Cuando uno es de Madrid idealiza el mar. Quizá porque representa la libertad, la inmensidad, justo lo contrario del asfalto o del hormigón que nos rodea. Quizá porque no lo tiene a mano. Quizá porque desde pequeño es el destino inalcanzable, el sueño de las vacaciones, el lugar donde uno va a relajarse, donde generalmente todo es agradable y nunca hay prisa. Quizá porque mi madre también lo adora. Quizá porque aparte de nacer en Madrid, yo viví 20 años en la Carretera de la Playa… y eso tiene que marcar de alguna manera.
Ya ven, para que luego nos acusen a los madrileños en los pueblos de la costa de invadirlo todo y de montar la verbena de la Paloma cada vez que el buen tiempo asoma en la capital. Qué quieren que hagamos. Nos lo meten en la cabeza desde la cuna. ¿Cómo no vamos a salir pitando cada vez que tenemos un día libre? Y luego piensen qué sería de sus pueblos sin los madrileños. ¿Cuántas familias habremos alimentado con los clavos que nos han metido en las cuentas? Un madrileño es capaz de pagar una fortuna por unas papas arrugás con mojo en Las Canarias, por una ración de gambas en Huelva, por un espeto de sardinas en Málaga, por un atún en Cádiz, por una paella en Valencia, por una escalibada en la Costa Brava, por un pastel de cabracho en Asturias o por una ración de pulpo en Galicia. No sigo porque me voy a comer la pantalla del ordenador.
Nostalgia y melancolía
Sin embargo, cuando uno tiene la playa al alcance de la mano, se da cuenta de que por mucho mar, muchas olas, muchos atardeceres… lo que realmente importa es la gente que te rodea. Los amigos y la familia. Por supuesto Elena. Esto es la vida real. Y no un cuento de hadas. Y además de ser pareja, somos personas y echamos de menos a nuestra gente. No hay nada malo en reconocerlo. Hubiera sido mucho peor venir solos. Al menos nos tenemos el uno al otro para las tardes de melancolía, como esta, y para los buenos ratos que pasamos, no se crean. Venir aquí ayuda a crecer como pareja. Y como seres humanos. Les recomiendo esta terapia vivamente. África sorprende también por ese lado.
Pero vuelvo a mis recuerdos, déjenme, que hoy tengo saudade. Hace años, por ejemplo, bastaba que Raúl se presentara en casa una tarde de viernes, a bordo de su SEAT Málaga desvencijado, con el perro Otto acomodado en los asientos de atrás, y con una guitarra envuelta en una manta en el maletero. Entonces poníamos rumbo a Levante, en busca de la playa más cercana. Y nos pasábamos un par de días durmiendo sobre la arena, con la mirada puesta en el horizonte, cantando canciones y enviando mensajes en botellas vacías. Quizá fuimos precursores del perroflautismo.
A veces pienso en aquellos años 20 -los nuestros- cuando paseo por la playa del Maranatha. La basura que levantan los pies al caminar me devuelve a la realidad. Se difumina la nostalgia cuando Eddi, una niña de 10 años más lista que el hambre, nos coge de la mano y nos lleva caminando a su casa. Le hemos comprado unas naranjas y sonríe contenta.
Atravesamos un lugar que para algunos sería el paraíso hippy. A saber: cocos, piñas, palmeras, hamacas, marihuana, cerveza fría, arena blanca, el agua dulce del río, el mar embravecido… Y para otros, la expresión de la pobreza: miles de personas en infraviviendas, agua estancada, un colegio financiado con donaciones de voluntarios, ningún hospital a menos de varias horas de trayecto, ausencia de electricidad y unos gusanos que se ponen las botas cada vez que trincan piel blanca. La piel local está inmunizada. Al menos en este caso, no están en desventaja.
El saqueo del mar
Así es el entorno en el que vivimos. Si uno anda desde el estuario, donde se abrazan río y mar, hasta Anyakpor, donde está nuestra escuela para menores abandonados -unas dos horas sin prisas- advierte un montón de detalles. La playa no es idílica, aunque podría serlo. Las bolsas de agua tiradas en la orilla, las latas de refrescos, las botellas de cristal, los restos de cualquier cosa manipulada por el ser humano están esparcidos por la playa. Nadie lo limpia.
A este hecho, se suma una sucesión de pequeños peces muertos. También de tortugas gigantes más tiesas que la mojama. Ya hemos visto varias. Y este es uno de los lugares protegidos de Ghana para estos animales. Sin embargo, en los diarios han denunciado el t?afico de la carne de tortuga. Al parecer es muy apreciada en China y se la llevan de forma ilegal. El caso es que las tortugas aquí vienen de noche a poner sus huevos y a veces no regresan al mar.
Quizá los peces y las tortugas han muerto por la contaminación del agua. Apenas 300 kilómetros más al este, se encuentran los yacimientos de gas y petróleo de Nigeria. Allí se han producido graves accidentes que han terminado con miles de toneladas de crudo y de otros materiales tóxicos en las aguas. Pero nadie rinde cuentas. Como mucho han supuesto tres o cuatro días de noticias, pero la Shell, Chevron o la empresa responsable casi siempre escapa impune. Menos cuando se moviliza la opinión pública y la comunidad internacional hace campaña para impedirlo.
En los países pobres se expolian los recursos naturales a capricho, sin apenas respetar las reglas del juego. Las empresas extractoras tienen los ases en la manga. Tú tienes el gas o el petróleo pero yo lo exploto, te doy un poco de pasta, y miras hacia otro lado. No ocurre sólo en África y no ocurre sólo en el sector de los combustibles. En América Latina, por ejemplo, las eléctricas también tienen varias denuncias y algunas son empresas españolas.
Pero menuda está cayendo ahora en Nigeria, con los radicales de Boko Haram sembrando el terror en el norte del país, en nombre del islamismo extremo, asesinando cristianos y atentando contra instituciones oficiales. Menuda tienen allí liada, insisto, para que alguien se preocupe del mar… y de quienes lo habitan, los peces; y de quienes viven de él, los pescadores.
Tan poco importa el mar aquí que muy pocos han reparado en que el golfo de Guinea también es lugar de piratas. En toda la costa de África Occidental se produjeron el año pasado al menos 45 ataques. 21 en Benín, 14 en Nigeria, 7 en Togo, 2 en Ghana y 1 en Costa de Marfil. Mientras escribo estas líneas se tiene noticia de un nuevo ataque a un barco en Nigeria. Estas costas son tan peligrosas como las de Somalia, en términos estadísticos. Sobre todo se persigue el petróleo que por aquí circula. Se calcula que unos 4 millones de barriles por día. No me negarán que es un botín jugoso.
Claro que esto de la piratería siempre tiene dos puntos de vista. Porque es sabido que muchos barcos europeos, españoles incluidos, faenan en aguas de África Occidental sin pagar impuestos ni rendir cuentas de sus capturas. Aquí vienen cargueros enormes, se llevan el pescado, esquilman el mar y rumbo a casa; o a los lugares establecidos en la costa africana donde almacenan el pescado, mucho del que consumimos en España. Chema Caballero lo ha explicado muy bien hace poco en una serie de artículos http://linuca.org/link/?l14254 y no puedo estar más de acuerdo.
El mar como amenaza
Pero volvamos a la playa, que es donde estoy mientras pienso en este post. Acompáñenme y sigan caminando. Verán que no es extraño encontrarse a pescadores arrastrando la red hasta la playa: hombres, mujeres, niños… todos tiran de la cuerda para recoger el pescado. En ocasiones, tienen que meterse en el agua para hacer bien el trabajo. A veces quienes se meten no saben nadar y hace poco se ahogó un chaval. Una mala ola se lo llevó.
Una vez en tierra reparan sus redes. Es un trabajo duro y mal remunerado. No alcanza para alimentar a todas las bocas.
Este mar también esconde un pueblo entero: Ada Foah. Durante años, el agua fue engullendo metros de tierra hasta que dio jaque mate y se merendó casi tres kilómetros de casas y calles. Hoy quedan en pie restos de la antigua cárcel, el cementerio de los blancos, algunas construcciones y un trozo de la vieja carretera principal.
No hay paseo marítimo
Pasear por la playa también es una carretera de obstáculos. Como no hay servicios en las casas –el 51% de la población de Ghana orina y defeca al aire libre-, la costumbre local es hacer las necesidades mirando al mar. Lo peor es que a nadie le da por enterrarlas. Y cuando se trata de aguas mayores, no te das cuenta y entras en terreno minado. Nunca he estado en un campo de minas, lo máximo en un campo de tiro, pero estar rodeado por excrementos humanos es asqueroso. Aquí la playa no es un lugar para andar. De hecho, la gente nos mira atónitos cuando lo hacemos. Aquí la playa, es un lugar de trabajo o el baño comunitario.
Ahora que Julia nos trajo unas raquetas, Elena y yo también hemos convertido un trocito de arena en una pista de tenis. Una vez a la semana las personas de las comunidades se congregan para vernos dar raquetazos. Lo pasan en grande. Y animan más a Elena. No lo hace mal.
Para evitar la furia de las olas y que vuelvan a arrasar con todo se está construyendo una defensa. Una barrera artificial de piedras, parecida a otra que hay en la vecina localidad de Keta. El proyecto estuvo a punto de caerse hace un mes por falta de presupuesto. La duda estaba entre construir un edificio nuevo para el Gobierno Local -District Assembly- o seguir con la defensa del mar. Ganó por poco la barrera de piedra y el edificio del Gobierno ha quedado a medio hacer en la carretera que une Ada Foah con Ada Kasseh.
Últimamente, a todas horas -trabajan también de noche- grandes camiones pasan a toda velocidad transportando enormes piedras sin ninguna seguridad. A veces, estás en mitad de la carretera y los ves pasar. Piensas en que se puede caer una piedra -se transportan sin asegurar- y provocar un accidente. Ya he contado que los accidentes de tráfico son muy frecuentes en Ghana y no es extraño ver un coche tirado en la cuneta, un tro-tro incinerado o una moto reducida a un amasijo de hierros. Además, los camiones tan pesados estropean el delgado asfalto y provocan más baches en la calzada. Los sufridos vecinos los reparan como pueden, pero haría falta una buena inversión en infraestructuras. Bueno, y en educación, y en sanidad… y en tantas cosas. Pero esto es África Subsahariana, no lo olviden, y los presupuestos no dan para más, y menos en un pueblo.
Y así, despacito, sin apenas darme cuenta hemos llegado a casa. Elena estará a punto de aparecer. Será cuestión de cenar, sentarnos en el patio donde se aprecia una ligera brisa marina, tomarnos una cerveza y meternos al sobre. En las noches sin funeral se escuchan las olas rompiendo en la playa. Mola dormirse con ese sonido.
Original en : Ghaneantes, aviso para