Bastante se habla y escribe de lo ocurrido en estos días en Ruanda. Tienen lugar homenajes a los caídos en 1994 y concluye la semana de luto nacional. No es para menos. 20 años supone una fecha fuerte en las efemérides. Y más cuando se trata de una de las principales barbaries cometidas durante el siglo XX, como para agregar al inventario de catástrofes de la centuria pasada, que también se siguen perpetuando, lamentablemente, en la presente. En el país de África oriental, conocido como “la Suiza de África” o “país de las mil colinas”, la comunidad internacional se comportó no solo de forma indiferente frente a la muerte y el sufrimiento sino que fue por más. Respaldó el accionar genocida, por ejemplo, apoyando a los asesinos hutus en su huida del país bañado en sangre. Al respecto, Francia tiene las manos tintas en sangre, y ello explica por qué el pasado lunes ningún galo presenció en vivo las ceremonias de homenaje en Kigali. A partir del 7 de abril, en apenas tres meses, la locura humana provocó la muerte de unos 800.000 tutsis y hutus moderados. Pero no fue un impulso irracional. Todo lo ocurrido tiene nombre y apellido. Genocidio ruandés. Un Estado que proveyó machetes y cuchillos (500.000 entre enero de 1993 y marzo de 1994) para que los victimarios, a plena luz del día, se desquitaran frente al enemigo sublimando antiguos odios, y hasta justificándolo al compás de una denominación consensuada hacia las víctimas: “inyenzi” (cucaracha).
Siempre a las tragedias se llega tarde, por eso lo son. Es claro. El genocidio ruandés era evitable pero los antecedentes apenas fueron conocidos fuera del país. Es decir, fue noticia una vez perpetrado y no antes, cuando señales alarmantes ya se habían encendido, como la que interesa rescatar aquí, respecto de la propagación del odio.
Desde comienzos de la década de 1990, mientras se daban los pasos para romper con el sistema de partido único impuesto desde 1973 a la llegada del presidente hutu Juvenal Habyarimana y formar un gobierno de coalición, se constituyeron las fuerzas de choque del régimen que, desde abril de 1994, harían estragos y todas las herramientas de comunicación de una verdadera cadena de odio. Los acuerdos en pos de la democratización (tendencia en África para la época) enfurecieron a los hutus más recalcitrantes. En consecuencia, se formó el akazu (en el idioma local, “la pequeña casa”), una facción extremista cuyo principal objetivo era la eliminación de los tutsis. Se la conoció como el Hutu Power. Como las milicias Interahamwe (“los que matan juntos”) solo fueron uno de los tantos grupos que incentivaron medidas extremas con iguales resultados: comenzaron a operar los escuadrones de la muerte, llámese como se llamaran. Además, la inteligencia inició su accionar. En 1992, un memorándum del ejército identificó al enemigo y lo dividió en dos categorías: el principal (los tutsis de fuera o dentro de territorio ruandés que no reconocían el gobierno -hutu- impuesto por la Revolución de 1959, buscando su derrocamiento) y todos sus cómplices, fueran tutsis o no. El plato estaba servido para el banquete de la matanza meses más tarde.
La prensa también tuvo un papel central en el fomento activo del odio hacia la minoría tutsi, lográndose generar la idea de que los tutsis tramaban un asesinato en masa de los hutus para recuperar el poder perdido desde la Revolución de 1959, aliándose en ello a los sectores políticos opositores al presidente Habyarimana e incitando a la “autodefensa”. Los diarios también tienen las manos tintas en sangre. De 42 nuevos periódicos aparecidos en 1991, al menos 11 tuvieron vínculos con el akazu. Uno de los más enérgicos, el Kangura, cuyo editor se puso a la cabeza de una campaña de difusión del odio hacia el tutsi, en un artículo de su autoría de fines de 1990, lanzó una suerte de manifiesto de la pureza de ser hutu. En dicho escrito listó “Los diez mandamientos hutus”, como si el ataque a la etnia tutsi y aliados se tratara de un deber religioso. Cuando aparece la idea de cruzada, todo se torna peligrosísimo. Uno de los mandamientos indicaba que todo hutu que se casara o empleara una mujer tutsi sería tildado de traidor porque aquella solo responde al interés de su grupo étnico. Lo mismo de todo hutu que emprendiera negocios con un tutsi. El texto, asimismo, imploró vigilancia permanente hacia el enemigo común y, a su vez, en forma similar a las racistas Leyes de Nüremberg en la década de 1930, prohibió a los tutsis ocupar cargos públicos, puestos de relieve económico y les negó espacio en el ejército. El más duro del decálogo declaró que los hutus no debían sentir compasión por los tutsis.
Esta publicación, de fines de 1990, tuvo amplia repercusión, leyéndosela en público en numerosas ocasiones, aunque fuera de Ruanda pasó casi desapercibida. Semejante inflación del odio provocó una matanza de 300 personas en 1992, con más de 3.000 desplazados. “Despejar el matorral” se volvió una expresión habitual: torturar, asesinar, quemarlo todo. El asesinato como un mandamiento. No hay punto de retorno. En marzo de 1993, una ONG publicó un informe culpando al gobierno hutu de varias atrocidades, con escasa repercusión internacional. Mientras tanto, Francia, haciendo la vista gorda a todo lo que sucedía, continuó respaldando militarmente al régimen de Kigali.
El asesinato a mano de oficiales tutsis del primer presidente hutu de la vecina Burundi, Melchior Ndadaye, provocó una oleada de violencia que se saldó con 150.000 víctimas de ambos bandos y el éxodo de 300.000 hutus, en octubre de 1993. Lo sucedido allí convenció a los hutus ruandeses sobre la idea de un complot tutsi para hacerse con el poder y asesinarlos. Como sea, estos hechos alentaron y continuaron el perfeccionamiento de la cadena del odio. Los akazu lanzaron una nueva estación radial a partir del 8 de julio de 1993, la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, haciendo honor a ser Ruanda “país de las mil colinas”.
Desde sus transmisiones diarias de tres horas se orquestó el genocidio, bajo la idea de la “autodefensa”. El último clavo al ataúd de las futuras víctimas se colocó a partir de la intensificación de la propaganda de una radio que simuló difundir solo una mezcla de música pop con algunos rumores, aunque su objetivo fue más ambicioso. En una nación donde más de la mitad de la población profesa el cristianismo, varios clérigos avalaron la campaña del gobierno una vez iniciado el genocidio en abril de 1994, culpando de la violencia al Frente Patriótico Ruandés (el grupo que detendría la carnicería… iniciando otra de la cual se habló menos) y guardando silencio respecto de las masacres perpetradas en sus propias iglesias. Cuando los hombres de Dios son los que aconsejan matar, todo está perdido. La idea de traición estuvo muy presente, y adquirió impulso con la aparición de los Mandamientos. A partir de ese momento, la eliminación del traidor fue un imperativo religioso. Traicionar, desde una perspectiva étnica y política, fue leído como un pecado. En una de las transmisiones radiales (disponibles en www.rwandafile.com) el locutor aconsejaba: “Evitemos la infiltración de los traidores que ansían robarnos el poder”. En conclusión, prevalecieron los Diez mandamientos hutus por sobre el respeto a la vida y la integridad humana.
Desde la semana pasada se cumplen 20 años de lo que un intenso aparato de propaganda generó, alertando al mundo del riesgo que generan estos mecanismos perversos al servicio de los intereses de turno. La región no está en paz. Las consecuencias de lo ocurrido en 1994 gravitan hoy día. El Congo es otro escenario dramático, el peor del planeta desde el final de la Segunda Guerra Mundial, donde se estima que murieron 5 millones de personas desde mediados de los 90, y guarda relación con Ruanda. Buena parte de los verdugos hutus de 1994 se refugió allí, avalados por Francia. En suma, los Grandes Lagos africanos son una región caliente desde hace tiempo. La comunidad internacional no lo aprende cuando, además, África importa poco para Occidente. De hecho, durante el genocidio, causó más impacto mediático el gran número de desplazados que las propias víctimas de lo que, por ejemplo, Francia calificó como “guerra civil”, defendiendo a sus aliados hutus. La Radio de las Mil Colinas aplaudió la intervención francesa, responsable que los verdugos llegaran a refugio una vez perpetrada la masacre que hoy lamentamos pero que en 1994 si apenas conocimos y que convirtió a Ruanda, según el Banco Mundial, en el país más pobre del mundo en julio de 1994, al término del asesinato de unas 800.000 almas en tiempo record.