nunca en ningún otro país he sentido tanto la necesidad de una educación religiosa en la tolerancia que enseñe a las personas, desde sus años más jóvenes, a respetar y apreciar la diferencia de los otros. Estamos, sin embargo, en una sociedad a años luz del pluralismo, y lo que cuenta –sobre todo en momentos de crisis- es la fuerza de quien se impone dadas las circunstancias.

En este caldo de cultivo favorable al conflicto, en diciembre de 2012 empieza la rebelión de la Seleka. Este grupo lo formaron cuatro milicias rebeldes del Norte del país, una zona de mayoría musulmana tradicionalmente marginada por el gobierno donde muchos de sus habitantes, durante años, no tuvieron más remedio que enviar a sus hijos a Chad si querían que fueran a la escuela. De allí volvían hablando árabe. A la Seleka se unieron pronto miles de mercenarios chadianos y sudaneses (de Darfur). Cuando tomaron el poder por la fuerza, a finales de marzo de 2013, cometieron toda clase de atropellos contra los no-musulmanes: atracos, asesinatos, secuestros, violaciones, matrimonios forzados de menores, y se ocuparon con particular saña de saquear y atacar a iglesias cristianas, tanto protestantes como católicas. Hizo falta poco tiempo para que la gente empezara a rumiar el odio contra la Seleka, y por extensión contra todos los musulmanes, a muchos de los cuales les veían a diario socializar con los nuevos amos de Centroáfrica, entre otras cosas porque muchos de la Seleka sólo hablaban árabe.

En septiembre de 2013 empezó la resistencia armada contra la Seleka en localidades del Noroeste del país. Las milicias anti-balaka, que empezaron siendo grupos de campesinos con armas tradicionales que atacaron a destacamentos de la Seleka pronto se convirtieron en nutridas bandas que cada vez usaban más armas modernas y a los que lo mismo les daba tender una emboscada a un vehículo militar que atacar un poblado musulmán y quemar sus casas con todos los miembros de las familias dentro. En diciembre llegaron a Bangui y el odio y las venganzas llegaron al paroxismo. Cuando, finalmente, el líder de la Seleka y presidente del país Michel Djotodia, dimitió el 10 de enero bajo una fortísima presión internacional, la Seleka no tuvo más remedio que irse de Bangui. Pero al mismo tiempo que su marcha fue un alivio enorme para la sufrida población, sirvió también de señal para levantar la veda en la caza al musulmán. Los pocos que quedan en la capital, como mi amigo Layama, se enfrentan a la incertidumbre diaria de no saber si será mejor aguantar a que pase la tormenta – si es que alguna vez llega a escampar- o huir a un país vecino sin nada.

Original en : En Clave de África

Autor

  • (Madrid, 1960). Ex-Sacerdote Misionero Comboniano. Es licenciado en Teología (Kampala, Uganda) y en Periodismo (Universidad Complutense).

    Ha trabajado en Uganda de 1984 a 1987 y desde 1991, todos estos 17 años, los ha pasado en Acholiland (norte de Uganda), siempre en tiempo de guerra. Ha participado activamente en conversaciones de mediación con las guerrillas del norte de Uganda y en comisiones de Justicia y Paz. Actualmente trabaja para caritas

    Entre sus cargos periodísticos columnista de la publicación semanal Ugandan Observer , director de la revista Leadership, trabajó en la ONGD Red Deporte y Cooperación

    Actualmente escribe en el blog "En clave de África" y trabaja para Nciones Unidas en la República Centroafricana

Más artículos de Rodríguez Soto, José Carlos