Historias de horror en un Mogadiscio infernal

10/09/2010 | Crónicas y reportajes

Aterrorizados somalíes huyen de una ofensiva de los insurgentes islamistas en su capital que podría describirse como una escena infernal, con cadáveres putrefactos, tumbas cavadas a toda prisa en los jardines y los barrios, arrasados por morteros.

Algunos de los afortunados que huyeron de Mogadiscio han llegado a los campos de refugiados en la vecina Kenia, pero las pobres familias que no podían salir enteras, han tenido que enfrentarse a la agónica decisión de quién podía marchar y quién debía quedarse.

“Esto es lo peor que he visto en mi vida”, dice Abdullah Mohammed Salah, de 74 años, que ha perdido a tres hijos en los últimos cinco meses, por los ataques con morteros y proyectiles. “Antes eran sólo balas, ahora están lanzando morteros por todas partes”.

A pesar de los casi 20 años de guerra, Salah nunca había huido de Mogadiscio. Pero después de perder a sus hijos, compró billetes de autobús para él, sus seis nietos y su nuera. No pudo permitirse llevarse a todos sus familiares.

“Hemos dejado allí a más de 20 personas”, dice Salah mientras se toca la barba teñida de rojo, “sólo me he traído a los más vulnerables”.
El día 9 de septiembre, el aeropuerto de Mogadiscio fue atacado. Unos suicidas con bombas detonaron los explosivos que llenaban sus coches, en la terminal provocando el caos. Murieron al menos 14 personas, reivindicado por la milicia de Al Shabaab.

El campo de refugiados más grande del mundo
Los somalíes que llegaron al sobrepoblado campo de refugiados de Dadaab, esta semana, dicen que los cadáveres se están descomponiendo en las calles de Mogadiscio, y los hospitales están desbordados, Con heridos por todo el suelo y el exterior.

Salah y su familia, que llegaron al campo la noche del día 8 de septiembre, después de un día entero de viaje, pasaron la noche durmiendo al raso, sobre la arena.

Situado a 80 kilómetros de la frontera somalí, Dadaab, es uno de los campos de refugiados más grandes del mundo, con casi 300.000 habitantes que viven en una abarrotada zona, que pretendía albergar a un tercio de la gente que tiene ahora. Alrededor de 6.500 somalíes llegaron a este campo sólo en agosto.

Los refugiados viven diez en cada tienda o en refugios improvisados hechos con plásticos sobre ramas o simplemente tocas cabañas de barro. La única vegetación son algunos arbustos de espinos y árboles que salpican el árido paisaje.

Salah y otro refugiado, Isse Mohamed Musa, describen las casi continuas batallas durante los últimos 10 días, en Mogadiscio. Cadáveres y partes de cuerpos humanos quedan tirados en el suelo, fuera de sus casas, durante días, dicen, hinchándose por el calor, antes de que los combatientes lleguen finalmente, y caven sus tumbas bastante poco profundas.

“Nos atamos telas sobre la cara, para intentar evitar el olor”, dice Musa, que ha estado escondido con su mujer y otros 11 miembros de la familia durante días en su casa, cuando a menudo se quedaban sin agua ni comida. “Los niños lloraban por el hambre y las bombas. Y nosotros ni siquiera teníamos agua para darles, imagínese”, dice Musa, cuyos hijos van de 1 a 20 años. “Cuando teníamos algo, empezábamos a repartirlo por el más pequeño y así íbamos de menor a mayor hasta que se acababa”.

Muchos desaparecidos

La ONU calcula que más de 230 personas han muerto en los enfrentamientos ocurridos desde el 23 de agosto, cuando Al Shabaab comenzó una ofensiva con un ataque suicida a un hotel en la capital, que mató a 32 personas. Las fuerzas del gobierno, una milicia aliada y los soldados de la misión de la Unión Africana, están combatiendo contra ellos, mientras que van expandiéndose gradualmente las bases de la misión de la UA. A menudo mueren civiles por disparos de balas o morteros.

Algunos refugiados llegan a Dadaab en busca de sus seres queridos, desaparecidos en los combates.

Entre ellos está Aden Dagane Ibrahim, que dice que al volver de su trabajo de mecánico en el mercado de Bakara de Mogadiscio, se encontró con cinco casas de los vecinos arrasadas por los morteros y su propia casa abandonada. Cavó tumbas en las casas de sus vecinos y los enterró, y después empezó a buscar a sus padres, su mujer y sus dos hijos pequeños, durante dos semanas.

Al no encontrarlos, este hombre de 35 años comenzó a avanzar hacia el sur lentamente, muchas veces caminando, siempre preguntando por ellos, por las polvorientas carreteras.

“Espero encontrarlos aquí. Si no están, volveré a buscarlos”, dice Ibrahim, en cuclillas, con unas viejas sandalias hechas de neumático viejo.

Otros llegaron al saturado campo para escapar de Al Shabaab, que lleva a cabo amputaciones en público, lapidaciones y latigazos. Los insurgentes se han negado a permitir que los grupos de ayuda extranjera distribuyan alimentos y medicinas, han prohibido a las mujeres trabajar y exigen a las familias que entreguen a sus hijos para que sean combatientes.

Hambre y miedo

Maryan Omar Rashid, de 50 años, vendedora de aceite vegetal en la ciudad del sur de Kismayo, dice que los insurgentes la han ordenado dejar de ir al mercado, diciendo que no debe tener contacto con hombres. Sus ganancias de entorno a los 3 dólares al día, eran todo lo que tenía la familia. Han reducido sus comidas a una al día. Y después no hay nada más.

“Los niños se estaban quedando más y más delgados”, dice Rashid. En Dadaab, ella tendrá una ración mensual de aceite vegetal, cereales y harina de maíz y soja. Espera ganar el suficiente dinero para que los niños puedan reunirse con ella.

Otros, como el granjero Abdiaziz Mohamed Mungaza, tienen demasiado miedo como para ni tan siquiera en el campo pronunciar la palabra Al Shabaab, y se refieren a ellos como la milicia o “ellos” o “esa gente”. Los refugiados creen que milicianos encubiertos se mueven entre ellos. “Si quieren llevarse a un niño lo harán”, dice Abdiaziz, mientras su mujer echa un ojo alrededor a ver quién está mirando.

(News 24, 10-09-10)

Autor

Más artículos de Administrador-Webmaster