Acabo de volver de un viaje por Uganda que me ha llevado a lugares donde viví hace no mucho tiempo. Uno de ellos es Kitgum, una pequeña localidad a unos 50 kilómetros de la frontera con Sudán donde funciona un hospital misionero que hace pocos días celebró su 50 aniversario. En aquella misión trabajé nueve años durante un periodo muy duro de guerra en el que había emboscadas, ataques con muertos y secuestros de niños a diario. Me ha alegrado enormemente encontrarme con este lugar en paz y con sus habitantes de regreso a sus aldeas. Atrás queda la pesadilla de vivir en campos de desplazados, aunque para la gran mayoría de la gente la pobreza sigue siendo su inseparable compañera.
El hospital de San José, en la misión católica de Kitgum, dio cobijo a miles de personas durante los difíciles años del conflicto. Su personal estuvo desbordado por tanta necesidad durante muchos años y médicos y enfermeros/as vivieron en tensión permanente soportando amenazas de ataques rebeldes y trabajando por encima de sus posibilidades. Hoy muchas cosas han cambiado para bien. Su personal atiende un promedio de 250 consultas externas diarias y se opera a unas 30 personas cada semana. Además, gracias a los medicamentos anti-retrovirales se ha pasado de tener cuatro defunciones al día por causa del SIDA a tener apenas tres a la semana. Aquí, como en muchas partes de África, no hay medicinas para todos. El hospital sigue a unos 2.500 pacientes infectados de VIH, de los cuales sólo 1.300 recibe el tratamiento que alarga la vida.
Me alegré de viajar con siete personas pertenecientes a una fundación española que apoya a este hospital. Lleva el nombre de Manuel Grau, un misionero comboniano, sacerdote y médico, que durante 12 difíciles años se dejó la piel intentando dotar al hospital de lo más indispensable. Se marchó de allí en 1981 y tuve la suerte de vivir con él durante mis dos años de noviciado en Moncada (Valencia). Después pasó varios años alternando trabajos de formación en la congregación comboniana con tareas de dirección de hospitales en la R D Congo (entonces llamado Zaire) y Chad. Volvió a Uganda en 1998. Allí le encontré varias veces y allí me tocó presidir su funeral en febrero de 1999 tras fallecer inesperadamente a los 60 años. Parecía siempre un hombre rebosante de salud y energía, pero sólo él sabía que estaba afectado de una cirrosis hepática muy avanzada, como consecuencia de una infección de Hepatitis B que debió de coger en alguna de las muchas operaciones en condiciones muy precarias que realizó en los países africanos donde trabajó. Pudo haberse quedado en España y haber vivido más años bien atendido, pero prefirió pasar el último periodo de su vida ayudando a los africanos más necesitados en una situación de guerra en la que muy pocos estaban dispuestos a trabajar. Volví a emocionarme recordando todo esto y mucho más en su tumba y también en la estatua que descubrieron en el patio del recinto sanitario el día de sus bodas de oro.
La fundación que lleva su nombre la empezaron algunos de sus familiares y amigos hace ahora diez años. Desde entonces han ayudado al hospital con equipamiento como un autoclave, una ambulancia, un grupo electrógeno, un aparato de rayos X, y más últimamente una ampliación del pabellón de maternidad. Tres de ellos visitaron el hospital hace cuatro años y se quedaron de piedra al ver una larga cola de personas –muchas de ellas venidas de muy lejos- que esperaban para hacerse una radiografía. El aparato que usaban en 2006 tenía más de 40 años de antigüedad y después de hacer una placa había que esperar una hora para que se enfriara. El año pasado consiguieron comprar un aparato nuevo por unos 50.000 euros y ahora han tenido la satisfacción de ver cómo los enfermos están mejor atendidos con mejores medios.
El gran reto sigue siendo cómo mantener el hospital. Sólo el 10% de los gastos se cubren con las aportaciones de los pacientes, que pueden pagar muy poco. El gobierno contribuye con un 17% de fondos, aunque éstos suelen llegar tarde y de forma irregular. Más del 70% del dinero que usa el hospital procede de donantes de países extranjeros, sobre todo de Europa. La crisis económica está haciendo que éstos se reduzcan cada vez más. Los que vivimos en países donde podemos hacer una cita en nuestro centro de salud por teléfono, operarnos gratis con los medios más avanzados y comprar medicinas a precio muy bajo con nuestra tarjeta sanitaria deberíamos dejar de quejarnos tanto y rascarnos más el bolsillo para echar una mano a los que viven el derecho a la salud como un lujo tantas veces inalcanzable.