A los que llevan puesta la etiqueta de “revolucionarios” parece que se les perdona todo. O más bien se hace como que no se entera uno cuando oprimen al pueblo del que esa raza de dictadores suele decir que le ama y le necesita. Eso ha pasado con Gadafi durante muchos años. Como ha ocurrido con Ben Alí y Mubarak, el líder libio ha sido un dictador brutal al que se le ha perdonado todo: unos, porque en Libia encontraban petróleo a buen precio y hacían buenos negocios, y otros porque les atraía la retórica del hombre que desafiaba a Estados Unidos con su carácter “anti-imperialista”, otra etiqueta por la que mucha gente simplista se vuelve loca y por la que están dispuestas a dejar de hacer preguntas en caso de abusos contra el pueblo.
Haciendo gala de esos complejos de culpabilidad que los occidentales nos gusta sacar a flote de vez en cuando, durante estos días en que se desarrolla la revuelta contra Gadafi, oímos a muchos en países europeos, España incluida, entonar el “mea culpa” por cosas como haber vendido armas a Libia o por haber tratado a cuerpo de rey a un dictador que lleva en el poder desde que el chupa chups valía una peseta. Es lo que suele pasar: primero damos palmadas en la espalda a los déspotas y después, cuando están a punto de caer, nos arrimamos al sol que más calienta y condenamos lo que teníamos que haber condenado hace muchos años. Pero no quería yo hoy repetir lo que ya oímos todos los días, sino fijarme en el mito que durante muchos años se ha creado en África sobre Gadafi. Durante los 20 años que viví en Uganda, cada vez que el excéntrico mandatario libio se dejaba caer por el país se le recibía como el gran bienhechor del país, durante días y días no se hablaba de otra cosa y se le presentaba como el gran líder de la unidad africana, el libertador de los pueblos africanos del yugo neocolonialista, etc, etc.
Esto mismo ha pasado en bastantes países africanos, en los que la exaltación de la imagen del líder libio, que llegaba –cómo no- con su jaima y su enorme séquito que incluía sus amazonas guardaespaldas ha servido para que muchos otros dictadores africanos se sintieran alentados por su poderoso padrino en sus empeños de perpetuarse en el poder. A mí, personalmente, cada vez que este dictador era presentaba solemnemente como el gran campeón de la unidad africana, me entraba urticaria. Pensaba en las armas que dio a Idi Amin durante los años setenta, y gracias a las cuales el dictador ugandés pudo matar a medio millón de sus compatriotas. Pensaba en el apoyo que Gadafi dio a grupos rebeldes conocidos por su extrema brutalidad, como los de Liberia y Sierra Leona, durante los años 1990. ¿Unidad africana? No hay en África líder que haya hecho más por la división y el azuzamiento de conflictos que han matado a muchos miles de civiles africanos que Gadafi.
Pero parece que en África la gente tiene una memoria muy corta, y Gadafi –que sostuvo la guerra civil de Sierra Leona durante muchos años- cuando ha visitado este país después del conflicto ha sido recibido con todos los honores, alfombra roja incluida. Y lo mismo en Uganda, y en muchos otros países africanos. Por desgracia, no son sólo los líderes occidentales los que durante décadas han aplaudido a un dictador brutal. Muchos de los africanos tienen también su buena parte de culpa en haber sostenido a un déspota impresentable, tal vez por haberle mirado como un modelo al que hicieron todo lo posible por parecerse.