“Han matado a más de 30 niños. Si no venís vosotros a verlo nadie hablará de esta masacre”. Recuerdo muy bien la angustia de Fidel, uno de nuestros catequistas, cuando un día de marzo de 1998 vino a verme a la misión de Kitgum, en el norte de Uganda, donde trabajaba yo entonces. Fidel había corrido un gran riesgo al recorrer en bicicleta unos 50 kilómetros desde el pueblo de Wol por una carretera por donde apenas había tráfico debido a la constante presencia del Ejército de Resistencia del Señor (LRA en inglés), la guerrilla liderada por el sanguinario Joseph Kony de la que se habla tanto estos días por el famoso vídeo de Invisible Children. La historia que nos contó me puso los pelos de punta.
Según él, hacía un par de semanas se había señalado la presencia de un grupo de rebeldes del LRA en las proximidades de Wol. A su paso por los pueblos vecinos habían secuestrado a un nutrido grupo de niños que estaban en su poder. Una mañana, el comandante ordenó que llevaran a algo más de 30 de ellos a buscar agua a un arroyo cercano. Atándolos con cuerdas, como solían hacer para evitar que escaparan, los pusieron en fila y, custodiados por varios guerrilleros bien armados, les llevaron de bajada hacia un río con bidones vacíos. Era la época de la estación seca y el ejército ugandés conocía muy bien los escasos puntos de agua donde, previsiblemente, el LRA no tendría más remedio que acudir si no quería morir de sed. Escondidos entre los arbustos, aguardaban apostados varios soldados gubernamentales que al ver venir aquel cortejo abrieron fuego. Según Fidel, ninguno de los 30 niños consiguió escapar. Un periodista ugandés había mostrado un gran valor al acudir al lugar y dar la noticia en una radio local. El ejército, con un furibundo comunicado, negó que el incidente hubiera tenido lugar.
Sólo había una manera para nosotros de saber la verdad, y era llegando allí. Cuando digo “nosotros” me refiero a la incipiente Comisión Justicia y Paz que acabábamos de comenzar en las parroquias católicas. Armado de mi rudimentaria cámara fotográfica y mi bloc de notas, me monté en el coche con un compañero de la misión y, tras recorrer los 50 kilómetros por una solitaria carretera llevándolos de corbata, llegamos a Wol. Allí dejamos el coche y, escoltados por dos de los líderes de la comunidad cristiana, recorrimos unos ocho kilómetros por un bosque sin presencia humana hasta que llegamos al lugar del suceso. Allí estaban los cadáveres, muy descompuestos, de dos docenas de niños, aún atados con cuerdas y con bidones de agua esparcidos por el suelo. Me dirigí a los arbustos desde donde el ejército había disparado y, midiendo la distancia hasta el primer cuerpecillo, calculé que los que abrieron fuego pudieron darse cuenta perfectamente de que apuntaban a niños atados con cuerdas. “Los niños, ligados como estaban, no pudieron escapar, pero sí salieron corriendo los rebeldes que los escoltaban”, nos dijo uno de nuestros acompañantes.
Nunca he sacado fotos con tanto temblor. El olor a muerte que entró en las profundidades de mis pulmones me acompañó durante varios días en la memoria. Tras desandar los ocho kilómetros aún pudimos recorrer otros 25 kilómetros y llegar al hospital de Kalongo, donde nos habían dicho que encontraríamos a tres niños supervivientes, los cuales nos corroboraron, como testimonio de primera mano, lo que nuestros informadores nos habían dicho.
Al día siguiente escribimos el informe de lo que había pasado. Lo hicimos con la vieja Olivetti de la misión, en copias de papel carbón, ya que en 1998 aún no teníamos en aquellas latitudes ni internet, ni teléfonos móviles ni fax. Enviamos el informe, con las fotos, a todas las embajadas en Kampala, a diversas oficinas gubernamentales, a oficinas de Naciones Unidas, a varias agencias de prensa y a varias organizaciones internacionales de derechos humanos. Sólo nos respondió la embajada británica, ofreciéndonos un encuentro personal con suficiente tiempo. Un periódico ugandés publicó la noticia, a la que siguió una furibunda negativa por parte del gobierno del país. Un año después, fui invitado por una ONG de derechos humanos en la Universidad de Makerere (Kampala) a dar una conferencia, que comencé ilustrando con un relato detallado de aquella masacre. A los pocos días recibí una amenaza de expulsión por parte del gobierno. Sería la primera de las tres que recibí en años sucesivos y que me obligó en algunas ocasiones a cambiar de lugar para dormir y a seguir una rutina evitando hablar de mis planes de viaje cuando me desplazaba por aquellas carreteras. A partir de entonces documentamos durante varios años todas las atrocidades cometidas por ambas partes en conflicto de las que tuvimos noticia y seguimos informando al mundo, nos hicieran caso o no. Recuerdo una ocasión en la que unos soldados gubernamentales habían matado a seis jóvenes el día de Navidad de 2005 en un campo de desplazados. Llegamos al día siguiente y mientras estábamos tomando notas aparecieron unos soldados que, incómodos ante nuestra presencia nos obligaron a poner pies en polvorosa.
No es esta la única atrocidad que cometió el gobierno de Uganda durante los años de la guerra. A menudo bombardeaban con helicópteros a grupos de guerrilleros y a las pocas horas anunciaban en la radio que habían dejado “fuera de acción “ (una manera elegante de decir que habían matado) a 40, 50 o 100 guerrilleros. En muchos casos se trataba de niños recién secuestrados. Como dijo en una ocasión Anjelina Atyam, la presidenta de la asociación de padres afectados (por los secuestros de niños), “si matan a nuestros hijos los cuentan como rebeldes eliminados, pero si escapan durante un combaten los cuentan como niños rescatados”.
A esto habría que añadir que desde 1996 el ejército ugandés provocó el desplazamiento forzoso de más de un millón de personas. Lo hicieron con la intención de vaciar las zonas rurales, concentrarlos en campos de desplazados (a los que eufemísticamente llamaban “poblados protegidos”) y entrar a saco en los bosques para enfrentarse a la guerrilla, sin que ésta pudiera encontrar alimentos o reclutas en los poblados. En muchos casos bombardearon aldeas de personas que se habían negado a abandonar sus casas. También quemaron casas y graneros para que la gente no pudiera volver e incluso talaron árboles frutales para que ni rebeldes ni civiles pudieran encontrar nada con lo que alimentarse. Previsiblemente, lo único que consiguieron fue que un enfurecido LRA comenzara a lanzar ataques nocturnos contra los campos de desplazados, que se convirtieron en verdaderas ratoneras para los indefensos campesinos acholi.
Todo esto es una mínima parte de los abusos de derechos humanos que la gente del Norte de Uganda ha soportado desde 1986, durante dos largas décadas en las que sufrieron el abandono por parte de la comunidad internacional y el silencio de los medios de comunicación, más interesados por aquel entonces en otras crisis como la de los Balcanes. Recuerdo un día de aquel triste mes de marzo de 1998, en que abrí la radio y escuché las noticias de la BBC, la Voz de América y Radio France. Todas ellas daban como primera noticia que el ejército israelí había matado a dos niños palestinos. De los 30 niños masacrados en Wol ni una palabra. Ni aquel día ni durante los sucesivos. Desde entonces, una de las convicciones más arraigadas que tengo es que vivimos en un mundo que no da a la vida humana el mismo valor en todas partes.
Original en En Clave de África