Según Najia Lofti, de Santa Coloma de Gramenet, no habría que llamarlo “burkini” sino “bikini musulmán. A distancia podría confundirse con el bañador de un surfista. Lo creó en 20013 la australiana de origen libanés Aheda Zanetti. Y durante estos años ha permitido a mujeres musulmanas bañarse cómodamente descubriendo tan sólo cara manos y pies, un poco como en las fotografías de la Concha de San Sebastián a comienzos del siglo XX. “He podido ir a la playa sin la sensación de traicionar mis convicciones”, declaró Aysha Ziauddin a la BBC. Lo que trajo a mi memoria la frase de una amiga italiana que visitaba Túnez por vez primera allá por los años noventa, a propósito de los vaqueros, bien ceñidos a veces, de la mayoría de las jóvenes: “Consiguen ser modernas y tradicionales al mismo tiempo”.
Luego con el verano ha llegado la prohibición del burkini en varias localidades francesas, la prensa ha recogido la noticia y avivado la polémica y hasta el mismo The Economist le ha dedicado un par de líneas “Los burkinis son, según el primer ministro francés Manuel Valls, incompatibles con los valores franceses”. Pero ¿qué valores? ¿Libertad? ¿Laicidad?
El 18 de agosto el periodista Edwy Plenel, antiguo jefe redactor de Le Monde, escribía en Mediapart, de la que es cofundador: “La libertad no es divisible. Y es también la de aquellos con quienes no compartimos ideas y prejuicios”. Y recordaba cómo en 1905 cuando se votó la ley que separaba Estado e Iglesia hubo quienes querían prohibir las sotanas en público, porque “iban contra la dignidad masculina”. A lo que el mismo día respondía en el Al Huffington Post Fatiha Daoudi, jurista y especialista en derechos humanos: “En los países musulmanes, en los años sesenta nuestras madres iban a la playa en bañador”…”Hoy, numerosas mujeres evitan ir a la playa en bañador para evitar ser agredidas por esos locos de la religión obsesionados por el sexo”. Y añadía: “Señor Plenel, el burkini forma parte de una estrategia… cuyo objeto final es sacar a la mujer del espacio público. Ese tipo de vestimenta consigue al parecer que el cuerpo de la mujer no perturbe la libido masculina”. A su manera, Jorge M. Reverte resumía bien la cuestión en El País del 19 de agosto: “Si una mujer lleva burka o su estúpida versión playera, lo único que importa es si lo hace porque quiere o porque la obligan”.
Esa era implícitamente la pregunta que El Periódico hizo el 20 de agosto a una docena de creyentes musulmanes españolas o que viven en España. La respuesta de Mounia Tbib era mayoritaria: “Tengo derecho a ir tapada”. Más rotunda había sido la respuesta de Maryam Ouiles a la BBC: “Es chocante que se pueda exigir a alguien que se destape o que se vaya”. Aunque también en El Periódico fue contundente Zainab Aasri, que va a la playa y alterna bañador y bikini “Si alguien se siente molesto por ver piel, la solución es que no vaya a la playa y no la verá”.
Como la polémica me parecía muy europea, pedí a un amigo que se baña regularmente en la playa tunecina de la Marsa qué es lo que allí se veía. Esta es la diversidad vestimentaria que se observó el 22 de agosto por la mañana: Entre las mujeres con la cabeza descubierta se veían: bikini; bikini con short; bañador; bañador con short; short con T-shirt; pantalón con T-shirt. Y entre las mujeres que llevaban la cabeza cubierta: vestido con fular; vestido con velo (hijab); pantalón, vestido corto (qamîs) y fular; pantalón, vestido corto y velo; burkini; burkini y gorra.
La lectura de los periódicos me lleva a una constatación y a una pregunta. Suena a auténtico y es positivo el que musulmanas en España, Francia o Inglaterra pidan vestir el burkini en nombre de la libertad. Pero allí donde ya existen comunidades musulmanas, incipientes como en Europa o milenarias como en los países de Dar-al-Islam, ¿es esa siempre la principal motivación?
Escribiendo en Clarín el 21 de agosto, en un artículo titulado “Burkini o de la sumisión al estandarte. El debate sobre las costumbres y la tolerancia”, Matilde Sánchez hacía dos observaciones importantes. La primera: “El telón de fondo del debate, creo, es la progresiva islamización de Europa y la negativa creciente a la asimilación mutua de nativos e inmigrantes”. De hecho, observando la política de integración al estilo francés y el multiculturalismo británico, Sara Silvestri, de la City University de Londres, resume: “Los dos modelos de integración están en crisis: ya no se aplican o comprenden con claridad y cada país mira lo que hace el otro para extraer lecciones”.
Más importante a mi entender la segunda observación: “Se debe recordar entonces que, antes de que la niqab penetrara en todas las capitales europeas, primero se produjo el vuelco islamizante en los países de mayorías musulmanas, consecuencia y a la vez propaganda de la politización de la ortodoxia religiosa”. La islamización vestimentaria de la mujer, también en las playas, mencionada por Fatiha Daoudi es una de las consecuencias de la creciente influencia de salafistas y wahabitas en las comunidades musulmanas a partir de los años 70. Y no hay que olvidar que ese mismo caldo de cultivo está produciendo un jihadismo cada vez más militante y fanático. Y cabe preguntarse: ¿De qué son hoy síntomas la burka, el velo y el burkini, a pesar de que vistiéndolas es para muchas musulmanas un acto de libertad?
Ramón Echeverría
* Ramón Echeverría es misionero de África, conocidos por Padres Blancos, y colaborador de la Fundación Sur.