Así es el corazón del hombre

23/02/2010 | Cuentos y relatos africanos

(Tomado del libro «Sur les lèvres congolaises», pág.42)

texto original: Olivier de Bouveigni
traducción del francés: María Puncel

En el poblado del jefe había un hombre al que acusaron de ser gafe, de atraer la mala suerte.

Después de larga deliberación, el consejo de ancianos le ordenó que se marchase del poblado sin pérdida de tiempo, si no quería acabar mal cualquier día.

El pobre diablo tenía la conciencia muy tranquila, pero como le acusaban, no le quedaba más remedio que irse.

Se marchó, pues, con su cabra, su azadón, su arco, sus flechas, algunos cacharros para cocinar, una calabaza para recoger el agua y algún que otro amuleto para protegerse contra los echadores de mal de ojo.

Se las arregló, mal que bien, como pudo, para hacerse una choza de ramaje, lejos de los hombres, se labró un campo de cultivo, excavó una profunda trampa de caza y esperó acontecimientos.

Una mañana, descubrió que en su trampa habían caído un león, una serpiente, un hombre y un buey de carga.

El hombre fue el primero en pedirle que le sacase del foso, ase-gurándole que jamás olvidaría ese favor.

El león habló a su vez:

-Este hombre me perseguía -dijo-, cuando los dos nos caímos en el foso. Sácame a mi primero y no te arrepentirás nunca de haber-lo hecho. Si sacas al hombre de aquí, ya verás cómo te paga con ingratitud ¡como pagan todos los hombres el bien que se les hace!

Habló luego el buey y después fue el turno de la serpiente, y también ellos utilizaron las mismas palabras que el hombre y el león.

El hombre les ayudó a todos a salir de la trampa, y se los llevó a su choza para reanimarlos.

-¿Qué puedo ofrecerte? -le preguntó al león.

-Los leones sólo comen carne -le respondió la temible fiera.

-¿Y a tí? -le preguntó al hombre.
-¡A mí me bastará un vaso de leche para reponerme!

El buey, como es de suponer, solicitó un haz de heno y la ser-piente intestinos de cabra.

Inmediatamente, aquel corazón generoso y valiente, se fue al encuentro de su cabra y le dijo:

-Yo te quiero mucho, mi buena compañera, pero comprende que debo cumplir con los deberes de la hospitalidad y que no puedo hacerlosin sacrificarte.

-Está bien -dijo la cabra-. Cumple con tu deber, estoy dispuesta.

El solitario preparó un cuenco de barro cocido y ordeñó a la cabra. Cuando el cuenco estuvo lleno lo puso aparte.

-Ahora necesito tu heno para el buey.

-Ven conmigo -dijo sencillamente la cabra-. Te enseñaré el lugar donde tengo heno y muy bueno.

Y efectivamente lo tenía, en un claro en el que lo había ido almacenando en montones por si llegase a necesitarlo en el futuro. Lo recogieron y se lo llevaron junto al cuenco de leche.

-Me queda aún algo triste que decirte: la serpiente quiere tus intestinos.

-Empuña tu cuchillo y toma mis intestinos para la serpiente -aceptó serenamente la cabra.

-Hay algo peor todavía… El león quiere toda tu carne.

-Pues toma mi carne y dásela al león, así nadie podrá acusarte de haber sido egoista y avaro.

El pobre hombre, a pesar de la profunda pena que sentía, mató a la cabra, le llevó la carne al león, los intestinos a la ser-piente, el heno al buey y la leche al hombre.

Bien repuestos, los cuatro visitantes se retiraron repitiendo sus agradecimientos al hombre.

* * *

Pocos días después, el león, que andaba de cacería por los alrededores del poblado del jefe, se apoderó de la muchacha más guapa de la aldea y, sin hacerle el menor rasguño, se la llevó a su bienhechor.

-Te he traído la recompensa que te prometí -dijo, depositando
suavemente a la muchacha a sus pies.

Inútil deciros la alegría que sintió nuestro hombre. Aseguró a la joven que a su lado estaría segura y preparó todo lo necesario para que estuviese tan cómoda como fuera posible en aquella in-mensa selva inhumana y salvaje.

-Tengo plantaciones por aquí cerca y ahí tienes una azada tan
reluciente como una luna; mañana, si te apetece, puedes entre-tenerte en quitar las malas hierbas que crecen alrededor de las matas de mandioca o al pie de los tallos jóvenes del maíz. Des-pués puedes venir a descansar junto a mí y lo pasaremos muy bien los dos.

Pero había olvidado al hombre. Me refiero al hombre al que había ayudado a salir de la trampa y que, habiendo venido a caminar por los alrededores en busca de caza, vio a la muchacha trabajando en los campos y le faltó tiempo para correr a contárselo al jefe del poblado, que sufría por la desaparición de su hija.

-Jefe -le dijo-, he visto al raptor de tu hija. Es el mismo al que los ancianos expulsaron del poblado por sus hechicerías. Obliga a la muchacha trabajar en su campos como a una esclava.

-¿Dónde está? -preguntó el jefe furioso.

-Si quieres seguirme -dijo el ingrato-, yo te llevaré hasta el lugar donde tiene prisionera a tu hija.

Enseguida se reunió una pequeña tropa. Unos llevaban sus arcos, otros un bastón, otros sus lanzas y todos siguieron al cazador hacia el claro en que se alzaba la choza.

Aquella misma tarde, el pobre hombre, cargado de cadenas, fue encerrado en la prisión.

La primera mujer del jefe, que era la madre de la muchacha se-cuestrada, pedía con insistencia que al culpable le cortasen la cabeza inmediatamente.

-Mañana, a primera hora -le prometió el jefe-, tus deseos serán cumplidos.

Claro que faltaba la intervención de la serpiente. Cuando vio cómo trataban a su benefactor, y que a causa de los deseos de la favorita del jefe, iban a cortarle la cabeza, se acercó durante la noche a la cama de la mujer y le mordió ferozmente una pierna.

Fue un drama para todo el poblado: las mujeres lloraban, los hombres corrían de acá para allá, el jefe daba órdenes y lanzaba amenazas; pero nadie sabía qué hacer para salvar a la mujer del jefe.

Humildemente sentado en su prisión, guardado por dos hombres ar-mados con sus largos cuchillos, el condenado a muerte esperaba tristemente la hora de su ejecución.
De pronto, oyó a su lado un ligero silbido. Extendió la mano en la obscuridad hacia el lugar de donde provenía el sonido, y reco-noció a su serpiente.

-¿Eres tú? -dijo con un suspiro-. Hazme el favor de quitarme la vida ahora mismo. Esperar una muerte de la que es imposible escapar es demasiado terrible.

-No desesperes, amigo. Yo he venido para testimoniarte mi agra-decimiento. Para eso he mordido en la pierna a la mujer del jefe; la pierna se ha hinchado tremendamente. En una hora morirá, a menos que tú la cures.

-¿Curarla?, ¿cómo crees que puedo yo curarla?

-Yo me voy a la espesura -le respondió la serpiente-, te espera-ré junto a tu campo de mandioca. Diles que te lleven allí y yo te enseñaré, a ti solo, la hierba de serpiente.

Tendrás que arrancar la raíz y machacarla, con ella prepararás una cataplasma para la mujer del jefe; y ella se curará.

En cuanto el prisionero comunicó a sus guardianes que él conocía la medicina que curaría a la enferma, le condujeron hasta el jefe, que ordenó que le condujeran hasta la espesura.
-¡Deprisa, deprisa! -suplicaba la moribunda-.¡Daos prisa y él salvará su vida y conseguirá la libertad!

Y el jefe añadió que si el prisionero salvaba a su mujer, no sólo conseguiría la libertad, sino que podría casarse también con su hija y obtener los favores de su suegro.

Fueron a donde la serpiente había indicado. Y en cuanto hubo de- senterrado la raíz de la hierba de serpiente, volvió al poblado y preparó la cataplasma para la mujer.

La hierba resultó muy eficaz. La moribunda recuperó los normales latidos de su corazón desfalleciente; se le pasaron las náuseas y ya no tuvo más desmayos; se puso en pie y bailó batiendo pal-mas.¡Estaba salvada!

-Serás nuestro yerno -dijo el jefe-, porque no eres el mal hombre que han dicho que eras, y compartirás conmigo los honores de la jefatura.

-Te lo agradezco, suegro -respondió el hombre-, pero me daré por satisfecho con recibir a tu hija como esposa porque la amo y ella me ama a mí; pero deseo volver a mi soledad porque he aprendido, aunque ya lo sospechaba desde antes, que, de todos los animales, el hombre es el más desagradecido.

Así que el solitario y su mujer, se volvieron aquel mismo día a su querida selva virgen. Reordenaron la choza, un poco patas arriba, por el jaleo del arresto, desempolvaron los cestos, qui-taron las telas de araña y barrieron el umbral de su morada. Estaban tan ocupados realizando todas estas tareas, que no se dieron cuenta de la llegada del buey de carga que había ido a volcar delante de la choza toda una carga de telas de colores, de sartas de perlas, de gorros, de piezas de terciopelo, de pól-vora, de fusiles y de billetes de banco.
Bramó alegremente, al llegar a la curva del sendero, y se detuvo para decir:

-Espero que no desdeñéis esta pequeña aportación para el adorno de vuestro hogar.

-¡Eyó! ¡Elele eyó! -exclamó la mujer feliz que ya se había envuelto en una pieza de terciopelo azul.

Estaba tan encantadora envuelta en tan soberbio atavío, que el solitario (y ya es hora de que os diga que se llamaba Songoni),
que Songoni se sintió obligado, para no desmerecer al lado de su esposa, de echarse sobre los hombros una hermosa tela.

El buey volvió a acercarse a ellos y les contó que era el buey de una banda de ladrones que ejercían su oficio a lo largo del río.

-Cuando han robado mucho y me han cargado bien, suelen descansar durmiendo, yo muerdo entonces la cuerda que me ata y me libero. Y por eso puedo traeros todas esas riquezas.

-No vuelvas a hacer eso -le dijo Songoni tirándole de una oreja.

-¡Bah…! ¿No es todo esto algo mal adquirido? ¿No es, por mi parte, hacer una justa restitución dándole algo de lo robado a gentes pobres y honradas…?

Y, he aquí, como los animales, empezando por el león, mostraron su agradecimiento a su bienhechor. Y, más tarde, volvían de vez en cuando a saludarles a él y a su mujer. Para no asustarles, el león rugía de un modo especial que quería decir:»¿Puedo acercarme?»; la serpiente silbaba desde las ramas y pedía permiso para descender y jugar con los niños, y el buey, que sabía muy bien en qué parte del claro crecía el mejor heno, se subía a los pequeños Songoni a los lomos y corría alegremente, cargado con ellos, hasta aquel lugar.

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