Aquí no hay Faraones : Memorias de un egipcio en tierras aztecas : Capítulo I

27/06/2011 | Cuentos y relatos africanos

Hay quienes dicen que si tienes un fuerte accidente o tu vida está en la fina línea de la vida o la muerte o simplemente un extremo peligro acecha, ves tu vida frente a tus ojos como una micropelícula, la cual cuadro a cuadro te muestra los momentos más significantes, bellos y románticos. Pero afortunadamente no necesito de eso; los ricos aromas del café que se desprende en esta cafetería me permiten ver las huellas labradas a lo largo de 36 años. Los deliciosos vapores me transportan a Sinuris, me regresan a la tierra de Al Fayoum, me llevan a Egipto, a la patria de la cual salí sólo con mis sueños, un amor, la cruz y la bendición de los míos.

¡El café es maravilloso! Y también me da la gracia de observar a Jacobo y Fayka, mis padres; septagenarios, valientes, perfectos, siempre amorosos. Casi puedo sentirlos. En esa genial perfección me hacen creer que les gustaba mucho el equilibrio y es que somos tres hombres y tres mujeres, a mí me tocó ser el sexto en ver la luz del sol. Por cierto casi olvido mis buenos modales, mi nombre es Kamal.

Yo nací en una aldea que se llama Nakarifa, a una hora del Cairo. Fui como cualquier niño, de cualquier nación, de cualquier color; me encantaba imitar a los gatos y no precisamente por lamerme los bigotes, sino por copiar esa instintiva actitud de ellos; vagar, vagar y vagar. La calle tenía un poderoso imán, me llevaba a mis amigos y jugábamos al fútbol, a las escondidillas y las risas siempre estaban presentes. Pero como todo gato regresaba al hogar donde sabía que una familia me quería y protegía.

En esa infancia llena de risas, papá me enseñó que el trabajo no es sólo un acto que te permite comer y vestir, sino que es un acto que te dignifica como humano y te permite valorar lo que posees; así que papá, mi hermano mayor y yo nos íbamos al campo a sembrar trigo, alfalfa, a plantar limones, naranjas, olivos y uvas. En mi boca aún puedo sentir las delicias que provocaban esas cosechas llenas de esfuerzo, trabajo y amor.

Claro que también tuve mis momentos malos, pero uno en particular todavía lo tengo grabado en la mente -la maestra del colegio dándome una tremenda paliza- golpe a golpe aún me arde cada centímetro de mi piel; ya olvide la razón, el tiempo y el método, pero no borro esa terrible sensación. En fin, creo que todos hemos tenido una maestra o un maestro así.

Y entre juegos, risas, las cosechas y mi familia los años y años pasaban en la tranquila Nakarifa y, en verdad que era tranquila; allí Dios nos dejó adorarlo sin tantas complicaciones, sin violencia, sin maldad. Allí Dios no nos cegó los ojos ni nos dio espadas para matarnos en su nombre. Al Fayoum fue la última zona donde entró el Islam, en esa tierra había casi mil iglesias y monasterios y el cristianismo se conservó por mucho tiempo. En la afanosa tarea de llamar a cada cosa por su nombre y meterla en una categoría a nosotros los egipcios que creemos en Cristo nos llaman Copto; hay coptos católicos y coptos ortodoxos, yo soy de los últimos.

Los musulmanes y nosotros crecimos juntos, aprendimos a respetarnos y entendimos que aunque el nombre sea Jesús o Alá, recemos al cielo o en dirección a la Meca, el resultado era el mismo – simplemente fe y amor- De repente había conflictos, y cómo no haberlos, finalmente somos humanos y como buenos humanos a veces nos gusta complicarnos, nos gusta manchar las cosas más sencillas de la vida. Pero gracias a Dios y a la buena voluntad teníamos buenas relaciones con todos los vecinos, casi todos musulmanes. En sus fiestas por ejemplo íbamos a festejarlos y viceversa, si alguien de ellos moría íbamos a los funerales y al revés.

(continuará…)

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