Guinea Ecuatorial es un mal ejemplo de democracia. Su estructura política, edificada sobre el poder de una familia y de una etnia dominante, hace difícil la evolución del país hacia formas más democráticas. Desgraciadamente, Guinea Ecuatorial no es el único país africano, deficitario en democracia, por las mismas causas.
Guinea Ecuatorial dejó de ser una parte de España en África el 12 de octubre de 1968, para convertirse en un país independiente. Sus gozosos inicios, que tantas expectativas de futuro suscitaron entre los ecuatoguineanos, pronto se convirtieron en fuente de dolor y frustración para muchos de ellos. Desde 1968, Guinea Ecuatorial ha conocido dos dictaduras nefastas. La primera fue la protagonizada por Francisco Macías (1968-1979), un dictador sicópata y sanguinario, y la segunda por su, no menos peligroso sobrino, Teodoro Obiang Nguema.
Guinea Ecuatorial es un modesto país, formado por cinco pequeñas islas y una zona continental, engarzada en el Golfo de Guinea, entre Camerún y Gabón. La gente vive de la pesca y la agricultura tradicional, ambas en un régimen de subsistencia, al límite de la pobreza. El país, sin embargo, posee, gracias al petróleo de su subsuelo, una de las rentas per cápita más elevada del mundo; una riqueza monopolizada por la dinastía de los Obiang, que controla el poder desde hace más de cinco décadas; un período de tiempo que los exiliados en el extranjero califican de dictadura y de violaciones de los derechos humanos. “Tiempo perdido”, dicen. El novelista Justo Bolekia, catedrático en la Universidad de Salamanca, describía así la situación hace tres años: “Estos 50 años han sido un caos sin horizontes, sin una política definida, sin la más mínima preocupación por el bienestar de la población, incrementando las diferencias étnicas. Hay personas que mueren a manos de la policía o los militares, la educación pública es un desastre, los medios de comunicación están atenazados por el régimen, la justicia amordazada, hay violaciones de niñas que quedan impunes”.
El informe realizado por nuestro compañero, Bartolomé Burgos, sin dejar de ser crítico con la situación, proporciona otros numerosos aspectos religiosos y culturales, que permiten completar el panorama de un país y de unas gentes, que desearían probablemente una mayor justicia, pero que, por inercia, pasividad o miedo a las represalias, no se atreven a denunciar. Aunque pienso que la Iglesia católica, mayoritaria en el país, sí debería hacerlo.
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