Históricamente, la comunidad afrodescendiente en México ha sido relegada, discriminada y hasta negada. Pero gracias al esfuerzo continuo por parte de sus integrantes, con la reforma al Artículo 2° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, ya se reconoce oficialmente a los pueblos y comunidades afromexicanas como parte integral de la composición pluricultural de la nación, a fin de promover su libre autodeterminación, autonomía, desarrollo e inclusión social. No obstante, todavía queda un largo camino por recorrer para que lo señalado en la carta magna se traduzca en mejores condiciones de vida para las y los afromexicanos.
Sin duda, el hecho de que sigan permaneciendo invisibles para el resto de los sectores de la sociedad mexicana continúa siendo el obstáculo más grande para la consecución de esos objetivos. Hace tan solo seis años ni siquiera se sabía con certeza cuántos son y dónde viven, hasta que en 2015 el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) incluyó por vez primera una pregunta sobre la afrodescendencia o no de los integrantes de los hogares del país en la Encuesta Intercensal que se llevó a cabo ese año.
Con algo de sorpresa, se comprobó que en México los afrodescendientes se encuentran distribuidos prácticamente en todo el territorio nacional, lo cual revela la existencia de una gran y diversa comunidad afromexicana que ha permanecido oculta durante siglos. El año pasado, el INEGI volvió a retomar el tema de la afrodescendencia en nuestro país en el Censo de Población y Vivienda 2020, cuyos resultados finales indican que en México dos millones 576,213 personas se autorreconocen como afrodescendientes, casi el doble de lo que arrojó la Encuesta Intercensal de 2015, y se demostró que en algunos Estados del norte, como Sinaloa, la población afrodescendiente es mayor de lo que se pensaba.
Ello nos obliga a emprender esfuerzos para rescatar la identidad, tradiciones y características de la población que pertenece a este grupo sin ningún tipo de prejuicio. Si bien es verdad que la afromexicanidad es un aspecto que está invisible en todos lados, en el norte del país su desconocimiento es mayor todavía.
Así, dentro del marco del reconocimiento de las especificidades regionales de las personas, pueblos y comunidades afrodescendientes, resulta interesante observar y estudiar su composición en esta parte del territorio mexicano, cuya conformación histórica, tal como veremos, tiene al menos tres fuentes constitutivas, mismas que se encuentran interrelacionadas con los acontecimientos que han ocurrido del otro lado de la frontera, en los Estados Unidos. No debemos perder de vista que en esta zona existen fuertes lazos culturales, económicos y familiares que trascienden el concepto de frontera, entendido como un espacio que divide y delimita, resultado de un pasado y un territorio compartido, aspecto crucial para comprender las particularidades de los afrodescendientes que ahí residen.
Al igual que en toda América, los colonizadores europeos trajeron esclavos de África, que se convirtieron en una pieza central para el funcionamiento de las economías coloniales, que requerían de una numerosa fuerza de trabajo para su supervivencia, y ante la dramática disminución de la población indiana, los esclavos negros fueron canalizados para hacer el trabajo rudo en las haciendas, las minas o en calidad de siervos o criados domésticos.
En el caso del Virreinato de la Nueva España (México), si bien la presencia de esclavos se diversificó en los distintos puntos geográficos, fueron cuatro las zonas donde su presencia fue más significativa: en la región del golfo, con Veracruz como centro; Puebla; la costa del pacífico, principalmente en Acapulco; y en la ciudad y el Valle de México. Su presencia trajo consigo importantes cambios en materia demográfica, dando origen a las diversas castas como resultado de las relaciones parentales que establecieron con las demás razas.
En aquella época, los reyes y virreyes alentaban la expansión de los dominios de la corona española en América, por lo que emprendieron constantes campañas para ensanchar las fronteras del Virreinato en todas direcciones, para cumplir con lo estipulado en el Tratado de Tordesillas. Tomando como eje a la Ciudad de México, miles de conquistadores se lanzaron hacia la consecución de esta empresa, tratando de emular las hazañas de Hernán Cortés y sus hombres, y en este obsesivo afán se formularon, bajo ningún sustento, decenas de mitos e historias de fantasía, como la existencia de la fuente de la eterna juventud y la de Cíbola y sus siete ciudades de oro en los territorios del norte.
Sin embargo, la conquista, evangelización y pacificación de los pueblos que ahí se asentaban fue larga y complicada, con pocas riquezas materiales para los españoles en medio de un entorno árido y extremoso. Dentro de estas labores, al igual que en otras partes del Virreinato, el arribo y participación de esclavos negros traídos de África fue una constante, sobre todo en los primeros años de la colonia. Aquí también existió una gran cantidad de población de esclavos africanos, principalmente en ranchos, misiones evangelizadoras y minas, sitios donde se ejercían labores de agricultura, pastoreo y vaquería. Sólo que, al igual que en el resto del territorio mexicano, sus rasgos se fueron diluyendo a través del mestizaje.
Al noreste, se vendían esclavos en Saltillo y Monterrey, dos de las principales ciudades del norte. Los gobernadores y clases acomodadas del Nuevo Reino de León y Nuevo Santander (Tamaulipas) tenían esclavos con diferentes orígenes, sobre todo de Guinea y el Congo. Y al ser considerados como cualquier otra mercancía, no sólo se vendían, incluso se hipotecaban y empeñaban. Bajo estas condiciones los esclavos adquirieron una mayor movilidad, y por las características geográficas de la región, se dispersaron, situación que se facilitó ante la lejanía de las grandes ciudades.
Pero no todos los negros eran esclavos. Muchos provenían del sur como libertos o cimarrones, y se ofrecieron como mano de obra. De esta forma, sitios como Linares, Nuevo león, mantienen hasta la fecha porcentajes más altos de afromestizos que el resto de castas, y donde todavía es común escuchar palabras de origen africano, como Congal y Pingo. En esas regiones el proceso de mestizaje operó principalmente en base al componente africano y chichimeca. Es por esto que algunos de los afromexicanos que habitan el norte del país se autodenominan como afrochichimecas
Por su parte, en el noroeste, los esclavos africanos y sus descendientes también participaron en la fundación de poblaciones, donde después de muchos sacrificios y sortear enormes adversidades, y bajo el liderazgo y tenacidad de misioneros jesuitas, lograron sostenerse asentamientos permanentes en lo que hoy es Sonora, la península de Baja California y la sierra tarahumara de Chihuahua en el Siglo XVII. Un siglo más tarde, misioneros y exploradores al servicio de la corona de España fundaron más al norte nuevas poblaciones, que hoy son importantes para los Estados Unidos, como San Diego, Los Ángeles, Sacramento, San Francisco, San José, Santa Fe y San Antonio de Béjar, todas incorporadas a la Nueva España. La gama racial de esas sociedades estaba compuesta de varias castas, pero la mayoría eran mestizos, mulatos e indígenas.
De esta forma, desde sus orígenes muchos pueblos, municipios y ciudades del norte de México y el Sur de los Estados Unidos se conformaron por pobladores afrodescendientes. Por ejemplo, Beverly Hills, una de las zonas residenciales más caras de Estados Unidos localizadas al pie de las montañas de Santa Mónica, California, le perteneció a María Rita Quintero, una mujer hispano-mexicana descendiente de esclavos.
Pero éste no fue el único origen de la población afrodescendiente en esta parte del continente americano. Al igual que el imperio español, la corona británica practicó el comercio y trata de esclavos africanos en las Trece colonias de Norteamérica, sobre todo en Virginia, las dos Carolinas y Georgia. Habría que marcar dos diferencias importantes entre estos esclavos con respecto a los que arribaron a la Nueva España: los primeros se destinaron a realizar trabajo forzado en plantaciones, no en haciendas o minas; y prácticamente no hubo un mestizaje con el resto de los sectores de la sociedad norteamericana. La condición de esclavitud entre los negros se heredaba de padres e hijos, y a la par que se expandían los cultivos de plantación, los dueños requerían cada vez más mano de obra.
De esta manera, los esclavos y los afrodescendientes de los Estados Unidos no estuvieron sometidos a los mismos procesos de intercambio cultural y social que las comunidades afromexicanas sí experimentaron, lo que derivó en la conformación de una conciencia de clase determinada en buena medida por el color de la piel, y hasta cierto punto sus demandas fueron más visibles por esta misma cuestión. Y mientras que en la Nueva España la esclavitud fue perdiendo fuerza desde finales del Siglo XVIII, después de su independencia los Estados Unidos fueron más dependientes de la población esclava a medida que fueron ganando territorios hacia el oeste.
Cuando Estados Unidos realizó la compra del territorio de Luisiana en 1803, se establecía por primera vez contacto directo con el gobierno de ese país, en un territorio cuyos límites eran ambiguos e imprecisos, cuestión que fue heredada por México al momento de consumar su independencia, en 1821. Desde un inicio el gobierno norteamericano pensaba que su país estaba predestinado a ocupar toda la costa del pacífico, según lo previsto en las doctrinas Monroe y del destino manifiesto (América para los americanos), por lo que alentó a sus ciudadanos a establecerse a lo largo de los amplios terrenos deshabitados.
En este contexto, el naciente gobierno mexicano privatizó las propiedades de las misiones y abrió los territorios norteños al comercio extranjero, lo cual dio paso a asentamientos de familias norteamericanas, como la concesión que se le otorgó al empresario Stephen Austin en Texas, que llegó a acumular una gran riqueza basada en la explotación ganadera y plantaciones de azúcar y algodón, con mano de obra esclavizada proveniente de Luisiana, Alabama y otros Estados del sur de la Unión Americana.
La presencia de estadounidenses causó serios conflictos con el Estado mexicano. Uno de los conflictos más serios fue que los propietarios de esclavos de Texas rechazaron la Ley de abolición de la esclavitud de 1829, hasta que consiguieron una exención de esta medida para su Estado (que en aquel entonces formaba parte de una jurisdicción federal conjunta con Coahuila). Sin embargo, México no dejó de insistir en su lucha por la abolición de la esclavitud. A inicios de la década de 1830, Manuel de Mier y Terán, comandante de las Provincias Internas de Occidente, manifestaba que los esclavos se mostraban inquietos e intenciones favorables frente a las leyes mexicanas, y los amos respondían con crueldad.
Uno de los argumentos que los texanos dieron en favor de su separación de México en 1835 fue la falta de garantías para proteger la propiedad privada, que por supuesto incluían a los esclavos. Más tarde, la anexión de Texas a Estados Unidos (1845) y la invasión norteamericana (1846-1848) que terminó en la compra forzada de los territorios de Alta California y Nuevo México alteró nuevamente los acontecimientos, y ahora, para los esclavos de Estados Unidos, la nueva frontera era vista por los esclavos como un espacio que ofrecía libertad y mejores condiciones de vida, y por el contrario, para los propietarios y algunos políticos estadounidenses constituía una amenaza para la producción económica y el orden social establecido. Cabe resaltar que en México la esclavitud fue abolida definitivamente en 1837.
Así, miles de esclavos negros provenientes del sur de Estados Unidos intentaron llegar a nuestro país cruzando el río bravo, a pesar de los peligros que representaba realizar este viaje, no solo por las adversidades geográficas y climáticas, sino principalmente por las persecuciones a las que fueron objeto por parte de sus amos para recapturarlos, ofreciendo grandes recompensas por cada esclavo fugitivo que recuperaran, labor en la que también participaron fuerzas cherokees y comanches. En los periódicos de la época quedaron plasmados los anuncios de tales recompensas y las notas en las cuales se describían los aspectos de este fenómeno, y todavía en la época de la Gran Depresión (años treinta del siglo XX) se escuchaban testimonios de algunos afrodescendientes sobre lo que significaba para ellos cruzar la frontera con México.
El periodo en el que se llevaron a cabo la mayor parte de las fugas fue el comprendido entre 1836 y 1866, que coincide con el periodo entre la separación de Texas y el fin de la Guerra Civil estadounidense. Diversos investigadores calculan entre 3 mil y 4 mil fugitivos que entraron a territorio nacional, y les fue bien. Se hicieron mexicanos, y criaron a sus hijos como tales.
Entre aquellos afrodescendientes destacan los mascogos, un grupo de afrodescendientes que llegaron a territorio nacional en aquella época. Sus comunidades se localizan en la localidad de Nacimiento de los negros, en Muzquiz, Coahuila, cercana a la frontera con los Estados Unidos. El primer punto de refugio para este pueblo fue la península de Florida, antes de que fuera adquirida por los Estados Unidos. Pero entre 1818 y 1858 fueron objeto de nuevas persecuciones, y como resultado de las guerras que sostenían entraron en contacto con el gobierno mexicano, quien les otorgó tierras y refugio a cambio de establecer puestos de defensa a lo largo de la frontera. En recompensa por sus buenos servicios fueron autorizados a asentarse al interior de Coahuila.
En la actualidad la mayoría de las familias mascogas se dedica a la agricultura y ganadería, y varios mantienen intercambios comerciales con sus similares de Texas y Oklahoma. Los ancianos aún hablan su propia lengua, el afroseminol, y mantienen vivas sus costumbres y tradiciones. La presencia histórica de esas poblaciones de origen africano es un tema complejo, pero fundamental para comprender la sociedad del presente en el norte de México.
México ofreció refugio a los esclavos que venían desde el sur de los Estados Unidos hasta el fin de la Guerra Civil estadounidense, incluso cuando al mismo tiempo el gobierno de Benito Juárez enfrentaba su propia batalla contra el Impero de Maximiliano y las fuerzas conservadoras que lo apoyaban.
La abolición de la esclavitud por la decimotercera enmienda (31 de enero de 1865) tuvo importantes consecuencias: una vez finalizada la guerra, el presidente Lincoln fue asesinado, y su sucesor aplicó severas medidas para los esclavistas sureños. Sólo con la victoria del general Ulises Grant sobre las fuerzas confederadas se pudo reestableció el orden y se evitó la desintegración de los Estados Unidos, pero la discriminación y el racismo contra los negros se mantuvieron con la creación de sociedades secretas, como el ku-klux-klan, para evitar que los negros lucharan por sus derechos.
El flujo de esclavos en entre México y Estados unidos cesó, sin embargo, los vínculos afrodescendientes en los aspectos cultural, social y familiar entre México y la Unión Americana no quedan ahí. Ahora, la frontera entre México y los estados Unidos atraviesa por una realidad muy diferente a la de mediados del siglo XIX. A contracorriente de lo que sucedía, se cuentan por millones los mexicanos que han migrado a los Estados Unidos en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, entre ellos, miles de afromexicanos de la costa chica de Guerrero y Oaxaca. Si a ellos les sumamos los caribeños que llegan en condiciones infrahumanas, y a los africanos que buscan llegar a los Estados Unidos, en nuestros días estamos atestiguando un nuevo fenómeno de movilidad social en la frontera México-estadounidense protagonizado por la comunidad afrodescendiente en su búsqueda de acceder a mejores oportunidades de desarrollo.
Por supuesto que todo esto ha dado un nuevo giro en la relación bilateral entre México y Estados Unidos, visible en muchos ámbitos. Pero el problema de fondo continúa siendo el mismo: el racismo, la discriminación y la supremacía blanca, aspectos que ya se creían superados, por los que alzaron la voz y lucharon por los derechos civiles para los negros, a mediados del siglo XX, grandes exponentes y activistas como Martin Luther King, Rosa Parks y Malcom X. Actualmente vemos a muchos negros (y latinos) ostentando importantes puestos dentro del gobierno norteamericano, y también algunos de sus miembros son figuras reconocidas en el ámbito empresarial, artístico, deportivo y otros tantos. Sin embargo, los recientes actos de racismo y brutalidad policial contra los afroestadounidenses han dado pie al movimiento Black Lives Matter, que concentra manifestaciones y protestas en favor de la igualdad racial.
Por su parte, la comunidad mexicana e hispana en los Estados Unidos también se encuentra inmersa, por su cuenta, en una lucha constante por la consecución para ellos de los mismos derechos civiles y políticos por los que los afroamericanos pelearon en su momento. Estas demandas están concentradas desde hace décadas en lo que se conoce como el movimiento chicano (cuyo máximo referente fue el activista César Chávez) que busca empoderar a la población estadounidense de ascendencia mexicana, tanto de primera, segunda y, en algunos casos, de tercera generación.
Resulta interesante cómo los movimientos afrodescendientes y chicanos se articulan e inscriben en la misma línea, y aunque las actividades de coordinación entre ambos son difusas, las demandas y reivindicaciones de éstas y otras minorías entran directamente en pugna con la visión conservadora de un sector de la población estadounidense que defiende a capa y espada el carácter anglosajón del país norteamericano. El ascenso a la presidencia de Donald Trump, uno de los suyos, refleja la resistencia de este sector a que los Estados Unidos se convierta en un país multicultural, y cuya administración ha sido la más antimexicana que se recuerde en mucho tiempo. De la lucha entre la tradición anglosajona y la plena integración de las minorías a la sociedad depende en buena medida el futuro de la nación estadounidense, en donde la confluencia de la población afrodescendiente y la participación de los actores provenientes de México y otros países latinoamericanos juegan un papel vital.
Y es así como se ha ido conformando la comunidad afrodescendiente en el norte de México y el sur de los Estados Unidos, cuyos lazos han trascendido la frontera delimitada entre ambos países al compartir un mismo origen, una misma geografía y una misma historia. Hemos comprobado que éste es un espacio muy interesante para pensar la presencia de la población de origen africano en el continente americano. El silencio que se ha mantenido sobre esto debe motivarnos para seguir adelante con las investigaciones y aumentar nuestro conocimiento sobre este tema.