Durante estos días han tenido lugar importantes actos conmemorativos para recordar el 20 aniversario de la caída del Muro de Berlín. Hemos escuchado muchas voces que nos han recordado las consecuencias que tuvo para cambiar el escenario político en diversos lugares del mundo. Me ha llamado la atención que apenas se haya mencionado nada sobre las consecuencias que este acontecimiento tuvo para África. Sin embargo, las tuvo, y de una gran transcendencia.
Desde los años 60, cuando la mayoría de los países africanos alcanzaron su independencia, la Unión Soviética y Estados Unidos usaron África como un gran tablero de ajedrez en el que disputarse zonas de influencia. Entre los países que adoptaron regímenes comunistas se contaron: Angola, Mozambique, Etiopía, Congo-Brazzaville y Benín, y Estados Unidos captó para su órbita a regímenes dictatoriales como los de Mobutu en Zaire –hoy República Democrática del Congo–, Arap Moi en Kenia, Hissene Habré en Chad y Samuel Doe en Liberia. Estados Unidos ayudó también a guerrillas anticomunistas, como la UNITA, y durante bastantes años sostuvo asimismo al régimen del apartheid en Sudáfrica, que hizo del anticomunismo su bandera para justificar su política de segregación racial. Es curioso que algunos países africanos pasaron de una influencia a otra, como fue el caso de Somalia durante el tiempo de Siad Barre, primero firme aliado de la Unión Soviética y más tarde de Estados Unidos, quien usó la posición estratégica de Somalia para marcar de cerca a la vecina Etiopía, en aquellos años bajo un sistema comunista.
Con el fin de la guerra fría, el panorama cambió radicalmente. Las tropas cubanas se retiraron de Angola, el régimen comunista de Menghistu en Etiopía cayó en 1990, y en Mozambique el régimen del FRELIMO abandonó su retórica marxista y firmó la paz con la RENAMO en 1992. En definitiva, los regímenes comunistas en África vieron que no tenían futuro.
El cambio más significativo fue el fin de los regímenes de partido único en África, muchos de los cuales estaban apadrinados por estados de la Europa del Este. Durante la década de los 90 se introdujeron en muchos países africanos regímenes multipartidistas, y los países occidentales empezaron a poner condiciones, como sistemas democráticos y buen gobierno, para poder seguir con sus programas de ayudas. En algunos casos estos cambios cuajaron bien y tuvieron éxito, como en Benín. En otros casos los cambios fueron superficiales y cosméticos, como en Kenia y Togo. Seguramente el cambio positivo más significativo que se dio en África fue la caída del régimen del apartheid en Sudáfrica y las primeras elecciones libres y no raciales, en 1994.
Pero en muchos casos las ilusiones por una democracia real en África se apagaron pronto. En Burundi, tras las primeras elecciones multipartidistas, su presidente Melchior Ndadaye –un hutu– fue asesinado por el Ejército, de mayoría tutsi, en 1993, y este fue el comienzo de una guerra que duraría diez años. Y en la vecina Ruanda, con el genocidio de 1994 se inició una tragedia sin precedentes, que se extendería a la vecina República Democrática del Congo, donde de 1996 a 2003 hubo dos guerras que se saldaron con cuatro millones de muertos.
Tras la caída del Muro de Berlín, en África la década de los 90 fue pródiga en conflictos armados dominados por la entrada en escena de los señores de la guerra. Ya no se trataba de guerras luchadas por motivos ideológicos, sino por el control de valiosos recursos naturales. Los países que las sufrieron más fueron –además de los de los Grandes Lagos– Sudán, Costa de Marfil, Liberia y Sierra Leona.
Como se ha recordado también durante estos días, en el mundo siguen presentes otros muros. En África hay por lo menos dos de ellos. Para evitar la entrada masiva de inmigrantes africanos, España decidió construir a finales del siglo XX dos barreras físicas en Ceuta y Melilla. Estas ciudades españolas en el norte del continente africano son la entrada más directa a Europa desde África, y para evitar la inmigración ilegal se han levantado barreras de hasta seis metros, cámaras infrarrojas, difusores de gases lacrimógenos y un laberinto de cables trenzados. Y no podemos olvidar que, después de la Muralla China, el del Sáhara Occidental (foto), en el noroeste de África, es el segundo muro más largo del mundo, con más de 1.600 kilómetros. Se trata de una barrera de arena, alambres de espino y minas construida en los años 80 por Marruecos, quien se disputa la soberanía sobre el territorio con sus pobladores originales, los saharauis.