Carta del Obispo de Mauritania
20/04/2012 Nouakchott
Me gustaría hablaros de dos encuentros que he tenido estos dos últimos días. Por respeto a las personas les cambiaré sus nombres, porque se trata de dos amigos musulmanes mauritanos. Uno de ellos, representante de una hermandad sufí, vino a verme: le vamos a llamar Brahim. Me dice haber constatado con mucho miedo, en el sur del país, cómo los islamistas están desembarcando a la caída de la noche en los poblados con sus familias y con todos sus bártulos. Piden que se les abra la mezquita y una vez instalados no salen de ella. Se convierten en centro de sus actividades y propaganda. Y lo mismo se produce en varios poblados.
Me dice: “¡Monseñor, nos tiene que ayudar!” “¡Hay que alertar la opinión internacional!” «Y además hay que darnos los medios necesarios para que podamos recorrer los poblados y advertir a nuestros fieles. Esa gente que nos llega están lleno de dinero, mientras que yo tengo que pordiosear para agenciarme un taxi para poder acercarme de mis fieles y advertirles pero a los que no tengo nada para darles!”
Unos días después, entrando con el coche en el obispado, veo en el retrovisor que el chófer me hace señales con los faros. Me paro y reconozco otro amigo a quien había perdido de vista desde hace años; llamémosle Abdallah. Se extraña de verme todavía por aquí; que había sido reemplazado y que me había ido. Y luego me dice: “¡Padre, le tengo que ver absolutamente!”
Le respondo: “pero Abdallah, ven conmigo a casa enseguida; tengo todo el tiempo para ti”. Lo que le traía era lo mismo que el otro amigo, el miedo que, aprovechando de una situación de desorden o de debilidad, como ocurrió en Libia, en Túnez, en Egipto, y ahora en Mali, los islamistas de todo pelaje se aprovechen para apoderarse de Mauritania. “Lo que acaba de pasar en Mali puede pasarnos aquí en Mauritania!”, se exclamó.
Desgraciadamente no puedo hacer gran cosa ni por ni por el otro.
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