La maldición de un pueblo del sur de Sudán: de la sangre al petróleo

19/11/2009 | Crónicas y reportajes

A los visitantes de Rier, al sur de Sudán, se les da la bienvenida con un gran tanque rectangular y un letrero recién pintado anunciando la iniciativa de la compañía que opera el White Nile Petroleum, para abastecer de agua potable.

Pero los habitantes de este enconado revoltijo de cabañas de paja en ruinas y basura se quejan ahora de que las promesas de paz y progreso no se han cumplido y que la explotación del petróleo no ha hecho más que envenenar sus vidas. “Cuando fuimos obligados a trasladarnos aquí, la compañía petrolera nos hizo muchas promesas: construir escuelas, un hospital y darnos agua potable”, cuenta el jefe de la administración local, William Malual.

La pequeña ciudad de 2.000 habitantes fue trasladada entera, en 2006, de una zona a unas cuantas millas del estado de Unity, que fue requisada por la petrolera WNPOC, una subsidiaria del gigante de Malasia, Petronas, para construir las instalaciones de una central de procesamiento.

“Ahora la gente está cayendo enferma y no sabemos por qué. El ganado está muriendo de repente por todos los químicos que hay en el agua”, asegura Malual, vestido con ropas negras raídas y con un kalasnicov.

“Desconfiamos mucho de la calidad del agua en la región”, asegura el representante en el estado Unity, del ministerio de Sanidad central, Peter Majuoy.

Las recargas del soberbio tanque de acero, por los camiones de la compañía petrolera, donados por WNPOC, son erráticas en el mejor de los casos y algunas averiguaciones de la ONG alemana, Sign of Hope, demuestran que el agua está contaminada por sales y metales pesados.

En los mugrientos callejones de “New Rier”, mujeres de 1.80 de altura, con piel negro azabache, de la tribu de los Nuer locales, pasan la mayor parte de sus días abriéndose camino a través de fosas sépticas y desechos con bidones equilibradamente colocados en sus cabezas para recuperar cada gota de agua tratada con cloro por el WNPOC.

Nadie utiliza el agua de los antiguos pozos y sondeos, que según la ONG Sign of Hope, están llenos de cianuro, plomo, níquel, cadmio y arsénico, e incluso el representante local de la compañía admite que el agua no es apta para el consumo.

“Nosotros nunca utilizamos esta bomba”, dice Martha Nyaluk, frunciendo el labio por el asco, mientras señala a una fuente herrumbrosa, cercana a la choza de su familia, sobre la que vuela una nube de mosquitos.

“Todo el mundo está sufriendo por este agua contaminada. Nosotros ya no la usamos, ni para cocinar, ni para lavar, ni siquiera para fregar”, dice Malual.

Rier es una extensión de mugrientos tenderetes hechos de troncos, metal ondulado y lonas recicladas con la inscripción de “Potassium Chloride” (Cloruro de potasio).

A su lado hay un autobús destripado, un prisionero que parece un zombi se asa dentro de una celda de la prisión que es un contenedor y unos niños juegan bulliciosamente alrededor de barriles viejos con la estampación de WNPOC, a pesar del hedor de los excrementos humanos.

En la parte trasera, las siniestras chimeneas a rayas rojas y blancas de las instalaciones de la procesadora de petróleo Thar Jath domina el paisaje plano de los pantanos del sur, un lugar protegido por las Naciones Unidas de marismas y planicies aluviales, que cubre más de 11.000 millas cuadradas.

Rier no lo ha tenido nada fácil en las últimas décadas. Su nombre todavía evoca algunos de los capítulos más violentos del conflicto civil que desgarró el país más grande de África hace ahora 22 años.

El interminable jirón de suelo de laterita que lleva al pueblo antes se conocía como la “carretera de sangre”, por los miles de soldados pro Jartum que vinieron lanzando misiles sobre él para después arrasar todos los pueblos cercanos.

Se calcula que la guerra civil mató a un millón y medio de personas y oficialmente terminó en 2005, con la firma del Acuerdo Comprehensivo de Paz, que gira en gran parte sobre un acuerdo de reparto de los beneficios del petróleo.

Ahora, a lo largo de la “carretera de sangre” va una tubería que bombea crudo al norte para refinar y exportar.

Pero los habitantes de Rier no ven nada que vuelva a ellos de las riquezas que creen que su suelo está dando al régimen del norte.
“Leemos un montón sobre el reparto de los beneficios del petróleo, pero no vemos nada a cambio… la vida era mucho mejor antes”, lamenta Malual.

El reverendo Roko Taban Mousa, un clérigo influyente en las regiones productoras de petróleo de Unity, Alto Nilo y Jonglei, está de acuerdo en que los beneficios generados por la floreciente industria petrolera de Sudán no están llegando de ninguna manera a las zonas productoras. “El petróleo no ha traído nada”, dice, “la región donde se produce el petróleo todavía es la más pobre del país”.

(IOL, 19-11-09)

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