La película galardonada en este 2020 como la Mejor Película Infantil por la European Children’s Film Association explora a través de múltiples metáforas la realidad a la que se ven sometidos muchos migrantes africanos en Europa, en concreto en Bélgica. Os presentamos el trabajo de la directora belga Frederike Migom de una forma diferente: a través de una pequeña guía que contribuya a no perder de vista ninguno de los detalles que aborda la cinta.
Binti, la protagonista
Binti es explosiva. Es capaz de altera el mundo adulto con su irreverencia desmedida y el desparpajo de la experiencia de vivir en una casa okupa donde conviven con otras familias en situación irregular. A sus 12 años utiliza las redes sociales como una válvula de escape. Hace vídeos donde muestra a sus cientos de seguidores que es una igual. Pero, en realidad, no lo es por una cuestión burocrática que les excluye de tener los mismos privilegios que un europeo. Ella sueña con convertirse en una vlogger conocida, como su ídolo Tatyana. Es la fantasía de la virtualidad donde podemos crear mundos soñados e identidades falsas y creernos que son verdad. Es a lo que se ven obligados muchos migrantes cuando hacen videollamadas con sus familiares y amigos: explican que están bien, que tienen buenos trabajos y que la sociedad que les acoge y emplea los mira a los ojos. Un doble trabajo: sobrevivir a la jungla europea y hacer ver que aquí todo es fácil. Su plan perfecto es conseguir que su padre se case con la madre de Elías para que puedan quedarse en el país.
Jovial, el padre de Binti
Su historia recuerda a Roberto Benigni en La vida es Bella (1997) cuando prisioneros en el campo de concentración nazi, trata de transformar el ecosistema opresor en un juego para su hijo; para que la jodida realidad no es que no le duela, sino que pase desapercibida. Sin embargo, la pequeña diferencia es que Binti es preadolescente y el juego inocente a veces funciona como cortina de humo, pero otras no. Binti también sufre. Jovial es escritor, poeta, pintor, y buscavidas por obra del sistema injusto. Un padre viudo que ha cuidado de su hija desde que nació. Su madre murió en el parto. Según los últimos datos oficiales avalados por la Organización Mundial de la Salud, en la República Democrática de Congo, por cada 100.000 partos mueren 693 mujeres. Y de cada 1.000 bebés nacidos, 71 no superan las primeras horas.
A través de Jovial (40 años) interpretado por el músico Baloji, la película aborda la cuestión idiomática de una forma muy sutil. Él domina el neerlandés (aprendido) y el francés (impuesto en la RDC). También habla entre otras lenguas el suajili y el lingala. La bofetada de la realizadora llega porque la madre de Elías no es capaz de hablar bien francés al vivir en la región de Flandes. Pero a escasos kilómetros sí que se habla, en la región de Valonia. Ambas belgas. Una radiografía breve y escueta de una Bélgica fragmentada en fronteras mentales que imposibilitan el esfuerzo de conocer al otro. Es precisamente Jovial quien ayuda a la madre a escribir en francés un texto para la promoción de su colección de trajes diseñados para la Pasarela de la Moda de París. Un reflejo más de la dependencia que Europa tiene de África.
Elías, la madre y el vecino
Tres personajes diferenciados. Elías (11 años) sería el activista implicado que se desvive por cambiar las injusticias que suceden a miles de kilómetros de donde vive. Christine (42 años) es la madre de Elías y atendería al perfil de una persona sensible que colabora con alguna causa solidaria promovida por una oenegé, pero sin preocuparse por conocer la estructura o la raíz de la problemática. El vecino y amante de la madre representa el racismo que tenemos incorporado en nuestro ADN y que reproducimos en nuestro día a día. Él tiene miedo de que los migrantes vengan, entren en casa, coman lo mismo que nosotros. Y en la película, además, nos pueden “hasta usurpar a nuestras mujeres”.
La fiesta
La escena es una metáfora que aprieta y que dura unos 15 minutos. Una fiesta en la que el motivo es recaudar dinero para la asociación Save the Okapi Club, un club para salvar a los okapis, una especie en peligro de extinción en la República Democrática de Congo. Los animales son los protagonistas. Se habla del país desde una óptica paternalista porque “sin nosotros” no habrá futuro posible para ellos, estos mamíferos parientes de las jirafas. La policía que ha llegado a la celebración se relaja y bebe limonada. La escena es un contrapicado perfecto que podría sugerir la llegada de los colonos a los pueblos de la RDC hace un siglo y medio. No conocían las culturas y realidades de los pueblos a los que iban a someter, como la policía belga tampoco las particularidades de los habitantes que solicitan asilo. Pero aquí todo es exótico hasta que alguien sopla las verdades: el padre de Binti no tiene papeles y está en el país en situación irregular.
Salir de caza
El exotismo es la hipocresía de convivir en una fabricación de realidades artificiales. Y aquí no pasa nada hasta que los artesanos, los obreros esclavizados, dejan de ser “buenos negros” que obedecen. La actuación de la policía vuelve a remitir al pasado. A los safaris violentos donde los del salacot disparaban. La detención del padre de Binti es tan real… También la insensibilidad policial que afecta a su hija. Una vez capturados, son llevados apresados por el medio de la selva de asfalto hasta el centro de internamiento de migrantes. Cuando llegan parece un zoo por sus vallas altas y electrificadas, una imagen que una vez más salpimenta la sensibilidad del espectador.
La metáfora de los okapis
Los migrantes no mudan de piel. Los migrantes directamente van incorporando las nuevas realidades que tienen que experimentar a su cuerpo. Lo fácil sería dejar la mochila. Empezar de cero. Pero es una auténtica falacia. Aprenden a vivir. A guardar silencio porque el dolor es demasiado profundo para ver la luz. Tratan de vivir en los nuevos ecosistemas y para ello dominan las lenguas del lugar e incorporan los códigos culturales. Cada movimiento es un aprendizaje nuevo en el darwinismo social al que se ven sometidos. La metáfora acertada que utiliza la directora belga Frederike Migom es la del okapi, un animal con cabeza de jirafa, rayas de cebra, cuerpo de caballo, lengua azul y difíciles de ver porque se asustan. Corren para evitar la presencia de otros cazadores.
Original en: Wiriko