Rodeada de colinas, la ciudad de Bamako me recibe con una intensa pero corta lluvia. Tras un viaje de 34 horas en bus desde Dakar, lleno de polvo del camino y suciedad, el agua me parece una bendición. He venido para hacer varios reportajes a un país partido en dos por la rebelión tuareg triunfante en el norte y donde sigue dictando las órdenes la junta militar que dio un golpe de estado el pasado 22 de marzo. Pero, como siempre, más allá de la política, la guerra, los pasillos del poder y los asuntos de Estado, en los rincones más alejados del foco informativo, lo que brillan son las personas. Por eso, esta es una historia de amor.
Hasta el barrio de Sangarebougou no llega el asfalto. Las calles son de tierra roja y piedras, surcadas de improvisados riachuelos en los que se mezclan las aguas fecales y la lluvia reciente. Aquí y allá, montañas de plásticos y desperdicios y casas a medio hacer y gente, mucha gente, que sobrevive a pesar de todo. En fin, un barrio más de esta inmensa aglomeración de casi dos millones de personas llamada Bamako, un lugar, como todos los lugares, en el que se juntan a partes iguales fracasos e ilusiones, sueños y frustración.
Allí, en una de estas calles de tierra, hay un colegio privado de Primaria con nueve aulas, una por curso escolar, que se llama El nido de la felicidad en el que estudiaban, hasta hace unos meses, más de 500 niños. Es decir, entre 50 y 70 alumnos por aula. Dicho de otra manera, un montón. En la actualidad, la situación es aún peor. En sólo tres meses han llegado al colegio 200 niños más.
Fue a finales de marzo cuando la directora del centro, Moussamakan Keita, recibió una llamada telefónica. “Ha llegado un grupo de niños al barrio procedente del norte del país y necesitan escolarizarse para no perder el año”, dijo la voz al otro lado del hilo telefónico. “Que vengan”, dijo Moussoumakan. La voz se corrió. No todos los colegios estaban dispuestos a aceptar a estos recién llegados, así que El nido de la felicidad se convirtió pronto en un refugio. Al principio fueron veinte, luego cincuenta, finalmente unos doscientos. Y el espacio siguió siendo el mismo: nueve aulas, quince profesores.
Todos estos niños proceden de ciudades como Gao, Kidal y Tombuctú que a finales de marzo pasado cayeron en manos de grupos rebeldes tuaregs e islamistas. Sus familias decidieron abandonar entonces sus hogares en medio de abusos generalizados, saqueos, robos e incluso violaciones. Los hombres de Ansar Dine, un grupo armado islamista radical, comenzaron a aplicar una interpretación muy restrictiva de la sharia o ley islámica y prohíben desde entonces que se imparta filosofía en las escuelas o que las mujeres lleven pantalones o jugar al fútbol en la calle.
Llegaron a Bamako con lo puesto. Y algunos sufrieron aquí desprecio y discriminación por ser norteños. “Nos trataban de terroristas”, asegura Moussa Ag Intarga, que era profesor en Gao y que se ha instalado con su familia en Sangarebougou. Pero Moussoumakan, la directora, no dudó ni un segundo. “Sólo son niños y todos somos malienses”, asegura con una sonrisa. Y otro detalle. El colegio es privado y se financia de las cuotas que aportan las familias, 40.000 francos CFA al año por niño (unos 60 euros). Pero a los recién llegados no les cobran ni un franco CFA. “¿Cómo vamos a cobrarle después de lo que han sufrido? Se lo explicamos a los otros padres y todos lo entendieron”, añade.
Pero más de 70 alumnos por aula es una locura, incluso para Sangarebougou. Así que entre Moussa Ag Intarga y ella misma han elaborado un proyecto para construir tres aulas más en un terreno anexo y contratar a cinco profesores más. “De esta manera podremos ofrecerles una educación de más calidad”, asegura la directora.
Damos un paseo por el centro. Realmente es pequeño. En Malí faltan escuelas. Cada año, el Estado intenta parchear construyendo nuevas aulas en los centros ya existentes, pero este país y en concreto esta ciudad, Bamako, tiene uno de los índices de crecimiento demográfico más grandes del mundo. Llegan miles de niños cada año al sistema. Y no existen centros concertados en el nivel de Primaria. O van a la pública, saturadísima, o tienen que acudir a la privada, también a tope. “Muchas familias no tienen recursos. No les podemos pedir el oro y el moro o que hagan más esfuerzos del que ya hacen”, asegura Keita.
El proyecto de las tres nuevas aulas cuesta unos 7.700 euros y tanto Moussa como Moussoumakan confían en encontrar benefactores que puedan ayudarles a conseguir que “El nido de la felicidad” sea más nido y más feliz que nunca.
Original en : Blogs de El País: África no es un País