Celebrando la muerte en Tanzania, por Gabriela Pis San Juan

12/02/2015 | Bitácora africana

No podían ser todo islas paradisíacas, ni ruinas del siglo XI en pueblos perdidos, ni aventuras de carretera y barco. Si hay algo que nos afecta y nos trata a todos por igual es la muerte. En los meses que estuve en Tanzania acudí a un funeral, un entierro y un aniversario de fallecimiento. Pero todo tiene sus curiosidades.

El tercer día en Dar es Salaam ya conocía muchas cosas. Habíamos alquilado unas habitaciones en casa de una pareja joven, y tanto ellos como sus amigos nos recibieron con los brazos abiertos y muchas cervezas (frías y calientes) que bebíamos allá donde íbamos. Y en dos días habíamos ido a muchos sitios. El tercer día, cuando regresábamos a casa después de conocer el que iba a ser nuestro lugar de trabajo, un amigo nos propuso ir a una barbacoa en casa de unas conocidas. Ellas y su familia celebraban el primer aniversario de la muerte de su padre, un alemán que se había casado con una tanzana con la que había tenido un hijo y dos hijas. La primera reacción fue decirle que quizá a sus amigas no les apetecía que fuera gente que no conocían, y respondió: – No, todo está bien. Estaremos de barbacoa y brindaremos por los buenos momentos. No es triste, celebramos con ellos para que no lo estén. – Y allá fuimos.

Cuando llegamos a la casa se había ido la luz en el barrio, y entramos en un patio con un pequeño soportal donde más de treinta personas bebían y hablaban alumbrados por velas. En mitad de la postal, junto a la puerta de entrada a la casa, había una pequeña mesa de madera con una vela encendida en cada esquina, y la foto del difunto en medio. No sabía muy bien cómo actuar, pero en seguida alguien se acercó, nos presentó a todos y preguntó qué quería beber: ¿cerveza, vino, ron o whisky? Todo estaba caliente porque sin luz no había hielo, y pensé “voy a tomar cerveza, es el último sitio donde quisiera acabar borracha”. Enseguida entablé conversación con un grupo, bebíamos, la barbacoa por fin llegó y también la luz. La fiesta estuvo animada, excepto un nostálgico minuto de silencio en el que la familia se emocionó. Les contaba que en España es poco usual que en una ocasión así hagamos una fiesta como aquélla, que suele ser algo mucho más triste y menos ruidoso. Pero el dolor que sentimos es el mismo. Y me dije que ojalá me hubieran enseñado a celebrarlo así. Pero me negaba a creer que en un funeral o un entierro la fiesta fuera la misma.

Una tarde nos encontramos con un conocido que nos dio la fatal noticia: el bebé de tres meses de unos amigos había muerto por neumonía y ese mismo día los padres volvían de Kenia, donde lo habían tratado en un hospital infantil, para el funeral. Por la tarde alguien vino para decirnos la hora a la que teníamos que acudir a casa de la pareja. No tenía ni idea de qué iba a pasar en aquel funeral (de una familia cristiana), así que seguí los códigos o costumbres que tengo interiorizadas: me puse una camiseta negra y un pantalón con un estampado en blanco y negro.

Cuando el coche en el que íbamos se acercaba a la casa, vi dos carpas blancas y muchas sillas, y antes de llegar empecé a oír la música. Salía de un CD de canciones cristianas interpretadas por diferentes artistas a través de dos altavoces casi tan altos como yo. Nunca había visto tantos colores en un funeral. Aquella noche las mujeres se habían puesto coloridos y elegantes vestidos, o kangas en la cabeza y sobre los hombros. Hombres y mujeres estaban sentados en sillas de plástico, unos en una carpa fuera de la casa, las otras bajo una carpa instalada en el patio, frente a la puerta de entrada y los altavoces.

El féretro aún no había llegado y ahora, a las 10 de la noche, comenzaban a repartir platos de plástico con arroz blanco, una verdura similar a las espinacas, y alubias. Un plato típico. Una chica que conocía me dijo: – Ahora hay que comer, es de mala educación no hacerlo – y ella, que estaba embarazada, añadió: – Pero yo no voy a comer. – Imité al resto. Me levanté a por el plato, me lavé las manos y comí todo lo que me habían servido (“Allá donde fueres haz lo que vieres”).

Los padres y el féretro llegaron dos horas después, y para entonces muchos ya se habían bebido al menos seis cervezas. En esas dos horas la gente comió, bebió y charló, pero cuando llegaron todos se serenaron y esperaron su turno para entrar a dar el pésame a los padres, que estaban destrozados. Nos fuimos a casa y pregunté a la misma chica hasta cuándo iban a estar en la casa. Me dijo: – Seguramente pasen allí la noche y el entierro sea mañana. En este caso ha sido un bebé, y es especialmente doloroso. Pero cuando es una persona mayor, ¡Oh! podemos estar tres, cuatro o cinco días.

En esas ocasiones las casas se llenan de ajetreo de fogones, música en grandes altavoces, y gente hablando. Es un gran acto social en el que se llora junto a los que han tenido una pérdida, y en el que se les acompaña para que rían al recordar los buenos momentos con el que se ha ido. Si por la mañana tienen algo importante que hacer, por ejemplo, en el trabajo, acuden y más tarde vuelven para pasar otra tarde y otra noche con sus seres queridos y amigos.

La siguiente mala noticia me pilló en Uganda: el abuelo de un amigo había muerto, era el segundo día que estaba de funeral con toda su familia, pero no le enterrarían hasta dentro de dos días, así que me daba tiempo a llegar. 48 horas después me dirigía en moto al cementerio de un barrio que no conocía. Cuando llegué mi amigo esperaba con el kanga para el entierro: estas telas, que suelen vestir la mayoría de mujeres tanzanas, tienen también sus versiones para ocasiones especiales, como los entierros, y todo el mundo suele ir con el mismo modelo, con un determinado dibujo y una inscripción tipo “siempre te recordaremos”, como el de la foto. Le pedí a una chica que me ayudara con el atuendo y me ató un pañuelo a la cintura a modo de falda y puso el otro sobre el hombro. Ya estaba preparada para unirme a las decenas de personas que se dirigían andando, pero también en moto, autobuses, camiones y bajajis, hacia el cementerio.

CAM00753

Nos fuimos colocando alrededor del lugar donde iba a ser enterrado el ataúd: entre las tumbas, sentados encima de ellas… Donde podíamos, que no éramos pocos. El cura (ésta también era una familia cristiana) empezó a decir misa en swahili y yo me dediqué a observar a la gente y aquel lugar. De repente, dos mujeres empezaron a gritar asustadas, y el resto a su alrededor también. Las dos que tenía a mi lado cogieron una piedra y se subieron a la tumba donde estábamos sentadas. Sin entender qué ocurría, las imité. Le pregunté en inglés a la mujer que tenía a mi lado qué pasaba, y me respondió: “Snake”. Entonces, entre los altos hierbajos que había por todo el cementerio, vi la parte trasera de una serpiente bastante grande que se deslizaba rápido y se alejaba. Pasaron unos segundos, soltamos las piedras, y el entierro continuó.

La muerte es la muerte allí y aquí. El dolor es el mismo. El modo de verlo, de acompañar a la familia, de no dejarles solos en ese momento, de pasar los días que hagan falta junto a ellos, es totalmente diferente. Aquí tendemos a evitar a la gente triste – querrá estar sola – sin darnos cuenta que ese es el momento en el que más necesitamos que haya ruido, y comida y bebida, y que la gente esté con nosotros, no en sentido figurado, sino literal. No importa si borrachos, riendo o llorando.

Original en: Una Mzungu en Tanzania

http://armasypalabras.wix.com/periodismo

Autor

  • Pis San Juan , Gabriela

    Gabriela Pis San Juan , periodista especializada en información internacional y temas de África subsahariana, migrante y amante de la lectura. Actualmente escribe en blogs personales y otras publicaciones, y colabora en el área de comunicación de SOS Racismo Madrid.

    Puedes conocer su trabajo más de cerca en la web

    armasypalabras.wix.com/periodismo

Más artículos de Pis San Juan , Gabriela