La catedral de Bouar, en el nordeste de Centroáfrica, es un edificio circular, muy moderno, con un tejado de zinc fabricado en Italia y una megafonía extraordinaria difícil de encontrar en otro lugar del país. Desde arriba se ve este edificio con toda claridad ya que no se parece a ningún otro en toda la ciudad. Pues, desde unas semanas, esta catedral se ha convertido en un cobijo para 5.000 personas, desplazados de guerra. Todos sus rincones están tapizados por las esteras dónde duermen los niños, las mujeres y los ancianos junto con sus enseres como menajes de cocina, ropa etc.
Al lado se encuentra una clausura de las monjas clarisas que también ha acogido a unas decenas de personas que llegaron despavoridas, huyendo de las balas que cruzaban entre los rebeldes de la Coalición de los Patriotas por el Cambio (CPC), que ahora controlan la ciudad, y los militares aliados al gobierno central. La situación de la ciudad es dramática; las escuelas están cerradas; los centros de salud saqueados. El reloj de la vida parece haber dejado de girar hacia una dirección conocida. Entre tanto, las monjas comparten lo poco que tienen con esta gente que ha abandonado todo lo que tenía y se ha visto forzada a llevar una vida de enclaustramiento y carencia.
En el otro extremo del país, hacia el sureste, en Bangassou, la situación, aunque algo diferente, no es menos dramática. Allí miles de habitantes han cruzado el rio Mbomou hacia la República Democrática del Congo, huyendo de la misma guerra que nadie ya, a estas alturas, sabe calificar bien. Los exiliados se encuentran a la intemperie, sobreviven con nada, sin ayuda consistente de nadie y cada día se levantan mirando al otro lado de la orilla, a ver si el horizonte se esclarece para que vuelvan a sus hogares. También allí, las escuelas están cerradas, las tiendas saqueadas, los organismos humanitarios recluidos con miedo.
En medio de todo este caos, la Iglesia católica, siendo casi siempre víctima de esta violencia ilógica, sigue dando lo mejor de sí misma, acogiendo, ayudando, mediando, aconsejando, aliviando a unos y a otros. En todos los lugares queda como única institución que aguanta las embestidas violentas hasta el final.
En Bangassou todo el mundo huyó menos el obispo, los sacerdotes y las religiosas. Todos decidieron quedarse a gestionar el desastre, cuidando a los que no pudieron escapar. El obispo Juan José Aguirre acogió a su casa a los niños del orfanato Mama Tongolo. Días después de la llegado de los rebeldes a la ciudad envió ropa a los refugiados al otro lado del río, a Ndu, dónde un sacerdote de Bangassou, Don Gervil, hizo una distribución a los que más lo necesitaban.
También la Iglesia se implica en la mediación con el único objetivo de salvar lo que se puede. Este mismo jueves, Juan José Aguirre, andando unos cuantos kilómetros, ha tenido que ir al encuentro de los rebeldes de la CPC en la localidad de Niakari. Acompañado de un sacerdote, se encontró con las cabecillas de la rebelión en el lugar. Entre otras cosas, quería despejar el camino para la llegada del Cardenal Nzapalainga, arzobispo de Bangui (750km), quien se propone encontrar a los beligerantes para buscar los caminos de paz. No es difícil imaginar el peligro que estas iniciativas conllevan: caminar en medio de la selva controlada por gente sin ley ni moral; tender la mano al violento que tiene la suya manchada de sangre; sentarse a hablar en un lenguaje que, a veces, suena a cuento chino. Hace falta valor y valentía. En el camino, el obispo aprovechó para saludar a los habitantes desesperados, con una mirada perdida pero contentos de ver que alguien se acuerda de ellos. Desde luego, la Iglesia de Centroáfrica, a pesar de sus debilidades, sigue demostrando que lo de ser la luz en las tinieblas no es una apuesta inalcanzable. En este caso, nos atreveríamos a decir que es una pequeña luz en un túnel sin fin.
En otros teatros la guerra sigue su curso y como siempre son los más débiles quienes más sufren sus estragos. Nadie sabe cuándo acabará esta guerra. Los rebeldes de la CPC, cuya cabeza visible es el expresidente Bozizé, siguen empeñados en derrocar al gobierno central. Por otro lado, el gobierno de Touadera, apoyado por Rusia, Ruanda y los cascos azules, intenta reconquistar el terreno perdido. En este momento, las ciudades de Bangassou, Boda, Boali, Bossembele, etc. han pasado bajo control de las fuerzas oficiales. Sin embargo, el estado de emergencia y el toque de queda decretados en Bangui siguen recordando a todos que la guerra puede irrumpir en la capital en cualquier momento. Los centroafricanos se preguntan cuándo tocará la liberación de Yaloké, Bouar, Bossangoa, Bambari, Bria, Ndele y miles de pequeñas localidades que siguen bajo control de las hordas rebeldes que solamente responden ante los señores de la guerra muchas veces extranjeros. ¿Cuándo pararán el exilio, el desplazamiento forzoso, las atrocidades diversas, las violaciones de mujeres, la separación de familias, el reclutamiento de niños, los saqueos, la quema de las casas, el hambre? ¿Quién liberará África de las manos diabólicas que mueven los hilos en la sombra, desde muy lejos, con el único objetivo de expoliar el continente? Lo único que podemos decir es que nadie está fuera del alcance del miedo ya que la violencia en estas circunstancias nunca sabe discriminar.
Original en: Afroanálisis