Burkina Faso.Pequeñas iniciativas ¡Grandes beneficios!, por Antonio Molina

23/04/2010 | Bitácora africana

Hoy queremos comentar cómo la gente sencilla, tanto en las periferias de los centros urbanos como en las zonas rurales, puede no sólo sobrevivir, sino dar ese salto que los hace salir de la pobreza reinante y y de la miseria estancada desde siglos.

No se trata de teorizar sobre economía familiar, ni de la importancia del sector informal, o de la agricultura de subsistencia, tampoco vamos a hablar de temas fundamentales como la seguridad o soberanía alimentaria. Vamos sencillamente a referir algunos casos seleccionados entre nuestros recuerdos y experiencias personales. El escenario de los mismos es Tugán, centro urbano de unos 30 mil habitantes y su región, constituida por otros cinco pueblos importantes y un rosario de poblados y aldeas, que pasa del medio centenar. Está en las puertas del Sahel, donde el agua es un bien precioso y escaso, vecinos a la frontera del famoso país Dogón, encaramado en los acantilados de Bandiágara, en el Malí.

AMINATA, LA REVENDEDORA DE FRUTAS

Es madre de tres hijos, separada de un marido musulmán polígamo, porque una de sus coesposas pretendía envenenarla por celos. Tiene que bregar duro para sacar adelante a su prole, pues los tres hijos están en edad escolar.

Un día vino a verme y me pidió un pequeño préstamo, equivalente a unos 20 €. Era el precio de una banasta de fruta, que traía un camión desde el sur de Burkina, región de Bobo Yulaso. Ella me explicó como se las arreglaba: Cuando llegaba el camión al mercado, compraba una canasta entera, se la llevaba a casa y allí seleccionaba las frutas. Las mejores las ponía aparte, las que estaban ya maduras, las distribuía en cestillos o bandejas, las que estaban algo machucadas por los golpes del traqueteo del viejo camión por aquellas carreteras, las guardaba en casa para aprovecharlas con sus hijos.

Al salir de la escuela, a la niña mayor, que tenía unos 12 años, la mandaba con las frutas mejores a las casas de los funcionarios, comerciantes y algunos cooperantes europeos, que se las compraban apreciando la buena calidad de la frutas, que se venden a la docena o medias docenas, pues los compradores tienen mayor capacidad económica.

Los frutos maduros se los llevaba ella misma a los alrededores de las escuelas o al patio del hospital, allí los iba vendiendo a la pieza, según el tamaño del fruto y del bolsillo del cliente. Si le quedaban algunas frutas se marchaba al mercado o a la estación de autobuses y las liquidaba con los viajeros, que llegaban sedientos y hambrientos.

Al regresar a casa hacía para sus niños una ensalada de frutas o una salsa de tomate para condimentar la masa de mijo o maíz, mejorando así la única comida caliente del día, antes del atardecer.

Aquellos 20 € se convirtieron en un par de días en unos 50 €, lo que permitía a Aminata hacer frente a los gastos escolares de sus hijos y comprar lo necesario para la alimentación y otras cosas de la casa.

Pasados unos días, Aminata me devolvió los 20 € y me dijo que ya podía volar con sus propios ahorros. Yo le recomendé, que cuando tuviera ahorrados el equivalente de 100 €, que abriera una cartilla de Ahorros en la Caja Postal, para no tener dinero en casa, evitando los robos o el malgastarlo en caprichos.

JUDIT, LA MODISTA

La había visto crecer desde chiquilla, pues su padre era el secretario parroquial y había sido uno de mis primeros alumnos en el Centro de Animadores de Comunidades Cristianas Rurales. Judit quería ser religiosa enfermera. Yo la orienté al postulantado de las Hermanas de San Camilo, congregación donde todas son enfermeras o médicas. Al cabo de cuatro años, descubrió que no tenía vocación religiosa. Había cursado lo que antes se llamaba el “bachiller elemental”, además hablaba francés e italiano y el samo, el yula y el moore, tres lenguas regionales de Burkina Faso. Regresada a casa de sus padres, no acababa de encontrar un medio de vida en Zaba, parroquia vecina, donde sus padres formaban a los candidatos a catequistas. Después de unas experiencias un tanto desagradables regresó a Tugán.

Allí tenía idea de dedicarse a la costura, pero necesitaba una máquina de coser a pedal de aquellas SINGER, que aún utilizaban nuestras abuelas en España. Encontró una de ocasión, perteneciente a un viejo modisto, medio sastre medio costurero, que ya no podía mover el pedal con sus piernas atacadas por el reuma. Después de amplios regateos, como es costumbre en el mercado de las cosas de segunda mano, ajustaron el precio en 120 €.

Vino a mí para obtener un préstamo o como se dice ahora un mini crédito. Una vez revisada la vieja máquina, bien engrasada, Judit se instaló en el rincón del mercado reservado a los sastres-modistos. Hasta entonces el coser a máquina era considerado un oficio de hombres, las mujeres cosían con aguja. Judit se instaló en medio de ellos, algunos que conocían a sus padres le hicieron buena acogida, mientras que otros se reían de ella y hacían comentarios entre ellos. Empezó a coser ropitas para los niños con retales que compraba en el mercado o que le traían las madres. Poco a poco se fue haciendo una clientela. Con las ganancias iba a la capital en el coche de línea y compraba telas e hilos en los almacenes mayoristas. Al cabo de un año recibí el nombramiento de profesor de Latín y Geografía e Historia en el Seminario Diocesano. Entonces Judit, al saber que dejaba la parroquia me visitó para agradecerme la ayuda y devolverme el préstamo. Como “recuerdo” me regaló una camisa africana de algodón muy bonita y fresca.

Al año siguiente, me contó su padre, que había alquilado un local cerca del mercado y había instalado un taller escuela de Corte y Confección. Las aprendizas no le pagan con dinero, sino con cereales (mijo o maíz) que aseguran su alimentación y le ayudan en la confección de las prendas, al mismo tiempo que aprenden un oficio. De este modo, Judit ha dado el salto a la clase media…El año pasado se casó con un empleado de la Compañía Eléctrica Nacional y viven tan felices gracias a su trabajo.

También hablaremos de hombres. Como ellos intentan salir adelante, aunque quizás estén en general menos motivados que las mujeres. Posiblemente sea consecuencia de la mentalidad patriarcal reinante en las sociedades tradicionales y también por causa de una cierta inercia. Por ejemplo, el campesino difícilmente acepta aprender un oficio artesanal y el que estudió y se acostumbró a tener el bolígrafo entre los dedos raramente empuñará la azada destripaterrones. Sueña con ser funcionario u oficinista.

– por ejemplo mi amigo el albañil Charles Pankolo que aprendió el oficio empezando como aprendiz y luego “sirviente” trabajando para las construcciones de la diócesis de Dedugú. Pasó su vida laboral, integrado en un equipo volante, que se desplazaba por las diversas misiones de la diócesis, de este modo construyó iglesias y capillas, ambulatorios y maternidades, escuelas y locales de reunión, residencias para los misioneros o las religiosas… Acabó siendo maestro de obra, jefe de su propio equipo.

El Hno. Manuel, responsable de los talleres y del personal empleado en todas las misiones hacía bien las cosas. Todo el personal fijo tenía su contrato de trabajo y estaba asegurado en la Seguridad Social del Estado. Cuando a Charles le llegó la hora de la jubilación ¿adivináis qué pensión le quedó? Pues 30.000 Frs. CFA. equivalente a unos 45 € mensuales. Todos comprendemos, que con 1,50 € al día mal se puede sobrevivir. Es el dintel de la pobreza rampante. Menos mal que Charles se había construido su casa en Dedugú, aprovechando los meses de la estación de las lluvias, cuando quedaban suspendidos los trabajos, para que todos pudieran cultivar los cereales.

Residiendo en esta ciudad, capital de provincia, solicitó en el ayuntamiento la concesión de una parcela cerca de un brazo del río Volta, para hacer una huerta. Se la concedieron mediante el pago de una tasa y él puso manos a la obra. Lo primero que tuvo que hacer, fue cercar el terreno, para evitar la invasión de animales depredadores, en particular el ganado vacuno y las cabras, ovejas y cerdos, que vaguean en libertad buscándose la comida.

La cerca está constituida por una tapia de adobes. Entonces tropezó con la primera dificultad: Para amasar el barro de los ladrillos tenía que acarrear el agua desde el cauce del río, cuyo lecho está encajonado unos 20 metros más abajo. Con dos ruedas de una vieja bici se fue a la fragua del herrero y entre ambos construyeron un carrito al que adaptaron un bidón metálico de 200 litros.

Un vecino le prestaba un borrico y por una senda bastante empinada bajaba a la orilla del río y con cubos llenaba el “tambor”, que luego subía empujando para ayudar al asno, que sólo no podía escalar la pendiente.

A medida que iba construyendo su muro protector, empezó a preparar la tierra y fue sembrando las simientes para hacer un vivero de hortalizas y verduras, que protegía del sol con esterillas de paja y de los animales con espinos y maleza de los alrededores.

Su problema principal era subir el agua desde el río hasta la huerta con una motobomba a gasoil. Yo ya estaba en Madrid, cuando recibí una carta suya pidiéndome ayuda. Encontré un bienhechor, que me dio 1.000 €, que le envié enseguida por giro postal internacional, pues Correos funciona bien en Burkina Faso. Esa ayuda le permitió comprar una bomba de ocasión.

Para almacenar el agua bombeada construyó unos depósitos circulares de cemento armado, como si fueran el brocal de un pozo, los iba llenando durante la jornada y al atardecer, cuando bajaban el sol y la temperatura, iba rociando a mano con regaderas las tablas de verduras y hortalizas. Al repicar las plantitas del vivero, las cubría con esteras de paja para protegerlas del sol y frenar la evaporación rápida.

Como veis, aún no es el cultivo bajo plásticos, como se hace por aquí en los invernaderos. Charles aplica las mismas técnicas de cultivo de nuestros abuelos huertanos. Lo que en África ya es el desarrollo posible, que irá evolucionando, como intenta introducir el padre Saturnino con sus agrónomos.

COLABORADORES APRENDICES

Para todos estos trabajos, Charles se hace ayudar por dos de sus hijos, ya buenos mozos y por otros muchachos de Dedugú, amigos de ellos. Todos quieren aprender el oficio de huertanos, pues la ciudad es un centro administrativo bastante importante. Posee el hospital provincial y varios colegios públicos y privados, entre ellos el seminario diocesano. Es sede de la diócesis y del gobierno provincial con su tribunal de justicia. Está dividido en tres parroquias, contando la catedral. Tiene un mercado central muy importante junto a la estación de autobuses y existe un cuartelillo del ejército, además de una comisaría de policía, con prisión adyacente. Digo esto porque es importante saber que toda la producción de las huertas se vende muy bien en el mercado local.

La mujer y una de las hijas de Charles tienen un puesto en el mercado y allí venden los excedentes de producción, que no consumen en casa. De igual modo, los aprendices son compensados, por la ayuda que aportan, con frutas y verduras, que entregan a sus familias, mejorando la alimentación de grandes y pequeños.

Estos huertanos en ciernes, ya no piensan en emigrar a Costa de Marfil o a Europa. Su sueño es llegar a tener una huerta como la de Charles. Este albañil jubilado, acostumbrado a dirigir un equipo de trabajadores, es una verdadera locomotora de desarrollo regional y con su dinamismo está empujando a una serie de personas – los vagones – a salir de la pobreza.

Ya veis porqué yo creo en la ayuda directa personalizada. Al que quiere trabajar hay que echarle una mano, es el empujoncillo inicial.
Este desarrollo es mucho más eficaz que los grandes planes de los gobiernos, con frecuencia cantidades importantes se “evaporan” o gastan en burocracia, comisiones, salarios de expertos y asesores. En resumidas cuentas: Hay quien vive bien administrando la hambruna del pueblo, que no acaba de salir de la pobreza.

Autor

  • Molina Molina, Antonio José

    Antonio José Molina Molina nació en Murcia en 1932. Desde 1955 es Misionero de África, Padre Blanco, y ya desde antes ha estado trabajando en, por y para África. Apasionado de la radio, como él relata en sus crónicas desde sus primeros pasos en el continente africano, "siempre tuve una radio pequeña en mi mochila para escuchar las noticias". Durante septiembre 2002, regresa a Madrid como colaborador del CIDAF. En octubre de 2005 aceptó los cargos de secretario general de la Fundación Sur y director de su departamento África. Antonio Molina pertenece -como él mismo dice- a la "brigada volante de los Misioneros de África", siempre con la maleta preparada... mientras el cuerpo aguante.

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