Más allá de guías de viaje, artículos sueltos, y algún libro dedicado a Sudáfrica, que de forma satelitaria recoge un anexo sobre Namibia, no hay una gran bibliografía en castellano dedicada a la antigua África del Sudoeste. Tal situación se repite incluso en lengua inglesa; destacando en medio de un [nunca mejor dicho] páramo literario, la obra de Henno Martin (1910 Freiburg – 1998 Göttingen), Sheltering Desert, colección de episodios que huyendo de la policía militar sudafricana recoge las aventuras, reflexiones, y vivencias del autor; conjuntamente con las de su colega y geólogo Hermann, y su perro Otto a lo largo y ancho de los plateaus del desierto del Namib entre 1940 y 1942. Cuando en 1935 Henno se trasladó al África del Sudoeste, el territorio ya estaba bajo control sudafricano desde 1914. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la población alemana de nuevo fue recluida en campos. Razón por la que ambos geólogos huyeron con un vetusto camión Mercedes al inhóspito interior del Namib, con una radio como único nexo con el mundo exterior. En esas fechas, obvia decir que Namibia no existía como hoy la conocemos, y lo que hasta 1914 había sido el África del Sudoeste Alemana tampoco; pese a que el territorio encerraba una importante población alemana, y muchos otros colonos afrikáners. Los súbditos del Káiser fueron más o menos respetados a lo largo de la Gran Guerra; pero con el inicio de la segunda contienda mundial, y siguiendo directrices británicas, África del Sur declaró la guerra a la Alemania nazi; sufriendo la población de origen alemán una masiva reclusión. Sirva de reflexión que una importante masa de la población sudafricana de origen neerlandés, en absoluto simpatizaba con dicha declaración de guerra; mostrando su rechazo a la encierro de la población alemana.
Leer Sheltering Desert es conocer los biorritmos del Namib más salvaje; saber de los ancestros, y originales pobladores Khoi del desierto; pero sobre todo es una profunda meditación de los caminos interiores del ser humano, en un momento tan crítico como fue el conflicto mundial; observado desde el embrión de la existencia humana que fueron esos dos años viviendo aislados del mundo aparente. Lectura más que recomendable para estos tiempos de vacío espiritual que vivimos. El Namib es una vasta y árida franja costera de dunas rojizas, que vertebra la costa de Namibia desde la desembocadura del rio Orange hasta el norte de Swakopmund. Está considerado el desierto más viejo del mundo, y muy posiblemente pisamos sobre una arena que ya estaba allí en el Terciario.
De un vertiginoso salto nos vamos hasta la localidad costera de Lüderitz. Segundo puerto de Namibia, y antaño importante villa colonial en la vida de la ex colonia alemana. Al igual que Swakop, recoge una importante colección de casas de época; siendo su iglesia luterana el mejor reclamo histórico de la ciudad. La obra está en lo alto de una loma a la que se accede por una calle de tierra compactada. Su aspecto, digno del enlace Gómez & Morticia Adams, es una surrealista composición entre un templo sacado de un cuento de brujas, un inmueble abandonado, o una ilusión óptica de algo que se erige en un lugar no esperado, de forma anacrónica, y que espera feligreses que hace ya una generación pasaron a mejor vida. La fachada de la iglesia, si aún cabe más, de noche se revela espectral; de día muestra una postal fría, sobria, como si estuviese expectante a algo que nunca termina de suceder; hay que verla, y sobre todo escucharla. Tampoco sus coloridas vidrierías donadas por el mismísimo Káiser Guillermo II logran revivir el inerte edificio luterano. En resumidas cuentas, uno de los ministros de un tiempo que ya no existe. Lüderitz vive del turismo ocasional, de un pasado imperial que ya ha sido barrido por el viento, pero sobre todo de la industria pesquera. Su pequeño puerto es un ajetreo de pesqueros de altura españoles y namibios, que desembarcan el otro diamante de la Corriente de Benguela, la merluza del Atlántico sur, o black hake. Producto que luego compramos en nuestros supermercados bajo la denominación de origen de Medallones de El Cabo. Recientemente, la actividad portuaria se ha visto reforzada por el suministro a la flota off shore, que extrae diamantes del lecho marino al norte de Oranjemund. Ciudad diamantera edificada en la desembocadura del rio Orange; curso fluvial que le ha dado por vomitar un aluvión de quilates al océano. Lüderitz, al igual que todas las localidades namibias se acuesta pronto. La vida comercial en invierno cesa a las cinco de la tarde; entonces sus calles se transforman en uno de esos pueblos fantasmas del oeste [y es que la iglesia ya la tiene]; donde sólo transitan tres actores, el viento, la arena, y algún viejo Volkswagen. En resumen, digamos que con el ocaso, Lüderitz y Swakop comparten esa fantasmagórica postal de calles desérticas flanqueadas desde 1903, por esquinas vigilantes sobre las que se elevan majestuosas casonas. Si dejas Lüderitz por el retrovisor, y te adentras en la ruta B4, te topas de bruces con el germánico y colonial pasado de la zona. Vale la pena una visita al cementerio alemán repleto de viejas lapidas de mármol, que evocan la vida de algunos soldados de la Schutztruppe, y otros súbditos que allí descansan. A escasos kilómetros de la zona encontramos una de las más famosas imágenes de Namibia. Las casas fantasmas de Kolmannskuppe pasan por ser solemnes villas; fósiles vivientes del esqueleto colonial que la sequedad del desierto conserva casi intactas. Vecindario, que vio su esplendor en los días en que las mesas se regaban con el mejor Deutscher Tafelwein, Sauerkraut, y rellenos del Rhin. La historia es tan rocambolesca como simple. Un buen día algún nativo sirviente de un colono, debió de entregar a su jefe alemán una piedrita brillante, que casualmente encontró en la zona. Lo que sucedió no necesita mayor explicación. De un día para otro el rumor que los diamantes estaban a cielo abierto, corrió como un reguero de pólvora desde El Cabo a Berlín. En 1908 la ladera ya era una animada comarca; y quizás el barrio más rico del mundo. Se instalaron casas de comidas, hoteles, y hasta un salón de baile, que reclutaba en Europa rollizas, y voluptuosas cabareteras de rizos rubios como la cerveza, vestidas con corsés, y que respondían a nombres como Katja, Margaret, o Klaudia; bajo el goloso reclamo de rápidos, y fáciles ingresos en la ciudad de los diamantes. Jovenzuelas sin maneras que sacaban lo peor de una chusma barbuda, analfabeta, y embrutecida; de una turba de buscadores de fortuna que pasaban hasta veinte horas bajo el implacable sol del Namib en busca de una deslumbrante fortuna, que en buena medida luego dilapidaban en un sinfín de correrías y desmanes. Una alegre y pecaminosa vecindad de Lüderitz, que hacían santiguarse a la reservada sociedad que bebía te en fina porcelana, y que acudía a la iglesia de luterana. A día de hoy sólo quedan ruinas en la ladera de Kolmannskuppe. Algunas casas han sido profanadas por turistas desaprensivos, que han querido herir la historia inmortalizando sus nombres en las paredes. El silencio en la zona es tan sepulcral, que realmente se puede escuchar; entrar en alguna de las casas semienterradas en las dos arenas, la del tiempo, y la otra, es tan aterrador como incitador. Cada esquina te acelera el pulso a la espera de lo que te vas a encontrar. Un cuarto anegado de arena, cuyas paredes están pintadas con el color del sigilo; testigos mudos de dios sabe qué; y más allá de sus ventanales desnudos, unas visiones que evocan un tiempo pasado. Dice algún lugareño que ciertas noches aún se escuchan los gramófonos, las risas de algún minero borracho, e incluso chasquean los brindis de las jarras de zinc rebosantes de cerveza. El último residente de tan peculiar caserío se debió cansar de escuchar el silencio en 1956. El fin de la reminiscencia colonial alemana en los alrededores de Lüderitz, es la vía del ferrocarril construida por la administración imperial. Sus viejos raíles sin traviesas, la madera es un bien preciado aquí, desaparecen bajo una duna, y posiblemente vuelvan a aparecer en 1908 en una de esas travesuras espacio-tiempo del señor Einstein. La ruta B4 se adentra al interior de Namibia; conduciéndonos hasta el estratégico cruce de Aus, y con posterioridad Keetmanshoop. El trayecto son más de trescientos kilómetros de panorámicas curvas, e infinitas rectas que atraviesan enormes planicies que nos generan una sensación de vacío indescriptible. Una paz interior que invita a parar el motor, bajarse, y sentarse en silencio a escuchar como se mueve la tierra.
Me doy cuenta que he cometido un error; sí que hay un buen libro sobre estos lares en castellano. Eduardo Garrigues, ex embajador de España en Namibia, nos obsequió con la entretenida narración “La Dama de Duwisib”. Novela que refleja el día a día de los colonos alemanes en las cercanías de Aus y Lüderitz. Precisamente en los alrededores de Aus es posible ver la descendencia de la noble yeguada, que ricos terratenientes de la zona criaron a inicios del siglo XX. Con el ocaso del África alemana, cientos de caballos de pura estirpe fueron abandonados a su suerte; entrando en simbiosis con el medio natural, que con el pasar de los años acabaría adaptándolos como hijos legítimos. A día de hoy, su soberbio galope es una estampa digna de admirar; convirtiéndose su antaño domestico trote bajo las riendas coloniales, en un cabalgue salvaje y libre a lo largo y ancho del Klein Aus. Animales ya mundialmente conocidos como los caballos del Namib. Aus, como todos los cruces de Namibia, es poco más que una encrucijada en el que confluyen cuatro rectas cardinales. La anatomía urbana de los pueblos de carretera namibios es bastante homogénea. Todo cruce de caminos que se precie recoge una gasolinera, y una tienda de víveres que despacha desde galletas importadas de Sudáfrica, hasta un cuchillo de despiece. Un cementerio histórico, un par de manzanas de casas prefabricadas, un túnel del tiempo en forma de vía del tren que conduce a ninguna parte, molinos de viento, y restos oxidados de la obra colonial que se aferran al suelo para no desaparecer. El recorrido por el sur del país evoca alguno de los héroes nacionales namibios. Hendrik Witbooi, líder del pueblo Nama, e inmortalizado en los billetes namibios, pasó a la historia como guía de la resistencia nativa contra la brutalidad del colonizador alemán. Al igual que su pariente Jonker Afrikaner, ambos eran nativos pertenecientes a la etnia Nama; para su desgracia educados bajo la inflexible horma luterana, y bautizados por los afrikáners antes de la llegada de los alemanes. A día de hoy, Witbooi sigue manteniendo un estatus cuasi divino a ojos de los ancianos centenarios. No en vano, si fue educado bajo las estrictas normas del luteranismo más conservador; en absoluto ajeno al calvinismo recalcitrante de muchas comunidades rurales blancas, autoproclamadas como el pueblo elegido por Dios para extender su mandato divino en el África austral; ¿Quién podría entonces recriminar a Witbooi que se creyese en estado divino para dirigir los designios de su pueblo oprimido?. El desprecio que los afrikáners sentían por los nativos, llegaba a tales extremos de humillación que eran bautizados por la fuerza; siendo sus nombres Khoikhoi sustituidos por uno común, y el gentilicio afrikáner como apellido genérico para todos. También fueron despojados del característico chasqueo del habla Khoi, y obligados a aprender afrikaans. Las fotos de Witbooi lo muestran vestido como un párroco de inicios de siglo, con una chaqueta negra abotonada hasta el cuello, y un sombrero de ala ancha. Otro de los héroes del pueblo namibio es Samuel Maharero; igualmente educado bajo directrices luteranas, y curiosamente propuesto como candidato a sacerdote. Maharero fue uno de los cabecillas del levantamiento contra los alemanes de 1904. Derrotado por los refuerzos llegados al mando del infausto Von Trotha, acabó exiliado junto con la mayoría de la población herero al interior del Kalahari bajo amenaza de muerte; donde la etnia estuvo al borde de la desaparición como pueblo. A día de hoy, la patria herero presume de un gran orgullo en su identificación y solidaridad étnica. A pesar de haber estado al borde de la aniquilación, ha sabido mantener sus tradiciones populares y una conciencia de nación viva.
La última gran reseña del sur de Namibia a la que haré referencia es el Castillo de Duwisib. Intimidatoria construcción, cuyos muros incluso fueron levantados con materiales de edificación importados desde Europa para tales efectos. Un castillo almenado en medio de un pedregal africano. Surrealismo en vena; eso es Namibia. Finalizaremos este segundo episodio en el que he querido rebuscar por el sur del país, con la habitual pincelada en forma de anécdota. Espacio que intento muestre de una forma entretenida y socarrona la realidad social namibia. Una tarde en Walvis Bay, la más impersonal y fría de las localidades namibias, la hora se me echaba encima para llegar a Swakop en horario comercial. Las tiendas cierran a las cinco de la tarde, y para un español que se precie, incluso en África, esa es la hora de la siesta. Tomar un taxi era muy sencillo, pero carente de sustancia, y sobre todo de olores. Razón por la que este afrikáner de Güimar que les escribe optó por acudir a la populosa estación norte de Walvis. De allí salen unas furgonetas Toyota diseñadas y pensadas para nueve personas; donde por arte de magia entran hasta diecisiete almas, casi todas residentes en Narraville. Muchos de los núcleos urbanos de Namibia están divididos en tres distritos o sectores; herencia de la loca ingeniería social que apellidaba Apartheid. Tres suburbios, uno para cada color de la piel. No requiere mayor explicación que el más amplio, mejor situado, y con mejores servicios, estaba destinado para las clases denominadas whites; un segundo para los coloureds, ni blancos, ni negros, descendientes de malayos, o de eso que dicen [con perdón], que la jodienda no tiene enmienda; y un tercer barrio para la población de color. Narraville es ese tercer grado. Un polígono social planificado para albergar cientos de “dignas” casas prefabricadas. Un vecindario que según la teoría de la segregación racial reunía todos los ingredientes, e infraestructura para el correcto, y satisfactorio desarrollo de las clases no whites. El guiso conlleva escuelas, parques, una iglesia, tiendas de víveres, dispensario, y comisaria; por lo que sus “felices habitantes” sólo tenían que salir para cortar el césped de alguna casa de Walvis, ir a estibar a los muelles, visitar el calabozo, o cualquier otro trabajo similar que fuese demasiado penoso para un white. Ya en la furgoneta, y una vez superadas las miradas atónitas de los habitantes del planeta Narraville, al ver a un incauto bóer sin coche alemán, o taxi particular, compartir el colectivo con ellos [¡cómo ha cambiado el mundo pensarían!], me sumergí en un micro mundo de gritos, música, risas, y una conducción suicida. El chofer, dueño y señor de nuestros designios por un espacio de 30 kilómetros, era un negro espigado y suicida, que parecía estar corriendo un tramo de un rally en lugar de transportar pasajeros en una furgoneta atestada de gente. La carretera entre Walvis y Swakop es una recta de doble sentido bien pavimentada, pero llena de badenes que hacen los adelantamientos especialmente peligrosos. La arena y las nieblas matutinas son otro riesgo añadido. La primera, los días ventosos cubre el asfalto produciendo la desagradable ilusión óptica de pensar que este se desplaza bajo el manto de arena, y con ella el vehículo. Con tal panorama es raro el mes que no hay algún accidente fatal en forma de colisión frontal. El paseo fue una loca carrera de adelantamientos al límite; y como el viajero iba en el fondo sólo escuchaba cláxones, gritos que presumía insultos, y codazos con cada volantazo. Miren, yo debería ser católico, pero esa tarde me volví calvinista, luterano, rece al señor Witbooi, y hasta al Islam prometí convertirme con tal de llegar vivo a Swakop. Dentro del taxi según avanzábamos iban ocurriendo cosas. Para mi asombro, los diecisiete que conté en Walvis pasaron a ser alguno más, ya que de pronto algunas de las señoras de pechos muy voluminosos hicieron realidad lo que incuestionablemente escondían bajo sus jerséis. Sólo pudiendo significar eso que había bebes que amamantar; dándome cuenta que en aquella excursión suicida a más de cien kilómetros por hora ya éramos una veintena. Para mi “tranquilidad” debo añadir que cada vez que el conductor levantaba la vista por el retrovisor, intentando divisar lo que las señoras se habían sacado fuera del sujetador, no pocas eran las voces que se lo recriminaban, y le obligaban a centrarse en la conducción. Tras más de veinte minutos de infarto me bajé en una de las esquinas de Swakop dando gracias a dios, a uno cualquiera; dirigiéndome a Peter´s Antiques, pero esa historia ya la conocen