Una vez más me volvió a pasar. Quiero decir, quedarme tirado en medio de la nada, o al menos eso me parecía a mí. En las carreteras de África he tenido algunas de las mejore y de las peores experiencias de mi vida. He presenciado accidentes horribles, he visto seres humanos .desangrándose que acababan de saltar por los aires al pisar una mina y me he encontrado con vehículos ardiendo después de una emboscada rebelde. Pero también he visto solidaridad, ayuda desinteresada y ángeles de la guarda en forma de personas que te sacaban de un apuro que parecía insalvable y que aparecían de forma inesperada. Esa fue mi experiencia el pasado domingo 23 de junio cuando viajaba por el Noreste del Congo.
El día anterior acababa de terminar unos días de formación con líderes comunitarios de zonas de este país azotadas por la violencia cruel del Ejército de Resistencia del Señor, el temido LRA de Joseph Kony. Me encontraba en Faradje, a unos 300 kilómetros de la frontera próxima a la ciudad de Arua, en Uganda. Nada más concluir el seminario mi compañero (Albert, un líder de los comités de paz de la diócesis anglicana de Aru) y yo pensamos que con la renqueante camioneta del pleistoceno que teníamos como medio de transporte lo más prudente era salir sin demora y hacer el viaje en dos etapas. El chófer, un hombre joven que llevaba ya dos semanas lejos de su familia, insistió en que podía hacerlo en un solo día y que era mejor llegar esa noche, pero con paciencia le explicamos que en las condiciones en que se encontraba el vehículo, y sobre todo sin rueda de repuesto, nos arriesgábamos a mucho si nos sorprendía un percance en medio de la noche.
Los primeros ochenta kilómetros los hicimos sin grandes problemas, en unas dos horas y media, un tiempo que no está nada mal para estas carreteras, de las que en tantas ocasiones he escuchado decir a amigos misioneros que han trabajado en esa zona que a veces necesitaban todo un día para recorrer 30 kilómetros. El viaje, durante la tarde, resultó agradable al pasar de un pueblo a otro donde siempre nos recibía una descarga de calor humano en forma de muchachos que jugaban al fútbol, hombres que tocaban el tambor , mujeres que regresaban del mercado y chiquillos que jugaban al lado del camino. Ya era de noche cuando llegamos a Durba, una localidad que durante los últimos años ha crecido mucho por situarse al lado de una enorme mina de oro que durante el último bienio ha explotado la compañía multinacional “Kibaki Gold”. Durba al anochecer tenía todo el aspecto de una de esos villorrios del salvaje Oeste con apresuradas idas y venidas de personajes que, si no eran forajidos, por lo menos parecían estar afectados por la fiebre del oro y entraban y salían de los tugurios donde se escuchaba música a todo volumen y se bebían cervezas y aguardiente local.
Pasamos la noche en un pretencioso chiringuito bautizado con el pomposo nombre de “Hotel Fantastique”. Poco fantástica me resultaron las horas en las que en vano intenté conciliar el sueño en un camastro poro acogedor, mientras en el patio sonaba sin parar una cantinela de vocerío, música y motores que arrancaban a cualquier hora.
Salimos el domingo a las cinco y media de la mañana, antes de que despuntaran las primerísimas luces del alba. Me había parecido un milagro que el coche aguantara tanto tiempo sin pararse el día anterior, y me lo siguió pareciendo cuando conseguimos avanzar un centenar de kilómetros a una media de 20 ó 30 por hora. Pero llegó un momento en que los ronquidos del motor se tornaron casi detonaciones y el coche se paró y nos dejó muy claro que no estaba dispuesto a seguir adelante ni un metro más.
No sé por qué, no me agobié en absoluto. El instinto me decía que la ayuda llegaría de forma inesperada durante los minutos siguientes, y así fue. Primero se nos acercaron unos hombres que salieron de la maleza. Albert charló animadamente con ellos, y mira tú por donde, resulta que la avería nos había sorprendido en una zona donde vivían varios de sus familiares, los cuales pacientemente nos ayudaron a empujar el coche hasta un poblado donde lo pusimos en un lugar seguro.
Acto seguido, como si todo fuera parte de un guión ya escrito, apareció en el horizonte detrás nuestro una furgoneta inmaculadamente nueva que al llegar a nuestra altura se paró. El conductor, un ugandés de Arua que llevaba dos pasajeros, nos preguntó si podía ayudarnos en algo. Albert negoció un precio con él y me dijo que no me preocupara. A los diez minutos ya estábamos los dos y el chófer cómodamente asentados en la furgoneta tras despedirnos de los familiares de Albert que tan amablemente nos habían ayudado.
Llegué a Arua sin problemas ni percances de ningún tipo, tras cruzar la frontera entre el Congo y Uganda. Allí me esperaba Alfred, uno de mis cuñados, con el que me dirigí al pueblo de mi mujer, Margaret, para pasar el resto del día y de la noche. Todo salió bien y sin problemas. Nos siempre salen en África las cosas tan bien, pero cuando te ves en situaciones problemáticas en mitad de la carretera, mi experiencia me dice que –al menos en las zonas rurales de casi cualquier país- casi siempre podrás confiar en que te encontrarás con personas amables que intentarán ayudarte en todo lo que puedan.
Original en : En Clave de África