Ocurrió durante la cumbre de la Unión Africana (UA) celebrada el pasado 31 de enero en Addis Abeba. Los jefes de Estado allí presentes aprobaron una proposición presentada por el presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, para considerar la aprobación de una hoja de ruta encaminada a la salida de los países africanos del Estatuto de Roma y, por tanto, dejar de reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional (CPI). Lo cierto es que desde hace años existe un creciente malestar entre los dirigentes africanos relativo a la apertura de causas centradas en el continente de manera casi exclusiva, con la persecución de presidentes como el propio Kenyatta o el sudanés Omar al Bashir, mientras crímenes de guerra ocurridos en otros rincones del mundo o por grandes potencias no merecen el mismo trato.
De hecho, es la segunda vez que la Unión Africana lanza un órdago de este nivel a la arquitectura de la Justicia internacional. Ya lo hizo en 2013 y no prosperó. Sin embargo, en esta ocasión, el debate coincide con el comienzo del juicio en La Haya contra Laurent Gbagbo, ex presidente marfileño, un proceso que nace marcado por la sombra de la Françafrique después de que el apoyo galo tanto económico como militar, con la aquiescencia de Naciones Unidas, resultara clave en el golpe de estado postelectoral de 2011 que desalojó al dirigente marfileño del poder.
Pero volvamos a lo ocurrido en Addis Abeba este fin de semana. “Frente a la amenaza del terrorismo global que nos cuesta vidas humanas, enfrentados a retos económicos, mientras tomamos parte en procesos de paz en la región, tenemos que hacer frente a persecuciones políticas e infundadas de la CPI. Ello nos desvía de nuestro deber de servir plenamente a los ciudadanos y al continente”. Con estas palabras, Kenyatta anunciaba su proposición, presentada a la asamblea de jefes de Estado, de aprobar una hoja de ruta para que los países africanos se salieran del Estatuto de Roma. “No fue para esto que Kenia se sumó a la Corte Penal Internacional. Dudo que vosotros que sois miembros esperaseis esta forma de actuar de la CPI. Tenemos que reafirmar que el principio de inmunidad de los jefes de Estado, aplicable a escala global, también debe aplicarse en África”, remató.
En su reunión a puerta cerrada, los dirigentes africanos aprobaron la propuesta. No es casualidad que la idea proceda de Kenyatta. Él mismo y su vicepresidente, William S. Ruto, fueron objeto de una causa judicial en dicha instancia a causa de la violencia postelectoral de 2007 en Kenia, lo que llevó al Parlamento nacional a aprobar una moción para desvincularse del Estatuto de Roma. Sin embargo, la Fiscalía del Tribunal decidió retirar, por falta de pruebas convincentes, los cargos de crímenes contra la Humanidad contra Kenyatta en diciembre de 2014 y lleva el mismo camino la causa abierta contra Ruto. Esa ausencia de pruebas está relacionada con la falta de una colaboración efectiva de las autoridades kenianas con la CPI, más empeñadas en torpedear el trabajo de la Fiscalía que en apoyarlo.
Pero no es solo Kenia. En junio pasado, la poderosa Sudáfrica había amenazado con seguir este mismo camino después de que un juez de este país solicitara la apertura de una investigación contra el presidente Jacob Zuma. El incidente se desencadenó a raíz de la presencia en Johanesburgo del jefe de Estado sudanés, Omar al Bashir, acusado de crímenes de guerra y contra la Humanidad por el alto tribunal, lo que provocó una solicitud de detención emitida por un juez. Sin embargo, Zuma impidió que dicho arresto se llevara a cabo y ello motivó, a su vez, la decisión judicial de investigar el rol jugado por el presidente a la hora de evitar que se cumpliera la citada orden. Por todo ello, el Gobierno sudafricano amagó con la posibilidad de retirarse de la CPI, algo que no llegó a concretarse.
El juicio que se está desarrollando en La Haya contra el ex presidente marfileño Laurent Gbagbo y uno de sus principales ministros, Charles Blé Goudé, no ayuda precisamente a disipar esa sensación de que la CPI está centrada casi en exclusiva en el continente africano. A Gbagbo, el primer ex jefe de Estado que se sienta en el banquillo de la CPI, se le acusa de haber preparado una estrategia de persecución religiosa y xenófoba contra los seguidores de su rival, Alassane Ouattara, en un conflicto postelectoral que acabó con 3.000 muertos. Sin embargo la versión más extendida y reproducida de los hechos suele pasar por alto que Gbagbo ganó en realidad las elecciones de 2010, según expresó el Tribunal Constitucional de su país, y que fue su rival, Alassane Ouattara, quien usurpó el poder a través del uso de la violencia y con el apoyo de la ONU y Francia. “La ley de los vencedores” ha llegado a decir Amnistía Internacional.
El juicio es una patata caliente para la fiscal jefe de la CPI, la gambiana Fatou Bensouda, que se ha convertido en objeto de las críticas de buena parte de la intelectualidad africana por el rol que está jugando en este proceso que ella, personalmente, ha impulsado. “Vergüenza para África”, “marioneta al servicio de Occidente”, “títere de las grandes potencias”, han sido algunos de los calificativos que ha merecido la fiscal. Ella, sin embargo, parece empeñada en probar que Gbagbo y sus próximos elaboraron un plan de eliminación de sus rivales mediante el uso de la violencia y el asesinato. Y en un intento de mostrar una ecuanimidad que sus críticos le niegan, anuncia que en el último año ha intensificado la investigación en el campo de Ouattara y Soro. Difícil tarea para Bensouda.
La Corte Penal Internacional se creó en 1998 con el objetivo de juzgar a personas acusadas de genocidio, crímenes de guerra o crímenes contra la Humanidad que no sean juzgados en sus respectivos países. Un total de 123 países firmaron el Estatuto de Roma que alumbró su nacimiento y aquí es donde surge uno de sus grandes problemas: países como Estados Unidos, Rusia o China, por citar a los más poderosos, no están entre los firmantes, lo que impide que los dirigentes de estos países sean llevados ante la Corte Penal Internacional.
Como asegura Reed Brody, el abogado de Human Rights Watch (HRW) apodado el cazador de dictadores por su labor en los procesos de Pinochet, Duvalier o el más reciente del chadiano Hissène Habré, entre otros, “mientras los poderosos estén fuera de su alcance, la CPI seguirá siendo el objeto de un escepticismo legítimo. ¿Cuál es la probabilidad de que los líderes de EEUU sean llevados ante la Justicia por tortura y crímenes de Guerra en Guantánamo y en las prisiones secretas que tiene alrededor del mundo? ¿O de que los oficiales rusos tengan que rendir cuentas por los crímenes de guerra en Chechenia? Esta desigualdad, que se apoya en el músculo militar y en el veto del Consejo de Seguridad, facilita que los gobernantes cínicos de los países menos poderosos tachen la persecución de los crímenes contra la Humanidad como algo político o neocolonial”.
Dicho esto, para Brody así como para un gran número de expertos en Justicia internacional, la solución pasa por una reforma de la CPI que la dote de competencia universal sin que sea necesaria la autorización de los estados y no porque los países decidan abandonar el Tratado de Roma. “La respuesta no es socavar la labor de la CPI en África, sino ampliar su alcance a otros lugares. Llevar a los africanos ante la Justicia es una meta positiva, no negativa. Como decía el arzobispo Desmond Tutú, la Justicia es en interés de las víctimas y las víctimas de estos crímenes son africanos”, añade Brody. En este sentido ha habido experiencias recientes de juicios y procesos abiertos contra ex presidentes africanos dentro de las competencias de jurisdicciones nacionales del continente, entre las cuales la más potente, sin duda, es la del citado Hissène Habré, que está siendo juzgado en Dakar gracias al tesón mostrado por sus víctimas y en aplicación del principio de justicia universal. Igualmente Moussa Dadis Cámara, en Guinea, y Blaise Compaoré, en Burkina Faso, podrían tener que hacer frente a tribunales de sus países.
Original en : Blogs de El País. África no es un país